Moby Dick (37 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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«¡Terrible viejo! —pensó Starbuck con un estremecimiento—; dormido en esta galerna, todavía sigues mirando firmemente tu propósito.»

LII
 
El Albatros

Al sudeste del cabo, a lo largo de las lejanas Crozett, en una buena zona de pesca de ballenas, apareció por la proa una vela; un barco llamado el Goney («Albatros»). Al acercarse despacio, desde mi alto observatorio en la cofa del palo trinquete, obtuve una buena vista de aquel espectáculo tan notable para un novato en las lejanas pesquerías oceánicas: un barco ballenero en el mar, ausente del puerto desde hacía mucho.

Como si las olas hubieran sido de lejía, la embarcación estaba blanqueada como el esqueleto de una morsa encallada. Bajando por los costados, esta aparición espectral estaba marcada con largos canales de óxido enrojecido, mientras que todas las vergas y jarcias eran igual que espesas ramas de árboles revestidas de escarcha como de pieles. Sólo llevaba puestas las velas mayores. Era un espectáculo extraño ver sus barbudos vigías en esas tres cofas. Parecían vestidos de pieles de animales; tan desgarradas y remendadas estaban las ropas que sobrevivían a casi cuatro años de crucero. De pie, en aros de hierro clavados al mástil, se ladeaban y balanceaban sobre un mar insondable; y aunque, cuando el barco se deslizó lentamente cerca de nuestra popa, los seis que estábamos en el aire nos acercamos tanto que casi podríamos haber saltado de los masteleros de un barco a los del otro; sin embargo, esos balleneros de aspecto desolado, mirándonos mansamente al pasar, no dijeron una palabra a nuestros vigías, mientras se oía desde abajo la llamada del alcázar:

—¡Ah del barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?

Pero cuando el extraño capitán, inclinándose sobre las pálidas amuradas, se disponía a llevarse el altavoz a la boca, no se sabe cómo, se le cayó de la mano al mar, y, con el viento levantándose ahora en banda, fue en vano que se esforzara por hacerse oír sin él. Entretanto, su barco aumentaba aún la distancia. Mientras que, de diversos modos silenciosos, los marineros del Pequod evidenciaban que habían observado este fatídico incidente apenas mencionado por primera vez el nombre de la ballena blanca a otro barco, Ahab se detuvo por un momento; casi pareció que habría arriado una lancha para ir a bordo del desconocido, si no lo hubiera impedido el viento amena7ador. Pero, aprovechando su posición a barlovento, agarró a su vez su altavoz y, conociendo por el aspecto del barco recién llegado que era de Nantucket y que iba derecho rumbo a la patria, gritó ruidosamente:

—¡Eh, ahí! ¡Éste es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo!¡Decidles que dirijan todas las cartas sucesivas al océano Pacífico! Y si dentro de tres años no estoy en casa, decidles que las dirijan a...En ese momento las dos estelas se cruzaron del todo, y al instante, siguiendo sus singulares costumbres, bandadas de pececillos inofensivos, que desde hacía varios días nadaban plácidamente a nuestro lado, se alejaron disparados con aletas que parecían estremecerse, y se dispusieron, de proa a popa, a los lados del barco desconocido. Aunque en el transcurso de sus continuos viajes Ahab debía haber observado a menudo un espectáculo semejante, sin embargo, para cualquier hombre monomaniático, las más pequeñas trivialidades llevan significados caprichosos.

—Os alejáis de mí nadando, ¿eh? —murmuró Ahab, observando el agua. No parecían decir mucho esas palabras, pero su tono mostraba una tristeza más profunda y sin remedio que cuanta había mostrado jamás el demente anciano. Pero volviéndose al timonel, que hasta entonces había mantenido la nave contra el viento para disminuir su arrancada, gritó con su voz de viejo león:

—¡Caña a barlovento! ¡A dar la vuelta al mundo!

¡La vuelta al mundo! Hay mucho en ese sonido que inspira sentimientos de orgullo: pero ¿adónde lleva toda esa circunnavegación? Sólo a través de peligros innumerables, al mismo punto de donde partimos, donde los que dejamos atrás a salvo, han estado todo el tiempo antes que nosotros.

