Moby Dick (39 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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»Por tanto, en su tono ordinario, sólo que un poco roto por el agotamiento corporal en que se encontraba momentáneamente, le contestó diciendo que barrer la cubierta no era asunto suyo, y no lo haría. Y luego, sin aludir en absoluto a la pala, señaló como los habituales barrenderos a los tres grumetes, los cuales, no estando destinados a las bombas, tenían muy poco o nada que hacer en todo el día. A eso Radney replicó con un juramento, y en el tono más dominante y ultrajante repitió incondicionalmente su mandato, y avanzó hacia el hombre de los lagos, aún sentado, levantando un mazo de tonelero que había tomado de un barril cercano.

»Acalorado e irritado como estaba por su espasmódico esfuerzo en las bombas, a pesar de todo su innombrable sentimiento de indulgencia, el sudoroso Steelkilt no pudo aguantar esta actitud en el oficial; sin embargo, sofocando sin saber cómo la conflagración en su interior, permaneció sin hablar y tercamente arraigado en su asiento, hasta que por fin el excitado Radney tiró el mazo a pocas pulgadas de su cara, mandándole furiosamente que cumpliera su orden.

»Steelkilt se levantó y se retiró lentamente, dando la vuelta al molinete, seguido por el oficial con su mazo amenazador, y repitiendo deliberadamente su intención de no obedecer. Al ver, sin embargo, que esa paciencia no tenía el menor efecto, amenazó a aquel hombre loco e Infatuado con una temible e inexpresable intimación de la mano cerrada; pero no sirvió para nada. Y de ese modo los dos dieron una vuelta lentamente al molinete, hasta que, decidido por fin a no seguir retirándose, por pensar que ya había soportado todo lo que era compatible con su humor, el hombre de los lagos se detuvo en las escotillas y habló así al oficial:

»—Señor Radrìey no le voy a obedecer. Deje ese mazo, o ande con cuidado.

»Pero el predestinado oficial siguió acercándose a donde estaba inmóvil el hombre de los lagos, y dejó caer el pesado mazo a una pulgada de sus dientes, repitiendo mientras tanto una sarta de maldiciones insufribles. Sin retirarse ni la milésima parte de una pulgada, y clavándole en los ojos el inflexible puñal de su mirada, Steelkilt apretó el puño derecho a su espalda y echándolo atrás insensiblemente, dijo a su Perseguidor que si el mazo le rozaba la mejilla, él, Steelkilt, le mataría. Pero, caballeros, el loco está marcado por los dioses para la matanza. Inmediatamente, el mazo tocó la mejilla; un momento después, la mandíbula inferior del oficial estaba desfondada en su cabeza, y caía en la escotilla chorreando sangre como una ballena.

»Antes que el clamor pudiera llegar a popa, Steelkilt se agarró a una de las burdas que llevaban a lo alto, donde dos de sus compañeros estaban de vigías en sus cofas. Ambos eran canaleros.

»—¡Canaleros! —gritó don Pedro—. Hemos visto en nuestros puertos mochos de vuestros barcos balleneros, pero nunca hemos oído hablar de vuestros canaleros. Perdón, ¿qué son ésos?

»—Canaleros, don Pedro, son los bateleros de nuestro gran canal del Erie. Debéis haber oído hablar de eso.

»—No señor; Por aquí, en este país aburrido, caliente, perezoso y hereditario, conocemos muy poco de vuestro vigoroso norte.

»—¿Ah, sí? Bueno, entonces, don Pedro, volved a llenarme el vaso. La chicha es muy buena, y antes de seguir adelante os diré qué son nuestros canaleros, pues esa información puede proporcionar luz adicional a mi historia.

