Read Misterio en la casa deshabitada Online
Authors: Enid Blyton
Conteniendo la respiración, los chicos observaron cómo su amigo tiraba del periódico. Gracias a que mediaba un buen espacio entre la puerta y el suelo de madera, la llave pasó fácilmente por debajo de la puerta, apareciendo a la vista de todos.
Fatty apoderóse de ella e, introduciéndola en la cerradura, abrió la puerta.
—¡Ya está! —exclamó—. ¿Verdad que es sencillo? ¡Ya os dije que era la cosa más fácil del mundo salir de una habitación cerrada con llave en menos que canta un gallo!
—¡Es maravilloso, Fatty! —celebró Daisy—. ¡Nunca se me habría ocurrido semejante cosa! ¿Inventaste el truco tú mismo?
Aunque a Fatty le encantaba que los demás le tomasen por un portento, su honradez le indujo a confesar que, en realidad, lo cosa no era invención «suya».
—Pues verás, lo leí en uno de mis libros de espionaje —declaró—, y lo puse en práctica cuando, en el curso del último trimestre, me encerraron una tarde, castigado, en una habitación. Os aseguro que el profesor quedó viendo visiones cuando me vio pasar ante él, después de haberme encerrado bajo llave.
—Es maravilloso —suspiró Bets—. Y, además, facilísimo. Sólo tiene un inconveniente, Fatty. Y es que, si le encerrasen a uno en una habitación con el suelo alfombrado, no daría resultado, porque no habría el suficiente espacio debajo de la puerta para pasar la llave.
—Tienes razón, Bets —reconoció Fatty—. Es una buena observación. Ese es el motivo por el cual quise que me encerraseis en una habitación del desván, en lugar de abajo, en el cuarto de jugar.
Los otros estaban tan entusiasmados con aquel nuevo truco, que todos quisieron ponerlo en práctica personalmente.
—De acuerdo —accedió Fatty—. Así practicaréis. Nunca sabe uno lo que puede suceder. Vamos, empezad.
Y, ante el asombro de la señora Hilton, los cinco chicos y «Buster» pasaron toda la tarde aparentemente sin hacer nada más que entrar y salir del frío desván, con gran acompañamiento de risas y exclamaciones.
—Muy requetebién, Pesquisidores —ensalzó Fatty, cuando hasta la pequeña Bets pudo salir de la habitación cerrada con llave sin la menor dificultad—. Pero que muy bien. En vista de esto, mañana iré a Londres a comprar unos disfraces. Preparaos a divertiros pasado mañana!
Al día siguiente, era el cumpleaños de Fatty. Con frecuencia, el muchacho lamentábase de que su fiesta cayese tan cerca de la Navidad, porque, con aquella excusa, mucha gente aprovechaba la oportunidad para reducir a uno sus obsequios de cumpleaños y Navidad.
—¡Qué mala suerte, Fatty! —compadecióse Daisy—. Pero no temas «nosotros no haremos semejante cosa». Te haremos obsequios por tu cumpleaños y por Navidad.
Así, pues, a poco de desayunar, Pip, Bets, Daisy y Larry encamináronse a casa de Fatty para ofrecerle los obsequios que tenían preparados para él.
—Es preferible que vayamos temprano, porque Fatty dijo que pensaba ir a Londres a comprar disfraces —aconsejó Daisy.
—Sí, él solo —añadió Bets—. Ya es muy mayor, ¿no es verdad?
—Apuesto cualquier cosa a que no le dejan ir solo —pronosticó Pip.
Fatty y «Buster» regocijáronse mucho al verles.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo Fatty—, porque deseaba preguntaros si no os importa cuidar de «Buster» mientras voy a Londres. Tomaré el tren de las once cuarenta y tres.
—¿De veras? —exclamó Pip—. ¿Tú sólo?