Si este mundo fuera una llanura infinita y navegando hacia el este pudiéramos alcanzar siempre nuevas distancias y descubrir visiones más dulces y extrañas que ninguna Cícladas o islas del Rey Salomón, entonces habría promesa en el viaje. Pero en la persecución de esos misterios de que soñamos, o en el acoso atormentado de ese fantasma demoníaco que, una vez u otra, nada ante todo corazón humano, lo uno o lo otro, en tal seguimiento por este globo redondo, o nos lleva a laberintos yermos o nos deja sumergidos a medio camino.

LIII
 
El Gam

La razón ostensible por la cual Ahab no pasó a bordo del ballenero con que habíamos hablado era ésta: el viento y el mar anunciaban tormenta. Pero aunque no hubiera sido así, quizá tampoco habría ido a bordo de é1, después de todo —a juzgar por su conducta posterior en ocasiones semejantes—, si, después de gritar, hubiera obtenido respuesta negativa a la pregunta que hacía. Pues, según se echó de ver en definitiva, no tenía ganas de reunirse ni cinco minutos con ningún capitán desconocido, a no ser que le pudiera ofrecer algo de la información que tan absorbentemente deseaba. Pero todo esto podría no ser adecuadamente valorado, si no se dijera aquí algo de las peculiares costumbres de los barcos balleneros al encontrarse en mares remotos, y especialmente en una zona común de pesquería.

Si dos desconocidos, al cruzar los Desiertos de los Pinos, en el estado de Nueva York, o la igualmente desolada llanura de Salisbury, en Inglaterra, y al encontrarse por casualidad en esas inhospitalarias soledades, no pueden evitar los dos un saludo mutuo, aunque les vaya en ello la vida, deteniéndose un momento a intercambiar noticias y quizá sentándose un rato a descansar de acuerdo, entonces, ¡cuánto más natural que, en los ilimitados Desiertos de los Pinos y llanuras de Salisbury del mar, dos barcos balleneros que se avistan mutuamente en el extremo de la tierra —a lo largo de la solitaria isla Fanning, o en los remotos King's Mills—, cuánto más natural, digo, que en estas circunstancias los barcos no sólo intercambien saludos, sino que entren en el contacto más cercano, más amistoso y sociable! Y especialmente, esto parecería ser algo obvio en el caso de barcos matriculados en el mismo puerto, y cuyos capitanes, oficiales y no pocos de los marineros se conocen personalmente, y en consecuencia tienen toda clase de cosas familiares y queridas de que hablar.

Para el barco que lleva mucho tiempo ausente, el que va en viaje de ida quizá lleva cartas a bordo; en cualquier caso, es seguro que tendrá algunos periódicos de fecha posterior en un año o dos a la del último que haya en su borroso y desgastado archivo. Y en correspondencia a tal cortesía, el barco en viaje de ida recibirá las últimas noticias balleneras de la zona de pesca a donde quizá va destinado, cosa de la mayor importancia para él. Y en proporción, todo esto seguirá siendo cierto respecto a los barcos balleneros que entrecruzan su camino en la propia zona de pesca, aunque estén igual tiempo ausentes del puerto. Pues uno de ellos puede haber recibido una transferencia de cartas de un tercer barco ahora remoto, y algunas de esas cartas pueden ser para la gente del barco con que ahora se encuentra. Además, intercambiarán noticias sobre las ballenas, y tendrán una charla agradable. Pues no sólo encontrarán todas las simpatías mutuas de los marineros, sino, igualmente, todas las peculiaridades congeniales procedentes de una búsqueda común y de privaciones y peligros compartidos juntos.

Y la diferencia de país tampoco representa una diferencia muy especial; es decir, con tal que ambas partes hablen un mismo idioma, como ocurre con americanos e ingleses. Aunque, por supuesto, dado el pequeño número de balleneros ingleses, tales encuentros no ocurren con mucha frecuencia, y cuando ocurren es demasiado probable que haya entre ellos una especie de cohibición, pues vuestros ingleses son más bien reservados, y a vuestros yanquis no les gusta cierta clase de cosas sino en ellos mismos. Además, los balleneros ingleses a veces afectan_ una especie de superioridad metropolitana sobre los balleneros americanos, considerando que el largo y flaco hombre de Nantucket, con su provincialismo informe, es una especie de labriego del mar. Pero sería difícil decir en qué consiste esta superioridad del ballenero inglés, visto que los yanquis, en conjunto, matan en un solo día más ballenas que todos los ingleses, en conjunto, en diez años. Pero ésta es una pequeña debilidad inocua de los balleneros ingleses, que los de Nantucket no toman muy a pecho, probablemente porque saben que ellos también tienen unas pocas debilidades.