»A través de trescientas sesenta millas, caballeros, a través de toda la anchura del Estado de Nueva York; a través de numerosas ciudades populosas y muchas aldeas prósperas; a través de largas, tristes y deshabitadas marismas, y fecundos campos cultivados, sin rival en fertilidad; por billares y tabernas; por el sancta sanctorum de los grandes bosques, por arcos romanos sobre ríos indios; a través del sol y la sombra; por corazones felices o desolados; a través de todo el ancho escenario de contrastes de esos nobles condados mohawks; y especialmente a lo largo de filas de capillas níveas cuyas agujas se yerguen casi como piedras miliares, fluye un continuo torrente de vida de corrupción veneciana, a menudo al margen de la ley. Allí están vuestros verdaderos ashantis, caballeros; allí aúllan vuestros paganos; allí los podéis encontrar siempre en la casa de al lado; bajo la sombra, largamente proyectada, de las iglesias, al socaire de su cómodo patrocinio. Pues, por alguna curiosa fatalidad, así como se nota a menudo de los filibusteros de ciudad que siempre acampan en torno a los palacios de justicia, igualmente, caballeros, los pecadores suelen abundar en las cercanías más sagradas.

»—¿Es un fraile aquel que pasa? —dijo don Pedro, mirando abajo, a la plaza atestada, con humorística preocupación.

»—Por fortuna para nuestro nórdico amigo, la Inquisición de doña Isabel se desvanece en Lima —rió don Sebastián—: Adelante, señor.

»—Un momento, ¡perdón! —dijo otro del grupo—. En nombre de todos nosotros los limeños, deseo expresaros, señor marinero, que no hemos pasado por alto de ningún modo vuestra delicadeza al no haber puesto la presente Lima en lugar de la lejana Venecia en vuestra corrupta comparación. ¡Ah! No os inclinéis ni parezcáis sorprendido: ya conocéis el proverbio que hay por toda esta costa: "corrompidos como Lima". No hace sino confirmar lo que decís, también: la iglesias son más abundantes que las mesas de billar, y siempre abiertas... y "corrompido como Lima". Así también Venecia; yo he estado allí; ¡la sagrada ciudad del santo Evangelio, San Marcos!... ¡Santo Domingo, púrgala! ¡Vuestro vaso! Gracias; lo vuelvo a llenar; ahora, volved a escanciarnos.

»—Libremente representado en su propia vocación, caballeros, el hombre del canal haría un hermoso héroe dramático; tan abundante y pintoresca es su perversidad. Como Marco Antonio, durante días y días, a lo largo de su Nilo florido y de verde césped, flota indolentemente jugando a la vista de todos con su Cleopatra de rojas mejillas, y haciendo madurar su muslo de albaricoque en la cubierta soleada. Pero en tierra se borra todo este afeminamiento. El aire de bandido que tan orgullosamente luce el hombre del canal, y su sombrero gancho y de alegres cintas, son señales de sus grandiosas cualidades. Terror de la inocencia sonriente de las aldeas a través de las cuales boga, su rostro moreno y su atrevida fanfarronería son esquivadas en las ciudades. Yo, vagabundo una vez en su canal, he recibido buenas pasadas de uno de esos canaleros; se lo agradezco cordialmente: no querría ser ingrato, pero a menudo una de las principales cualidades redentoras de ese hombre de violencia es que a veces tiene un brazo tan duro para defender a un pobre desconocido en una dificultad como para despojar a otro desconocido rico. En resumen, caballeros, el salvajismo de esa vida del canal se evidencia enfáticamente en esto: que nuestra salvaje pesca ballenera contiene a muchos de sus más completos licenciados, y que no hay apenas otra raza de la humanidad, excepto los de Sydney, de que tanto desconfíen nuestros capitanes balleneros. Y no disminuye en absoluto lo curioso de ese asunto que para tantos millares de muchachos rurales y jóvenes nacidos a lo largo de su línea, la vida probatoria del Gran Canal proporcione la única transición entre cosechar tranquilamente en un campo cristiano de trigo y surcar inexorablemente las aguas de los mares más bárbaros.

»—¡Ya veo, ya veo! —exclamó impetuosamente don Pedro, vertiéndose la chica por sus volantes plateados—: ¡No hay necesidad de viajar! El mundo es una misma Lima. Yo había creído, entonces, que en vuestro templado norte las generaciones serían tan frías y santas como las montañas... Pero, la historia.