—Verás, de hecho, mamá irá conmigo —confesó Fatty—. Se le ha metido en la cabeza que, ya que no quiero dar ninguna fiesta, debo ser agasajado de otro modo. Seguramente, iremos a ver algún espectáculo. Pero de todos modos procuraré escabullirme para comprar las cosas que necesito.
—Siento que no pases tu cumpleaños con nosotros, Fatty —lamentóse Bets—. Pero deseo que pases un feliz día. ¿Vendrás a vernos mañana para enseñarnos todo lo que hayas comprado?
—Es posible que no pueda ir mañana —replicó Fatty—. A lo mejor, vienen a verme dos o tres amigos que vosotros no conocéis. Pero iré en cuanto pueda.
El muchacho mostróse muy complacido con los regalos, particularmente con el de Bets, consistiendo en una corbata de punto castaño y encarnado, tejido por ella misma. Fatty se la puso inmediatamente. Bets sintióse muy orgulloso de pensar que su amigo iría a Londres, luciendo su corbata hecha por ella.
—¡Freddie! —gritó la madre del muchacho—. ¿Ya estás listo? ¡No perdamos el tren!
—¡Ya voy, mamá! —respondió Fatty con voz recia.
Y, tomando su hucha, vació precipitadamente todo el dinero en sus bolsillos. Los otros quedáronse boquiabiertos al ver tanto. ¡Casi parecía haber fajos de billetes de una libra y diez chelines!
—Mis tíos y mis tías prefirieron regalarme dinero a tomarse la molestia de comprarme obsequios —explicó Fatty con una sonrisa—. No le digáis a mi madre que llevo tanto encima. Le daría un berrinche.
—¿Tú crees? —farfulló Bets, deseosa de ver a la señora Trotteville en aquel plan—. ¡Oh, Fatty! ¡Procura que no te roben ese dinero!
—Ningún detective sería tan estúpido como para dejárselo robar —gruñó Fatty, desdeñosamente—. No te preocupes. La única persona que sacará dinero de mi bolsillo seré yo. Vamos, «Buster»; pórtate bien hoy. Y esta noche vuelve a casa tú solito.
—¡Guau! —aulló «Buster» cortésmente, dando muestras, como siempre, de entender lo que decían.
—¿Ya has llevado aquella carta invisible a casa del señor Goon? —preguntó Bets con una risita.
—No, he decidido enviarla mañana por medio de uno de mis amigos —manifestó Fatty, sonriendo—. No quiero que el señor Goon me vea. ¡Sí, mamá! ¡Ya voy! Si es preciso, iré corriendo a la estación. Adiós, «Buster». Sujétale, Bets. De lo contrario, echará a correr detrás de mí por la carretera hasta la estación.
Bets sujetó a «Buster», que se puso a ladrar desesperadamente, empeñado en desasirse. El animalito no podía soportar que Fatty fuese a ninguna parte sin él. Por fin, Fatty desapareció detrás de su madre, trotando por la calzada como un caballito.
—Confío en que Fatty podrá comprar las cosas que necesita —murmuró Pip—. ¡Sería tan divertido disfrazarse!
Los muchachos regresaron a casa con «Buster», que, al principio, parecía muy tristón, con el rabo entre las patas. Pero apenas Bets obsequióle con un gigantesco hueso, el chucho decidió menear el rabo otra vez. Al fin y al cabo, siempre que Fatty se ausentaba, regresaba. Sólo era cuestión de aguardarle. «Buster» estaba dispuesto a hacerlo, siempre y cuando pudiese matar el tiempo con un magnífico hueso.
—Lástima que Fatty no pueda venir en uno o dos días —refunfuñó Larry—. Supongo que sus amigos no se quedarán mucho tiempo en su casa. No nos dijo quiénes eran.
—Probablemente, amigos del colegio —coligió Pip—. De todos modos, vendrá dentro de dos o tres días, y entonces nos lo pasaremos estupendamente mirando sus disfraces.
Aquella noche, «Buster» volvió a su casa él solito, trotando por la calzada como un perrito bien educado. Llevaba consigo lo que quedaba del hueso. ¡Todo menos dejarlo en la cocina para que se lo terminase el gato de Pip!
