Authors: Herman Melville
El cabo de Buena Esperanza, y toda la región acuática a su alrededor, se parece mucho a ciertas famosas encrucijadas de un gran camino real, donde se encuentran más viajeros que en cualquier otra parte.
No mucho después de hablar con el Goney, encontramos otro barco ballenero en viaje de vuelta, el Town-Ho. Iba tripulado casi totalmente por polinesios. En el breve gam que tuvo lugar, nos dio sólidas noticias sobre Moby Dick. Para algunos, el interés genérico por la ballena blanca quedó ahora desmedidamente aumentado por una circunstancia del relato del Town-Ho, que parecía oscuramente vincular a la ballena cierto prodigio sobrenatural, a la inversa, en uno de esos llamados juicios de Dios, que se dice que a veces caen sobre ciertos hombres. Esta circunstancia, con sus propios acompañamientos peculiares, formando lo que podría llamarse la parte secreta de la tragedia que se va a narrar, jamás alcanzó los oídos del capitán Ahab ni de sus oficiales. Pues esa parte secreta de la historia era desconocida por el propio capitán del Town-Ho. Era propiedad reservada de tres marineros blancos de aquella nave, unidos entre sí, uno de los cuales, al parecer, se lo comunicó a Tashtego con requerimientos de secreto a lo católico romano, pero, a la noche siguiente, Tashtego charló en sueños, y de ese modo reveló tanto, que al despertar no pudo reservar el resto. No obstante, tan poderosa influencia tuvo esta cosa en aquellos marineros del Pequod que llegaron a su pleno conocimiento, y tan extraña delicadeza, por llamarla así, les gobernó en este asunto, que guardaron el secreto entre ellos de tal modo que nunca llegó a difundirse a popa del palo mayor del Pequod. Entretejiendo en su debido lugar ese hilo más oscuro con el relato según se contaba públicamente en el barco, paso ahora a poner en noticia perenne la totalidad de este extraño asunto.
Siguiendo mi humor, conservaré el estilo en que lo conté una vez en Lima, a un ocioso círculo de mis amigos españoles, la víspera de cierto santo, fumando en el patio de baldosas espesamente doradas de la Posada de Oro. De aquellos admirables caballeros, los jóvenes don Pedro y don Sebastián tenían más intimidad conmigo; de aquí las preguntas intercaladas que de vez en cuando me hicieron, y que fueron debidamente respondidas en su momento.
«—Caballeros, unos años antes de que yo conociera los acontecimientos que voy a referiros, el Town-Ho, barco de Nantucket a la pesca de cachalotes, navegaba por aquí, por vuestra parte del Pacífico, a no muchos días de vela al oeste de los aleros de esta Posada de Oro. Estaba un poco al norte del ecuador. Una mañana, al dar a las bombas, según la costumbre diaria, se observó que hacía más agua de la acostumbrada en la bodega. Supusieron, caballeros, que un pez espada habría perforado el barco. Pero como el capitán tenía alguna razón insólita para creer que le aguardaba una buena suerte extraordinaria en aquellas latitudes, y, por tanto, era muy contrario a abandonarlas, y como la vía de agua no se consideró en absoluto peligrosa —aunque, desde luego, no pudieron encontrarla después de buscar por toda la bodega hasta la mayor profundidad posible con una mar bastante gruesa—, el barco siguió su crucero, con los marineros trabajando en las bombas a intervalos espaciados y cómodos, pero sin que llegara ninguna buena suerte: pasaron más días, y no sólo seguía sin descubrirse la vía de agua, sino que aumentaba sensiblemente. Tanto fue así, que, alarmándose algo ahora, el capitán se desvió a toda vela al puerto más cercano entre las islas para tumbar el casco y repararlo.
