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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (7 page)

BOOK: Misión de honor
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—Lo contrario me sorprendería —el semblante de ella había adquirido una expresión grave—. Como me sorprendería que Jay Autem no se dedicase a adiestrar delincuentes, o incluso terroristas, en su bonita casa del Oxfordshire —lo dijo con una risita exenta de alegría—. Dudo que le pusiera Endor, el nombre de una bruja, por casualidad. El del Santo Terror es un humor negro.

Bond comprendió que ella acertaba casi sin duda alguna. Cada dos días venía recibiendo de Inglaterra, por mediación de Bill Tanner, un informe condensado de las noticias procedentes de Nun's Cross, donde se había montado un servicio de vigilancia sobremanera discreto, cuyos agentes eran relevados cada cuarenta y ocho horas.

Le preguntó a Percy qué había ocurrido realmente, según ella, la noche de la desaparición del profesor Holy.

—Bien; es casi seguro que no desapareció solo. Debía de acompañarle el bueno de Zwingli, Joe Vueltas, y ese tipo estaba como una cabra. La ficha que tiene en Langley es de un metro de largo.

—Supongo que se cargarían al pobre del piloto y luego saltarían en paracaídas, ¿no?

Bond lo dijo como hablando para sí. Percy asintió, y encogiéndose de hombros, repuso:

—Y más tarde, cuando le conviniese, se desharía de Zwingli.

Los últimos días de su formación los dedicó Bond a reproducir en todas sus modalidades los programas posibles mediante los métodos que Percy sabía al alcance del profesor Holy. Las dos jornadas finales las reservaron para sí mismos.

—Eres un prodigio —le aseguró Bond a Percy—. No conozco a nadie que hubiera sido capaz de enseñarme tanto en tan poco tiempo.

—La verdad es que tú me has facilitado las cosas —repuso ella mientras posaba de nuevo la cabeza en la almohada—. Anda, James, cariño, un último número, como dice la gente del jazz… Y luego salimos, cenamos opíparamente y me enseñas a jugar en serio en las mesas de las
salles privées
.

Era media tarde, y a las nueve de la noche estaban ya sentados ante la primera mesa de lo que se considera el
sanctasanctórum
de los casinos. Aunque a esas alturas jugaba ya con precaución, a Bond seguía viniéndole de cara la suerte. Cuidó de no arriesgar en ningún momento más de lo que llevaba ganado, y que era cuatro veces lo que tenía al entrar, ni de embarcarse por impulso en las apuestas más remunerativas, pero también comprometedoras.

Durante las tres horas que jugaron aquella noche, vio reducidos sus beneficios, en determinado momento, a cuarenta mil francos. Pero luego la rueda empezó a girar a su favor, y hacia el fin de la velada sus ganancias alcanzaban ya los trescientos mil francos. Dejó pasar dos jugadas, decidido a que la siguiente fuera la última de la noche, y en ese instante notó que a Percy se le cortaba el aliento. Vio que se había quedado lívida, y que tenía clavados los ojos en la entrada. Más que de temor, la suya era una mirada de completo asombro.

—¿Qué ocurre?

—Marchémonos. De prisa —urgió en un susurro—. Es él. Acaba de entrar.

—¿Quién?

Bond reparó en un hombre de elevada estatura, cabello entrecano y espalda muy derecha, cuyos ojos recorrieron la sala como quien examina un campo de batalla. La respuesta de ella, cuando llegó, era superflua:

—Ese viejo diabólico. Y yo, convencida de que Jay Autem le había quitado de en medio… Es Joe Zwingli en persona. Joe Vueltas está aquí, y por la cara que trae, viene por lo menos con dos divisiones de infantería…

Zwingli entró en la sala flanqueado por otros cuatro hombres de aspecto tan impecable como el de oficiales en un desfile, pero, al mismo tiempo, peligrosos como una brigada de asalto a punto de abatirse sobre un campamento de
boy scouts
.

7. Hacia el objetivo

El general Zwingli, que no era ningún pollito cuando desapareció, debía de tener ya sus buenos setenta y cinco años. Ello no obstante, y visto desde donde se encontraba Bond, parecía un sesentón bien conservado. Sus cuatro acompañantes, más jóvenes y también más corpulentos, no eran la clase de hombres que suele uno encontrar en las fiestas parroquiales.

Por un instante, y aunque tranquilo, Bond, convencido de que Zwingli y sus hombres le buscaban a él, o probablemente a Percy, se quedó esperando lo peor. Su aparición tenía que ver forzosamente con ellos: no hacía falta una bola de cristal para darse cuenta de eso. Si Zwingli le había servido de instrumento al profesor Holy cuando su fingida desaparición y el accidente aéreo, estaba claro que ambos se encontraban ya unidos de por vida mediante lazos más fuertes que los de un matrimonio. Dos conspiradores no pueden divorciarse sin infligir el uno graves daños al otro.

El agente especial compuso una sonrisa afable.

—No les mires con tanta fijeza, Percy —recomendó, sin apenas mover los labios, observando a Zwingli y a su séquito por el rabillo del ojo—. Es descortés, y además puede hacer que el bueno del general se fije en nosotros… si es a nosotros a quienes anda buscando.

