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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (5 page)

BOOK: Misión de honor
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Acercándose a una alacena, Percy extrajo de ella dos maletas hechas a medida y embellecidas con una serie de cerraduras de combinación. Contenían un microordenador de gran tamaño, diversos aparatos para la lectura de discos y una colección de éstos, de dimensiones y materiales distintos, agrupados en tres cajas metálicas. Pidió a Bond que ladease el televisor de la habitación, a fin de conectar el microordenador. El teclado de éste doblaba en tamaño el de una máquina de escribir electrónica. Mientras instalaba el equipo, Percy continuó con sus explicaciones. Según sus cálculos, dijo, el aparato que tenían delante era el mismo que debía estar empleando Jay Autem. Bond había observado ya que no se refería al profesor Holy más que por el nombre de Jay Autem o por su apodo, el Santo Terror.

—Tras su desaparición, no pudo encontrarse su microordenador. Supongo que no lo llevaba consigo, y que lo tendría guardado en algún lugar seguro. En aquella época estábamos asistiendo al pleno desarrollo de los microordenadores…; ya sabes, los chips, esos pedacitos de silicona que en cinco milímetros cuadrados condensaban todos los circuitos que antes hubieran llenado una sala. Cuando él construyó su máquina, seguíamos sirviéndonos principalmente de cintas. Pese a lo mucho que se ha avanzado desde entonces, y a que el material se ha ido reduciendo, he tratado de mantenerme al tanto de la tecnología. Reconstruí el Terror Seis, que es como llamaba él a su máquina, partiendo del proyecto primitivo y tratando, como hubiera hecho Jay Autem, de ir siempre un paso por delante de los demás.

Bond observaba por encima del hombro de Percy las últimas operaciones de montaje.

—Ésta —dijo indicando el teclado con un ademán— es mi versión de lo que hubiera sido el Terror Doce. Los compresores se han reducido desde que Jay Autem se quitó de en medio, pero el verdadero salto adelante está en la cantidad de datos que puede almacenar esta diminuta memoria. Eso y la posibilidad de incorporar el vídeo, las imágenes auténticas, a la clase de programas que a él le interesan.

—¿Y qué programas son ésos, Percy?

—Verás —eligió un disco de los contenidos en las cajas metálicas, puso en marcha uno de los aparatos de lectura, insertó en él la placa y puso en marcha el motor—. Te voy a mostrar lo que le tenía fascinado cuando trabajaba para el Pentágono. Y de ahí podemos pasar a la fase inmediata.

La pantalla del televisor se había iluminado. El lector de discos giraba con un murmullo, y el altavoz reprodujo una serie de chasquidos sincopados, al término de los cuales apareció en la pantalla un detallado mapa de la frontera entre ambas Alemanias. Era la zona de Kessel: territorio de la OTAN.

De forma tan súbita como inexplicable, Bond se sintió acalorado y ardoroso. Levantó una mano en dirección al hombro de Percy, pero, modificando la trayectoria, se aflojó el nudo de la corbata, mientras ella, que había sacado de una de las maletas un pesado mando negro, lo conectaba al teclado, pulsando a continuación la letra S. Acto seguido, se iluminó en el mapa un rectángulo, cuyo contenido era tan detallado como un mapa impreso.

—Muy bien. Aunque es posible que esto te parezca una especie de juego disparatado, te aseguro que se trata de un ejercicio de entrenamiento de muy alto nivel.

Al accionar Percy el mando, el rectángulo luminoso cruzó la pantalla, moviendo consigo el mapa a medida que corría hacia el margen exterior, con lo cual aquél se enrollaba y desenrollaba, dejando en la base de la pantalla una franja azul. La zona reflejada abarcaba una superficie de ciento treinta kilómetros de frontera.

—Introduzco coordenadas y nos trasladamos inmediatamente a ese sector del mapa —Percy unió la acción a la palabra, y el mapa se desplazó en la pantalla, mientras el rectángulo permanecía en su lugar de antes—. De esta forma podemos ver una zona más restringida y lo que en ella está ocurriendo.

Centró el rectángulo sobre un pueblo situado a unos dos kilómetros de la frontera y apretó el gatillo del mando. Bond había cobrado repentina conciencia del perfume que usaba Percy, si bien no conseguía identificarlo. Concentró de nuevo sus sentidos en el asunto que les ocupaba.

Fue como si hubieran aplicado a la pantalla un zoom, porque de pronto la imagen se enriquecía con toda suerte de detalles: carreteras, árboles, casas, rocas, campos. Entre los objetos reflejados distinguió Bond por lo menos cuatro carros de combate y seis transportes de tropas, amén de dos helicópteros posados en tierra, a cubierto tras un grupo de edificios, y tres aviones Harrier en pistas de aterrizaje disimuladas por árboles.

—Partimos de un supuesto bélico no nuclear —explicó Percy, y empezó a cursar instrucciones al microordenador en solicitud de información.