»Aunque no tenía por delante una breve travesía, sin embargo, con tal que le favoreciera la suerte más corriente, no tenía miedo en absoluto de que su barco se hundiera por el camino, porque sus bombas eran de las mejores, y, relevándose periódicamente en ellas, aquellos treinta y seis hombres suyos podían mantener fácilmente libre el barco, sin importar que la vía de agua se hiciera el doble. En realidad, casi toda la travesía fue acompañada por brisas muy favorables, y el Town-Ho hubiera llegado a su puerto con toda seguridad sin sufrir la menor desgracia, de no ser por los brutales abusos de Radney, el primer oficial, uno del Vineyard, y por la venganza ásperamente provocada, de Steelkilt, un hombre de los lagos, un desesperado de Buffalo.
»—¡De los lagos! ¡De Buffalo! Por favor, ¿qué es un hombre de los lagos, y dónde está Buffalo? —dijo don Sebastián, incorporándose en su balanceante hamaca de hierba.
»—En la orilla oriental de nuestro lago Erie, don Sebastián, pero... hacedme la merced..., quizá pronto sabréis más de todo eso. Bien, caballeros, en bergantines con velas de respeto y en barcos de tres palos, casi tan largos y fuertes como los que jamás puedan haber zarpado de vuestro viejo Callao para la remota Manila, este hombre de los lagos, en el corazón de nuestra América, encerrado entre tierra, se había nutrido de todas esas salvajes impresiones filibusteras relacionadas popularmente con el mar abierto. Pues, en su conjunto interfluyente, esos grandes mares de agua dulce que tenemos —Erie, Ontario, Hurón, Superior y Michigan— poseen una extensión oceánica, con muchos de los más nobles rasgos del océano, y con muchas de sus variedades costeras de razas y climas. Contienen redondos archipiélagos de islas románticas, igual que los mares polinesios; en buena parte, tienen por orillas dos grandes naciones rivales, como el Atlántico; proporcionan largas comunicaciones marítimas desde el este a nuestras numerosas colonias territoriales, dispersas por todo su litoral; acá y allá, se asoman a ellos el ceño de las fortalezas, y los cañones, como cabras en lo escarpado del alto Mackinaw; han oído los truenos lejanos de victorias navales; de vez en cuando, ceden sus playas a bárbaros salvajes cuyas caras pintadas de rojo salen como relámpagos de sus cabañas de pieles; durante leguas y leguas están flanqueados de bosques antiguos y sin hollar, donde los delgados pinos se yerguen como apretadas líneas de reyes en las genealogías góticas —bosques que albergan salvajes animales africanos de rapiña, y sedeñas criaturas cuyas pieles exportadas dan mantos a los emperadores tártaros—; reflejan las pavimentadas capitales de Buffalo y Cleveland, así como las aldeas de Winnebago; hacen flotar igualmente al barco mercante de tres palos, al crucero armado del Estado, al vapor y a la canoa de abedul; son agitados por hiperbóreos huracanes desarboladores, tan terribles como los que azotan las olas saladas; saben lo que son naufragios, pues, sin tener tierra a la vista, aunque dentro de tierra, en ellos se han ahogado muchos barcos a medianoche, con toda su tripulación clamorosa. Así, caballeros, aunque hombre de tierra adentro, Steelkilt era nativo del océano salvaje, y nutrido en el océano salvaje; un marinero tan audaz como cualquiera. Y en cuanto a Radney, aunque en su niñez se hubiera tendido en su solitaria playa de Nantucket para alimentarse de la mar maternal; y aunque en su vida posterior hubiera recorrido durante mucho tiempo nuestro austero Atlántico y vuestro contemplativo Pacífico, sin embargo, era tan vengativo y tan peleón en cualquier compañía como el marinero de los bosques vírgenes, recién llegado de las regiones de los cuchillos de monte con mango de cuerno. Con todo, el de Nantucket era hombre con algunos rasgos de buen corazón; y el de los lagos era un marinero que, aunque ciertamente una especie de diablo, podía ser tratado con firmeza inflexible, templada sólo por la decencia común del reconocimiento humano que es derecho del más bajo esclavo; y así tratado, Steelkilt se había contenido durante mucho tiempo como inofensivo y dócil. En todo caso, hasta ahora se había mostrado así; pero Radney estaba predestinado y enloquecido, y Steelkilt..., pero ya oiréis, caballeros.