»—Me había quedado, caballeros, en que el de los lagos se agarró a la burda. Apenas lo había hecho, cuando fue rodeado por el segundo y tercer oficiales y los cuatro arponeros, que le derribaron en masa sobre la cubierta. Pero, deslizándose por las jarcias abajo como cometas fatídicos, los dos canaleros se precipitaron en el tumulto y trataron de sacar a su hombre a rastras hacia el castillo de proa. Otros marineros se unieron a ellos en el intento, y tuvo lugar un torbellino confuso, mientras que, a una distancia segura, el valiente capitán danzaba de arriba abajo con una lanza ballenera, requiriendo a sus oficiales para que sujetaran a aquel bribón, y lo llevaran a golpes al alcázar. De vez en cuando, corría a acercarse al agitado borde de la confusión y, hurgando en su interior con la lanza, trataba de pinchar al objeto de su resentimiento Pero Steelkilt y sus desesperados eran demasiado para todos ellos, y lograron alcanzar el castillo de proa, donde, haciendo rodar deprisa tres o cuatro grandes barriles en línea con el molinete, esos parisienses del mar se atrincheraron detrás de la barricada.

»—¡Salid de ahí, piratas! —rugió el capitán, amenazándoles ahora con una pistola en cada mano, que le acababa de traer el mayordomo—. ¡Salid de ahí, asesinos!

»Steelkilt salió de un brinco de la barricada, y dando zancadas de un lado para otro, desafió lo peor que podían hacer las pistolas, pero dio a entender claramente al capitán que su muerte, la de Steelkilt, sería la señal para un motín criminal por parte de todos los hombres. Con miedo en su corazón de que esto resultase demasiado cierto, el capitán desistió un poco, pero siguió ordenando apremiantemente a los insurgentes que volvieran a su obligación.

—¿Nos promete no tocarnos, si lo hacemos así? —preguntó su cabecilla.

»—¡Volved, volved! Yo no hago promesas... ¡A la obligación! ¿Queréis hundir el barco, dejando de trabajar en un momento como éste? —y volvió a apuntar con una pistola.

»—¿Hundir el barco? —gritó Steelkilt—. Eso, que se hunda. Ninguno de nosotros volverá al trabajo, a no ser que nos jure que no levantará contra nosotros ni un hilo de jarcia. ¿Qué decís, hombres? —volviéndose a sus compañeros. Una feroz aclamación fue la respuesta.

»El de los lagos entonces se puso de guardia en la barricada, sin dejar de mirar al capitán, y lanzando, a sacudidas, frases como éstas:

»—No es culpa nuestra; no queríamos; ya le dije que apartase el mazo; ha sido una chiquillada; ya me podía haber conocido antes; ya le dije que no pinchara al bisonte; creo que me he roto un dedo contra su maldita quijada: ¿no están aquellos chinchantes en el castillo de proa, muchachos? Capitán, por Dios, tenga cuidado; diga la palabra; no sea loco; olvídelo todo; estamos dispuestos a volver al trabajo; trátenos decentemente y somos sus hombres, pero no dejaremos que nos azoten.

»—¡Volved a trabajar! ¡No hago ninguna promesa, volved, os digo!

»—Mire, entonces —gritó el de los lagos, extendiendo el brazo hacia él—: hay aquí tinos pocos de nosotros (y yo soy uno de ellos) que nos hemos embarcado para el viaje, ya ve; ahora, como sabe muy bien, podemos pedir la licencia en cuanto echemos el ancla; así que no queremos riñas; no nos interesa: queremos estar en paz; estamos dispuestos a trabajar, pero no a que nos den latigazos.

»—¡Volved! —rugió el capitán.

»Steelkilt miró a su alrededor un momento, y luego dijo:

»—Le diré la verdad, capitán, antes que matarle, y que nos ahorquen por tan asqueroso granuja, no levantaremos una mano contra usted a no ser que nos ataque, pero mientras no dé su palabra de que no va a darnos latigazos, no trabajaremos.

»Abajo, al castillo de proa, entonces, abajo con vosotros; os tendré allí hasta que os hartéis. Abajo.