Apareció en primer lugar la referente a las fuerzas de la OTAN. Carros de combate, transportes de tropas, helicópteros y Harriers fueron surgiendo en sucesión, mientras que en la base de la pantalla parpadeaban sus distintivos y el número de unidades. Percy anotó los distintivos en una libreta, y a continuación tecleó para obtener los datos correspondientes a los efectivos del Pacto de Varsovia estacionados en aquella pequeña zona. Existían al parecer no menos de dos compañías de infantería con apoyo de fuerzas blindadas.

—Sólo nos facilita la información accesible, la que pueden conocer los servicios de inteligencia y reconocimiento —aclaró Percy, atenta a la pantalla, donde iban apareciendo, en la franja azul inferior, datos relativos a las posiciones enemigas.

Bond no conseguía apartar la mirada del hombro de Percy, semidesnudo, y del suave rizo que lo acariciaba mientras introducía ella las órdenes. Dos Harriers partieron de su emplazamiento, como si despegaran para atacar a las fuerzas blindadas enemigas. Simultáneamente, Percy puso en marcha los carros y los transportes de tropas de la OTAN.

Según las unidades evolucionaban al mandato de ella, en la pantalla aparecieron las respuestas de los oficiales de mando correspondientes, traducidas en destellantes estallidos de bombas y zumbidos y colisiones audibles. Como se inclinara para seguir más de cerca el ataque, Bond se sorprendió a sí mismo mirando de reojo el rostro de Percy, de perfil junto al suyo y absorto en la contemplación.

El combate, dirigido de principio a fin por ella, duró alrededor de veinte minutos, durante los cuales Percy consiguió una pequeña superioridad sobre las fuerzas enemigas, aunque perdió tres carros, un helicóptero, un Harrier y algo menos de un centenar de hombres.

Bond retrocedió un paso. Había encontrado fascinante toda la operación. Quiso saber si los militares se servían de simulacros como aquél.

—Lo que has visto es sólo un TEWT de ordenador —Percy se refería a los Ejercicios Tácticos sin Tropas, una técnica utilizada en la formación de oficiales y clases de tropa—. Como sabes, en otro tiempo esos ejercicios se hacían con pizarras, mesas, bandejas de arena y maquetas. Hoy en día basta con un microordenador, pero este TEWT es muy elemental: tendrías que ver los modelos que emplean en las academias militares.

—¿Y era ésta la clase de programas que el profesor Holy preparaba para el Pentágono? —indagó Bond, que acababa de descubrir un lunar en el cuello de su interlocutora.

—Entre otras cosas. Cuando desapareció estaba trabajando en programas avanzadísimos no sólo de enseñanza, sino destinados a especialistas, en los cuales el ordenador recibe todas las posibles opciones y determina la que con mayor probabilidad seguirá una potencia adversaria en determinadas circunstancias.

—¿Y ahora? Suponiendo que siga vivo…

—Oh, sí, James, él está vivo —se había ruborizado repentinamente—, no lo dudes. Le he visto. Es el hombre de quien te he hablado… Jason St. John-Finnes, de Nun's Cross, en Oxfordshire. Sé lo que me digo. Al fin y al cabo, fui su perro guardián durante tres años y medio aborrecibles.

—¿Perro guardián?

Su color de ojos era realmente increíble: un singular matiz de gris azulado que variaba con la luz. Percy apartó la mirada y se mordió un labio con fingida vergüenza.

—¡Vaya! ¿Acaso no te informaron? Me casé por mandato con ese malnacido. Yo soy de la Compañía…, de Langley. Mi matrimonio con el profesor Holy fue una misión. ¿Cómo, si no, hubiera podido desentrañar su trabajo?

—¿Quieres decir que desconfiaban de él?

Bond trató de no expresar sorpresa, pese al pasmo que le causaba el que una funcionaria de la CIA hubiese recibido la orden de contraer matrimonio a fin de tener vigilado a su marido.

—En aquella época, y en vista de sus relaciones, tenía muchos amigos entre la comunidad científica rusa y las de los países del bloque soviético, no podían permitirse confiar en él. Y el tiempo les ha dado la razón.

—¿Crees que trabaja ahora para la KGB?

—¡Ni hablar! —se dirigió al pequeño frigorífico y sacó de él una segunda botella de champán—. Jay Autem trabaja para Jay Autem y para nadie más. A esa conclusión pude llegar sin ninguna duda —dijo. Y mientras tendía a Bond otra copa, añadió—: Es casi seguro que existe cierta intervención soviética en lo que ahora está haciendo, pero por cuenta de particulares. Aunque Jay Autem conoce a fondo su oficio, lo único que verdaderamente le importa es el dinero. La política le trae sin cuidado.

—Y según tú, ¿qué tiene ahora entre manos?

Bond había captado un nuevo e intenso efluvio de aquel extraño perfume, que en lo sucesivo siempre relacionaría con Percy.

—Eso es algo que él sabe y que a ti te toca descubrir, James. Y mi cometido es prepararte para ello. Mañana empezaremos en serio las lecciones. ¿Qué tal las ocho y media?