»Había pasado un día o dos todo lo más, después de dirigir su proa hacia el puerto de la isla, cuando la vía de agua del Town-Ho pareció volver a aumentar, aunque sólo haciendo necesaria una hora o más cada día en las bombas. Habéis de saber que en un océano colonizado y civilizado como nuestro Atlántico, por ejemplo, a algunos capitanes les importa muy poco bombear a lo largo de toda su travesía, aunque si, en una noche tranquila y soñolienta, al oficial de guardia se le olvidase por casualidad su obligación en este aspecto, lo probable es que ni él ni sus compañeros volverían a acordarse jamás, porque toda la tripulación descendería suavemente al fondo. Y tampoco en los solitarios y salvajes mares que quedan lejos al oeste de Vuestras Mercedes es totalmente desacostumbrado que los barcos no dejen de darle a coro a los mangos de las bombas durante un viaje, incluso, de considerable longitud; es decir, con tal que se encuentren a lo largo de una costa tolerablemente accesible, que se les ofrezca algún otro refugio razonable. Sólo cuando un barco que hace agua queda muy apartado en esas aguas, en alguna latitud realmente sin tierra, entonces su capitán empieza a sentirse un tanto preocupado.
»Mucho de esto le había ocurrido al Town-Ho, de modo que cuando se encontró una vez que aumentaba la vía de agua, en verdad hubo varios de la tripulación que manifestaron cierta preocupación, sobre todo Radney, el primer oficial. Mandó izar bien las velas altas, cazándolas a besar de nuevo, y extendiéndolas por todas partes a la brisa. Ahora, este Radney supongo que tenía poco de cobarde y se inclinaba tan escasamente a cualquier suerte de aprensión nerviosa, en cuanto a su propia persona, como cualquier criatura despreocupada y sin miedo, del mar o de la tierra, como podáis imaginar a vuestro gusto, caballeros. Por tanto, cuando manifestó esa solicitud por la seguridad del barco, algunos de los marineros afirmaron que era sólo a causa de que era copropietario de él. Así, cuando ese anochecer estaban trabajando en las bombas, hubo no pocas bromas sobre este apartado, maliciosamente intercambiadas entre ellos, mientras sus pies quedaban continuamente inundados por la ondulante agua clara; clara como de cualquier manantial de la montaña, caballeros; que salía burbujeante de la bombas, corría por cubierta, y se vertía en chorros continuos por los imbornales de sotavento.
»Ahora, como sabéis muy bien, no es raro el caso, en este nuestro mundo de convenciones —en el agua o donde sea—, en que, cuando una persona puesta al mando de sus semejantes encuentra que uno de ellos es notablemente superior a él en su orgullo general de virilidad, inmediatamente conciba contra ese hombre un invencible odio y antipatía, y, si tiene ocasión, derribe y pulverice esa torre de su subalterno, reduciéndola a un montoncito de polvo. Sea lo que sea esta idea mía, caballeros, en todo caso Steelkilt era un elevado y noble animal, con una cabeza como un romano y una fluyente barba dorada como las gualdrapas emborladas del resoplante corcel de vuestro último virrey; y un cerebro, y un corazón, y un alma dentro de él, caballeros, que hubieran hecho de Steelkilt un Carlomagno si hubiera nacido hijo del padre de Carlomagno. Pero Radney, el primer oficial, era feo como un mulo, y lo mismo de terco, duro y malicioso. No quería a Steelkilt, y Steelkilt lo sabía.
»Al observar que el primer oficial se acercaba mientras él trabajaba en la bomba con los demás, el de los lagos fingió no darse cuenta, sino que, sin dejarse impresionar, siguió con sus alegres bromas.