»—¿Vamos? —gritó el cabecilla a sus hombres. Muchos de ellos estaban en contra, pero al fin, por obediencia a Steelkilt, le precedieron bajando a su oscura cueva, y desaparecieron gruñendo, como osos en una cueva.

»Cuando la cabeza descubierta del hombre de los lagos bajó al nivel de las tablas, el capitán y su gente saltaron la barricada, y echando rápidamente la corredera de la escotilla, plantaron todas las manos encima y gritaron ruidosamente al mayordomo que trajera el pesado candado de bronce que pertenecía al tambucho. Luego, abriendo la corredera un poco, el capitán susurró algo por la abertura, la cerró y les echó la llave a todos ellos —diez en número— dejando en la cubierta unos veinte o más, que hasta entonces habían permanecido neutrales.

»Aquella noche entera estuvieron todos los oficiales en guardia atenta, a proa y a popa, sobre todo alrededor de la escotilla y el portillo del castillo de proa, por donde se temía que pudieran salir los insurgentes, después de abrirse paso por el mamparo de abajo. Pero las horas de tinieblas pasaron en paz; los hombres que seguían en el trabajo se esforzaban duramente en las bombas, cuyos golpes y retiñidos intermitentes, a través de la sombría noche, resonaban lúgubremente por el barco.

»Al salir el sol, el capitán fue a proa y, golpeando en la cubierta, requirió a los prisioneros a trabajar, pero ellos con un aullido, rehusaron. Entonces les bajaron agua y echaron detrás un par de puñados de galleta; después, volviendo a hacer girar la llave, y embolsándosela, el capitán regresó al alcázar. Dos veces diarias, durante tres días, se repitió esto, pero en la cuarta mañana se oyó una confusa agitación, y luego una pelea, cuando se pronunció la acostumbrada exhortación; y de repente cuatro hombres irrumpieron del castillo de proa, diciendo que estaban dispuestos a trabajar. La fétida angostura del aire, y la alimentación de hambre, unidas quizá a ciertos temores de castigo definitivo, les había obligado a rendirse a discreción. Envalentonado con esto, el capitán repitió su demanda a los demás, pero Steelkilt le grito una aterradora indicación de que se dejara de chácharas y se retirara a su sitio. La quinta mañana, tres más de los amotinados se precipitaron al aire escapando a los desesperados brazos que trataban de sujetarles. Sólo quedaban tres.

»—Sería mejor volver al trabajo, ¿eh? —dijo el capitán con burla inexorable.

»—¡Vuelva a encerrarnos!, ¿quiere? —gritó Steelkilt.

»—¡Ah, claro! —dijo el capitán, y chasqueó la llave.

»En este punto fue, caballeros, cuando, encolerizado por la deserción de siete de sus anteriores compañeros, picado por la voz burlona que acababa de saludarle, y enloquecido por su larga sepultura en un sitio tan negro como las tripas de la desesperación, Steelkilt propuso a los dos canaleros, hasta entonces al parecer de acuerdo con él, echarse fuera del agujero a la próxima exhortación de la guarnición, y, armados de agudos trinchantes (largos y pesados instrumentos en forma de luna creciente, con un mango en cada extremo), correr tumultuosamente desde el bauprés al coronamiento de popa, y, si era posible en la desesperación infernal, apoderarse del barco. Por su parte, él lo haría así, le siguieran ellos o no. Ésa era la última noche que iba a pasar en aquella cueva. El proyecto no encontró ninguna oposición por parte de los otros dos; juraron que estaban dispuestos a ello, o a cualquier otra locura; en resumen, a todo menos a rendirse. Y, lo que era más, cada uno de ellos se empeñó en ser el primero en cubierta, cuando llegara el momento de dar el asalto. Pero a eso objetó fieramente su jefe, reservándose tal prioridad; sobre todo, dado que sus dos compañeros no cedían uno a otro en este asunto, y los dos no podían ser los primeros, porque la escalerilla sólo admitía un hombre a cada vez. Y aquí, caballeros, tiene que salir el juego sucio de aquellos descreídos.

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