Al día siguiente, Larry y Daisy acudieron a jugar con Pip y Bets. El cuarto destinado a los niños era tan alegre y espacioso, que resultaba un excelente punto de reunión. Bets permaneció sentada en la repisa de la ventana, leyendo un libro.
De pronto, oyó el chirrido del portillo del jardín y levantó la vista del libro para ver quién entraba. Tal vez era Fatty. Pero, no. Era un muchacho de aspecto muy raro, con una cara pálida y descolorida, y unos rizos asomando bajo una gorra de confección extranjera. Al andar cojeaba ligeramente.
El chico llevaba una carta en la mano. Bets supuso que era un recado para su madre. ¿Quién sería aquel muchacho?
La niña percibió el rumor de la puerta de entrada y los pasos de la doncella conduciendo al visitante a la salita donde estaba la señora Hilton. Bets se propuso aguardar a que el chico saliera de nuevo a la calzada del jardín.
—¡Ha venido un chico muy raro con una carta en la mano —dijo la chiquilla a los demás—. Seguramente, trae un recado para mamá. Venid acá y lo veréis cuando salga.
Todos se acercaron a la ventana para ver de quién se trataba, pero, de improviso, abrióse la puerta de la estancia y apareció la señora Hilton, seguida del muchacho, que, al parecer, era muy tímido.
El desconocido se detuvo, sin atreverse a avanzar, manoseando la gorra, con la cabeza gacha. Tenía el cabello tan rizado como el de Bets, pero llamaba la atención por lo pálido. Para colmo, tenía los dientes prominentes como un conejo, en extremo visibles sobre el labio inferior.
—Niños —dijo la señora Hilton—, aquí tenéis a un amigo de Federico. Me ha traído una nota de la señora Trotteville y he pensado que os gustaría hacerle los honores. Estoy segura de que le encantaría ver vuestras cosas. Es francés y, según parece, no entiende mucho el inglés. Pero, como Pip ha sido el primero de clase de francés durante este último trimestre, supongo que podrá hablar con él perfectamente.
El chico seguía rezagado. Pip avanzó hacia él con la mano tendida. El extranjero estrechósela tímidamente, diciendo:
—«Comment allez-vous?»
—Eso significa «¿Cómo estás»? —explicó Larry a Bets.
—«Très bien, merci» —respondió Pip, comprendiendo que debía decir algo para justificar lo orgullosa que estaba su madre de sus conocimientos de francés.
Pero una cosa era escribir frases en francés en el colegio con tiempo para pensar las palabras, y otra muy distinta, sostener una conversación corriente. De momento, Pip quedóse tan desconcertado, que no se le ocurría ni una sola cosa que decir.
Bets compadecióse del chico desconocido y, acercándose a tomarle la mano, murmuró:
—No seas vergonzoso. ¿Por qué no ha venido Fatty contigo?
—«Je ne comprends pas» —repuso el muchacho con voz algo chillona y engolada.
—Dice que no comprende —aclaró Pip, volviéndose a Bets—. ¡Déjame probar «ahora»!
Y, aclarándose la garganta, preguntó al muchacho, tras profunda reflexión.
—«Où est Fatty...?» Es decir, Federico.
—«Je ne comprends pas» —repitió el chico, dándole vueltas y más vueltas a su gorra.
—¡Cáscaras! —exclamó Pip, enojado—. ¡Ahora resulta que ni siquiera entiende «su» idioma! ¿Cómo debe de llamarse? Voy a preguntárselo. Menos mal que sé cómo se dice «¿Cómo te llamas?» en francés.
Y, volviéndose de nuevo al muchacho, inquirió:
—«Comment vous appelle-vous?»
—¡Ah! —profirió el chico, dando muestras de haber comprendido esta vez.
Y, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus enormes dientes de conejo, declaró:
—Me llamo Napoleón Bonaparte.