»—Eso, eso, muchachos; esta vía de agua es un encanto; tomad un vasito, uno de vosotros, y vamos a probarla. ¡Por Dios que es digna de embotellarse! Os digo de veras, hombres, que con esto se pierde la inversión del viejo Rad. Más le valdría cortar su parte de casco y remolcarla a casa. La verdad es, muchachos, que el pez espada no hizo más que empezar el trabajo; luego ha vuelto con una cuadrilla de peces carpinteros, peces sierra, peces lima, y todo lo demás; y toda su pandilla está ahora trabajando de firme en el fondo, cortando y tajando; para hacer mejoras, supongo. Si el viejo Rad estuviera ahora aquí, le diría que saltara por la borda y los dispersara. Están jugando al demonio con sus bienes, le puedo decir. Pero es un simple y un buenazo, ese Rad, y también una belleza. Muchachos, dicen que el resto de sus bienes está invertido en espejos. No sé si a un pobre diablo como yo le querría dar el modelo de su nariz.
»—¡Malditas sean vuestras almas! ¿Por qué se para la bomba? —rugió Radney, fingiendo no haber oído la conversación de los marineros—. ¡Seguid con ella como truenos!
»—Eso, eso —dijo Steelkilt, alegre como un grillo—. ¡Vivo, muchachos, vivo, ya!
»Y entonces la bomba sonó como cincuenta máquinas para incendios; los hombres tiraron los sombreros, y no tardó en oírse ese peculiar jadeo de los pulmones que indica la plena tensión de las energías extremas de la vida.
»Abandonando por fin la bomba, con el resto de su grupo, el de los lagos se fue a proa todo jadeante, y se sentó en el molinete, con su feroz cara enrojecida, los ojos inyectados de sangre, y secándose el abundante sudor de la frente. Ahora, caballeros, no sé qué diablo seductor fue el que poseyó a Radney para que se enredara con un hombre en semejante estado corporal de exasperación; pero así ocurrió. Dando zancadas insolentes por la cubierta, el oficial le ordenó que se buscase una escoba y barriese las tablas, y asimismo una pala, para quitar ciertos molestos materiales resultantes de haber dejado escapar un cerdo.
»Ahora bien, caballeros, barrer la cubierta de un barco en el mar es una cuestión de trabajo doméstico que se cumple con regularidad todas las tardes, en cualquier tiempo, salvo con galerna furiosa, y se sabe que se ha cumplido en el caso de barcos que en ese momento estaban de hecho hundiéndose. Tal es, caballeros, la inflexibidad de las costumbres marítimas y el instintivo amor a la limpieza que hay en los marineros, algunos de los cuales no se ahogarían de buena gana sin lavarse antes la cara. Pero, en todos los barcos, ese asunto de la escoba es la jurisdicción prescrita a los grumetes, si hay grumetes a bordo. Además, los hombres más fuertes del Town-Ho se habían dividido en cuadrillas, turnándose en las bombas; y, siendo el marinero más atlético de todos, Steelkilt había sido debidamente nombrado capitán de una de las cuadrillas, por lo que, en consecuencia, debía haber quedado liberado de cualquier asunto trivial sin relación con los verdaderos deberes náuticos, si así ocurría con sus compañeros. Menciono todos esos detalles para que podáis comprender exactamente cómo estaba la cuestión entre los dos hombres.
»Pero había más que esto: la orden respecto a la pala estaba casi tan claramente pensada para insultar a Steelkilt como si Radney le hubiera escupido a la cara. Cualquiera que haya ido de marinero en un barco ballenero lo entenderá; y todo eso, y sin duda mucho más, entendió del todo el hombre de los lagos cuando el oficial pronunció su orden. Pero se quedó un momento quieto y sentado, y al mirar con firmeza los malignos ojos del oficial y percibir las pilas de barriles de pólvora amontonados en él y la mecha lenta que ardía hacia ellos, al verlo todo esto instintivamente, caballeros, se apoderó de Steelkilt, como sentimiento fantasmal y sin nombre, esa extraña indulgencia y desgana por remover el más profundo apasionamiento en ningún ser ya iracundo, esa repugnancia que sienten sobre todo, cuando la sienten, los hombres realmente valientes, aunque sean agraviados.