Pero para alivio suyo, vio que una ancha sonrisa dilataba el duro semblante del general: no miraba en dirección a Bond y a Percy, sino que avanzaba al encuentro de un hombre moreno y musculoso, quizá de unos treinta y cinco años de edad, sentado junto a la barra. Se estrecharon efusivamente la mano, y a eso siguió una serie de presentaciones en ronda.

—Creo —susurró Bond— que la prudencia aconseja levantar el campo ahora mismo. Actúa como si nada ocurriese, con naturalidad.

Y por su parte procedió a gratificar al
croupier
y a recoger, al levantarse, las fichas que tenía en la mesa. Se encaminaron a la caja, donde Bond las cambió por efectivo, en lugar del cheque que podía haber solicitado. Una vez en la calle, tomó a Percy del brazo y marchó hacia el hotel.

—Podría tratarse de una coincidencia, pero aunque no creo ni por un instante que te haya reconocido, prefiero no correr riesgos. ¿Tú le habías tratado mucho, Percy?

—Sólo en un par de cenas, en Washington, en actos oficiales. Nos conocíamos, pero siempre me dio la impresión de que no le interesaba lo más mínimo. No yo, sino todas las mujeres. Pero tengo la seguridad de no equivocarme, James: era él.

Durante sus sesiones de trabajo con M, Bond había examinado una serie de fotografías del general Zwingli, entre ellas dos series aparecidas en la revista Time, que le había presentado en portada.

—Para llevar muerto tantos años, se encuentra en una forma imponente —comentó Bond. Y añadió—: Sólo podría haberte reconocido de estar sobre aviso. Si supiera, quiero decir, que habías cambiado tu… llamémosle aspecto exterior.

Percy rió por lo bajo.

—Mi aspecto era ya entonces el que ahora ves, James. Me «disfracé» de señora de Jay Autem. Gané peso, me puse gafas de gruesas lentes sin graduar y añadí a eso todos los atributos de la científica desaliñada que sólo piensa en sus ordenadores.

—¿Y la nariz?

—Una vez desaparecido Jay Autem, me la hice arreglar. Nadie es perfecto. Pero tienes razón: a menos que me señalaran diciéndole quien era yo, Joe Vueltas sería incapaz de reconocerme.

—Siempre queda la posibilidad de que le hayan dicho quién soy yo —apuntó Bond mientras apartaba con la mano el mechón en forma de coma que le caía sobre el ojo derecho. Habían llegado a la entrada del hotel—. ¿Reconociste al hombre a quien saludó? Aquel tipo cetrino, que parecía estar esperándole.

—La cara me resulta familiar. Le he visto en alguna otra parte. Quizás en una foto de los archivos. ¿Te dice algo a ti?

—Lo mismo. Me da la impresión de conocerle. En cualquier caso, tendremos que abandonar Montecarlo. Lo mejor sería que viajásemos juntos en el Bentley. Podríamos estar en París mañana, a la hora del almuerzo.

—Terminémoslo de hablar arriba —propuso ella. Y ya en la habitación, se mostró inexorable—. Las instrucciones que recibí me obligan a marcharme sola. Dispongo de un coche, y debemos viajar separadamente. Se me ordenó que por ningún motivo fuésemos juntos, y no pienso desobedecer ese mandato.

—¿En resumen?

—En resumen, que te doy la razón, James: ha sido una simple coincidencia. Pero también es una información útil saber que Zwingli vive. Y creo que deberíamos marcharnos. Cuanto antes, mejor.

Pasó un rato aleteando alrededor de Bond, como una gallina clueca en torno a su pollito, dedicada a examinarle sobre lo que le había enseñado.

Trasladó a su habitación las cajas del Terror Doce junto con los lectores de discos y los programas grabados que habrían de permitirle copiar o reproducir los de Holy, suponiendo que lograse acceso a alguno de ellos. Luego se separaron, para preparar cada uno su equipaje personal, habiendo convenido reunirse más tarde, con vistas a una breve despedida, antes de que Percy se pusiera en camino. Ella saldría media hora antes que Bond. Ambos seguirían aproximadamente la misma ruta, puesto que Percy había de regresar a la agencia parisiense de la CIA, mientras él acometía el largo recorrido hasta Calais para tomar el transbordador de Dover.

Conforme a lo acordado, se encontraron en el garaje. Percy tenía ya cargado el equipaje en el maletero de su pequeño y deportivo Dodge 600 ES azul.

—¿Crees que volveremos a vernos?

Bond se sentía, cosa extraña en él, sin recursos. Ella le apoyó las manos en los hombros y miró de lleno sus impresionantes ojos azules.

—Es necesario, ¿no, James?

Bond asintió, sabiendo que había reciprocidad en sus pensamientos íntimos.

—¿Sabrás localizarme? —preguntó.

Esta vez fue ella quien cabeceó brevemente.

—También puedes llamarme tú… cuando esto haya terminado, suponiendo que termine —recitó un número telefónico de Washington—. Si no estoy allí, me pasarán el recado. ¿De acuerdo?