—Casi no merece la pena que vuelva a mi habitación —repuso él mientras consultaba con fingida naturalidad su reloj.

—Lo sé, pero es lo que vas a hacer en cualquier caso. Yo tengo que enseñarte cuanto pueda sobre la forma de elaborar programas como los que crea Jay Autem, complementado por un cursillo que te permita manipular esos programas, si tuvieses la suerte de hacerte con uno de ellos.

Asiéndole de la muñeca, Percy se alzó para besarle dulcemente en la mejilla. Bond se acercó más, pero ella se hizo atrás, amonestándole con un dedo.

—Nada de eso, James. Pero soy una buena maestra, y si tú das pruebas de ser un alumno aplicado, tengo para ti recompensas que ni siquiera hubieses soñado en tus días escolares. Así pues, ¿a las ocho y media en punto?

—¿Garantizas el éxito, Percy Proud?

—Garantizo enseñarte, James Bond —replicó ella con una sonrisa traviesa—. Por de pronto, a programar ordenadores.

A la mañana siguiente, al toque exacto de las ocho y media, Bond llamó a la puerta de Persephone Proud. Tenía oculta una mano detrás de la espalda. Al abrir ella, le presentó impetuosamente la mano escondida.

—Para la maestra —dijo, entregándole una hermosa manzana rosada.

Fue la única broma del día, pues Percy Proud reveló ser una instructora dedicada y exigente.

6. El Código del Terror

El adiestramiento de Bond, que llevó algo menos de un mes, resultó un homenaje a las dotes de Persephone Proud como docente. En cuanto a las aptitudes de su discípulo, se vieron presionadas hasta el límite. La tarea resultó equivalente al aprendizaje de un idioma nuevo, amén de varios complicados dialectos. Bond, a decir verdad, no recordaba haberse visto obligado en ningún otro momento a exigir tanto de sus reservas mentales, ni a concentrar así su mente, como si se tratara de un espejo ustorio enfocado en el tema que le ocupaba.

Establecieron inmediatamente un horario de trabajo casi inamovible. Al principio lo iniciaban a las ocho y media todos los días; pero pronto, conforme las jornadas iban prolongándose en horas nocturnas, retrasaron el comienzo hasta las diez de la mañana. Trabajaban entonces hasta la una, se interrumpían para almorzar en un bar cercano y, tonificados por el doble paseo de la ida y del regreso, reemprendían el trabajo hasta las cinco.

Todas las tardes, a las siete, bajaban a Le Bar, famoso lugar de encuentro del hotel de París, donde, al decir de la gente, las muñecas y las gargantas de las damas constituían un oprobio para los escaparates de Cartier.

Cuando habían decidido pasar la velada en Mónaco, cenaban en el hotel; pero si les apetecía visitar el casino de Cannes, podía vérseles en L'Oasis de La Napoule, degustando los últimos platos inventados por Louis Outhier, su maestro de cocineros. En ocasiones tomaban una colación más austera en el Negresco de Niza, en La Réserve de Beaulieu o incluso, llegado el caso, en el más modesto Le Galion del puerto de Garavan, en Menton. Las cenas eran siempre preludio de una noche de juego. «No desaparezca de la circulación —le había advertido M—. Es usted un cebo, y olvidarlo constituiría un error. Si han tendido allí sus redes, déjese atrapar en ellas».

De modo que el Bentley Mulsanne Turbo se lanzaba silenciosamente, noche tras noche, a las carreteras de la costa, y el curtido, aplomado inglés y su elegante y grácil compañera norteamericana pasaron a convertirse en caras conocidas en el ambiente del juego.

Bond sólo se dedicaba a la ruleta y, aun así, con moderación, si bien continuaba con su táctica de doblar apuestas. Si unas noches sufrían sus ganancias mermas considerables, otras les añadía el equivalente de varios miles de libras. Solía atenerse a su sistema de las chanzas, con importantes apuestas al par, alterándolo sólo muy rara vez con los
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, que reportaban premios de ocho por uno. Al término de la primera semana, sus beneficios ascendían a unos cuantos miles de libras, con lo cual no se le ocultaba que era objeto del interés de los casinos. Los establecimientos de juego, incluso cuando tienen la reputación de los de aquella costa antaño dorada, ven con buenos ojos a los asiduos que ganan sistemáticamente.

Bond y Percy regresaban al hotel casi siempre entre las tres y las cuatro de la madrugada, si bien a veces se retiraban más temprano —a la una—, lo cual les daba ocasión de conceder una hora más al trabajo, antes de irse a dormir.

De forma más esporádica, prolongaban la noche hasta el amanecer. Recorriendo las rutas costeras, bajas las ventanillas, inhalaban el aire matinal, mientras se ofrecían a los ojos el festín de la vegetación de palmeras y plátanos complementada por los cactos y las trepadoras que crecían en las mansiones de los ricos, de piscinas alimentadas por por goteantes delfines de mármol. De esas escapadas volvían al hotel a tiempo de oler el primer café del día, para Bond uno de los más gratos aromas del mundo.

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