Tras esta extraordinaria declaración, sobrevino un profundo silencio. Los muchachos no sabían qué pensar. ¿Se llamaría de veras Napoleón Bonaparte, como el famoso estratega francés, o bien les estaba tomando el pelo?
El muchacho atravesó la sala, cojeando visiblemente. Deseosa de averiguar qué tenía en la pierna, Bets preguntóle solícitamente.
—¿Te has hecho daño en la pierna?
Entonces, ante la consternación de la chiquilla, el chico desconocido sacóse un sucio pañuelo del bolsillo y echóse a llorar a moco tendido, farfullando una retahíla de palabras francesas ininteligibles. Excuso decir que los demás quedáronse estupefactos, sin saber qué partido tomar.
En aquel preciso momento, la señora Hilton asomó la cabeza por la puerta para ver qué tal se apañaban los niños con su nuevo amigo. Su sorpresa no tuvo límites al verle llorando o lágrima viva.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora—. ¿Qué le habéis hecho a este chico?
—Nada —replicaron los muchachos con indignación.
—Me he limitado a preguntarle por su pierna mala —agregó Bets.
A todo esto, el chico lanzó un tremendo alarido y, renqueando a través de la habitación, apartó a un lado a la aturdida señora Hilton y desapareció por la escalera, sollozando.
—«Ah, ma jambe, ma jambe»!
—¿Qué significa «jambe»? — dijo Bets, desconcertada.
—Pierna —explicó Pip—. Está berreando «¡Oh, mi pierna, mi pierna!» Creo que está loco de remate.
—Debo telefonear a la señora Trotteville para preguntarle por el chico —decidió la señora Hilton—. ¡Pobrecillo! No parece gozar de muy buena salud. Ahora siento haberle hecho subir aquí para presentároslo. Parece muy tímido y de pocas palabras.
La puerta principal cerróse de golpe. Los muchachos agolpáronse en la ventana y contemplaron al extraordinario francés cojeando por la calzada. El chico conservaba aún el pañuelo en la mano y, de vez en cuando, pasábaselo por los ojos.
—¡Vaya! —exclamó Larry, contrariado—. Si es uno de los amigos de Fatty, me alegro de que no nos haya pedido que jugásemos con él.
—Primero daré tiempo al muchacho a regresar a casa de la señora Trotteville —dijo la señora Hilton—, y luego telefonearé para preguntar si ha llegado sin novedad y para disculparme en vuestro nombre por haberle trastornado así.
Los chicos contemplaron a la dama con indignación.
—¿Por haberle «trastornado»? —replicó Pip, enojado—. No hemos hecho nada semejante. Lo que ocurre es que ese chaval está mochales.
—No quiero que apliques a nadie esa palabrita — reconvino la señora Hilton.
—Bien, pues, entonces, chiflado —masculló Pip.
Su madre echóle una mala mirada. Solía conceder mucha importancia a la forma en que Pip y Bets hablaban y se comportaban.
—Siento mucho que no hayáis sido capaces de captaros la voluntad de ese pequeño extranjero —dijo la dama, severamente.
Y, por espacio de unos minutos, obsequióles con frases parecidas. Por fin, fue a telefonear a la señora Trotteville.
Pero, al parecer, el que atendió a su llamada fue Fatty, que, cortésmente, informó a la señora Hilton de que su madre había salido.
—¿Quiere usted algún recado?
—Pues, no, no se trata de eso exactamente —repuso la señora Hilton—. Lo que ocurre es que estoy algo preocupada por un amigo tuyo, Federico, que ha venido aquí hace un rato con una carta. Le llevé al cuarto de jugar con los demás y, al ir allí un poco después, le hallé muy trastornado. Se marchó llorando amargamente. ¿Ha regresado sin novedad?
—Sí, señora, ya está de vuelta —respondió Fatty, jovialmente—. Ha venido diciendo que todos le han acogido muy amablemente y que lo ha pasado muy bien, tanto, que le gustaría muchísimo merendar con ellos esta tarde.