Y, abrazándole, le besó larga, amorosamente en la boca. Luego, cuando ponía ya en marcha el Dodge, se asomó a la ventanilla y dijo:

—Cuídate, James. Te echaré de menos.

Aceleró entonces de forma suave, medida, y partió flanqueando la hilera de coches estacionados, hacia la rampa de salida, hacia las calles de Mónaco, hacia las carreteras de Francia, sumergidas en la noche.

Media hora más tarde Bond salía del mismo garaje en el Mulsanne Turbo. En cuestión de minutos había dejado atrás el Principado y recorrido la Moyenne Corniche camino de la autopista A8, que le llevaría directamente a París.

Durante la primera etapa del viaje —alrededor de las cuatro de la madrugada—, recordó súbitamente la identidad del hombre con quien se había reunido Zwingli. Se llamaba Tamil Rahani y estaba, en efecto, fichado. Él había tenido su expediente encima del escritorio en varias ocasiones, y existían órdenes de vigilancia concernientes a su persona. Mitad norteamericano y mitad libanés, Rahani viajaba con un mínimo de dos pasaportes y tenía su domicilio habitual en Nueva York, donde era presidente y accionista mayoritario de la Rahani Electronics.

Repetidamente había intentado conseguir contratos de los Ministerios de Defensa de los Estados Unidos y de Inglaterra, por lo general referentes a electrónica aplicada a navegación aérea, y asimismo material informático.

Su primera oferta de colaboración con el Servicio, auspiciada por los norteamericanos y que databa de cinco años atrás, había sido desestimada a causa de los numerosos contactos que Rahani mantenía con ciertas agencias y gobiernos hostiles. Era un hombre rico, refinado, agudo, inteligente y… escurridizo como una anguila. Recordaba Bond que su expediente contenía dos notas destacadas: «
Sospechoso de actividades clandestinas
» y «
Posibles operaciones subversivas
».

Identificado su personaje, Bond llevó al Mulsanne al límite de sus posibilidades. Le urgía llegar a Inglaterra, informar a M y tratar de acercarse a Jay Autem Holy. La tarea se presentaba atractiva como nunca: conocía ya en cierta medida el trabajo del profesor, y le constaba que Zwingli vivía y que, salvo error, mantenía estrecha colaboración con un personaje internacional de lo más sospechoso.

Ya en la autopista A26, camino de Calais, Bond descubrió que estaba cantando en voz alta. ¿Sería que, después de los meses de impuesta inactividad y de falta de emociones, y tal vez de resultas de las trapisondas de M para convertirle en cebo, volvía a sentir en las entrañas el fuego de la acción?

«
De vuelta a casa
», cantaba, recordando verdaderos regresos al hogar, en días ya lejanos, junto con otros oficiales, compañeros suyos:

De vuelta a casa,

a la luz de la plateada luna,

con unas perras en el bolsillo,

para prestar, para gastar,

para enviar al hogar…

Se interrumpió en el último verso, el que hacía alusión al hogar, porque con él evocaba a Tracy, su difunta esposa, cuyo recuerdo seguía obsesionándole, por mucho que en ese momento echara de menos a Percy Proud, su mente clara y despierta y su hermoso cuerpo. «Flaquezas», se reprendió a sí mismo. Le habían adiestrado para subsistir solo, sin depender de nadie, contando únicamente con su persona. Y aun así, añoraba a Percy. En determinados momentos —eso era un hecho—, le parecía oler todavía su perfume, sentir el tacto de su piel. «Serénate», dijo para sí.

Entre las facturas y circulares que le esperaban en su apartamento, encontró Bond una carta que, remitida por una sociedad de asesores financieros, atrajo su atención. Disimulados en su texto aparentemente inocuo, contenía una serie de números de teléfono —uno para cada día de la semana— donde localizar a M con miras a un encuentro en el piso franco de St. Martin's Lane.

La fecha establecida para la entrevista coincidió con una noche auténticamente espléndida. El verano estaba a la vuelta de la esquina, y eso se podía percibir incluso en el corazón de la capital.

—Y bien, cero cero siete, ¿le ha enseñado su maestra los trucos de la profesión?

—En buena parte, señor. Pero, en realidad, quería hablarle de un nuevo giro que ha tomado la situación.

Y pasó a informar a M, economizando tiempo y palabras, de lo referente a sus últimas horas en Montecarlo, incluido el encuentro de Zwingli con Tamil Rahani. Apenas pronunciar él ese último nombre, M pidió a su jefe de personal datos sobre el caso.

—Pesa sobre ese tipo una orden de localización y vigilancia —le advirtió.

Bill Tanner compareció diez minutos más tarde.

—El último informe habla de una visita a Milán, donde fue visto por nuestro agente local, que le siguió de cerca —el jefe de personal se encogió de hombros con cierto aire de desaliento—. Al parecer, Rahani se encontraba allí en una de sus habituales giras de negocios. Por desgracia, nadie le vio abandonar la ciudad, aunque ayer tenía reservada una plaza en el vuelo de Nueva York. No tomó ese avión.

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