Así entonces, vemos que, entre todos los diversos barcos que navegan por el mar, los balleneros tienen las mayores razones para ser sociales, y lo son. Mientras algunos barcos mercantes, al cruzar sus estelas en pleno Atlántico, muchas veces pasan adelante sin una palabra, siquiera, de reconocimiento, fingiendo no verse mutuamente en alta mar, igual que un par de elegantes en Broadway, y quizá durante todo este tiempo permitiéndose críticas remilgadas sobre el aparejo del otro. En cuanto a los barcos de guerra, cuando por casualidad se encuentran en el mar, primero pasan por tal ristra de estúpidas reverencias y zalemas, y tal sacar y zambullir banderas, que no parece haber en absoluto mucha buena voluntad sincera y cariño fraternal en todo ello. En lo que toca al encuentro de barcos negreros, bueno, tienen tan extraordinaria prisa, que huyen uno de otro en cuanto pueden. En cuanto a los piratas, cuando por casualidad se entrecruzan sus huesos entrecruzados, el primer grito de saludo es «¿Cuántos cráneos?», del mismo modo que los balleneros gritan: «¿Cuántos barriles?». Y una vez contestada esta pregunta, los piratas se desvían inmediatamente, pues son unos infernales villanos por los dos lados, y, les gusta ver demasiado los villanos rostros de los otros.

Pero ¡mirad al pío, al honrado, al modesto, al hospitalario, al sociable, al tranquilo barco ballenero! ¿Qué hace el barco ballenero cuando encuentra a otro barco ballenero en cualquier clase de tiempo decente? Establece un Gam, una cosa tan absolutamente desconocida para todos los demás barcos, que ni siquiera han oído su nombre, y si por casualidad lo oyeran, no harían más que sonreírse de él y repetir chistes sobre «los del chorro» y los «hervidores de aceite», y semejantes hermosos epítetos. Es cuestión que sería difícil de contestar por qué todos los marinos mercantes, y también todos los piratas y marineros de guerra, y marineros de barcos negreros, abrigan sentimientos tan despectivos hacia los barcos balleneros. Porque, en el caso de los piratas, digamos, me gustaría saber si esa profesión suya tiene alguna gloria peculiar. A veces acaba en una elevación extraordinaria, desde luego, pero sólo en la horca. Y además, cuando un hombre está elevado en esa extraña forma, no tiene fundamento adecuado para su sublime altura. De aquí deduzco que, al jactarse de estar por encima de un ballenero, el pirata no tiene base sólida en que apoyarse.

Pero ¿qué es un Gam? Podríais gastaros el índice subiendo y bajando por las columnas de los diccionarios sin encontrar jamás la palabra. El doctor Johnson no alcanzó jamás tal erudición; el arca de Noah Webster no la contiene. No obstante, esta misma palabra expresiva lleva ya muchos años en uso constante entre unos quince mil yanquis auténticamente nativos. Ciertamente, necesita definición, y debería incorporarse al léxico. Con esa intención, permítaseme definirla doctamente:

«GAM, S. Reunión sociable de dos (o más) barcos balleneros, generalmente en zona de pesquería; en la que, tras intercambiar gritos de saludo, intercambian visitas, por tripulaciones de lanchas, quedándose durante ese tiempo los dos capitanes a bordo de un mismo barco, y los dos primeros oficiales a bordo del otro.»

Hay otro pequeño punto sobre el Gam que no se debe olvidar aquí. Todas las profesiones tienen sus pequeñas peculiaridades de detalle; igualmente la pesca de la ballena. En un barco pirata, de guerra o negrero, cuando llevan al capitán en la lancha, remando, siempre va sentado en las planchas de popa, sobre un cómodo asiento, a veces almohadillado, y a menudo gobierna con una linda cañita como de modista, decorada con alegres cordones y cintas. Pero la lancha ballenera no tiene asiento a popa, ni sofá ninguno de esa especie, ni cañita en absoluto. Sería cosa inaudita, desde luego, que a los capitanes balleneros les llevaran por el agua sobre pieles, como viejos concejales gotosos en sillones de ruedas. En cuanto a la cañita,' el barco ballenero jamás admite tal afeminamiento; y por consiguiente, en el Gam, como la tripulación completa de una lancha debe abandonar el barco, y como, por tanto, en ella va incluido el jefe o el arponero de la lancha, ese subordinado es el que gobierna en dicha ocasión, y al capitán, por no tener lugar en que sentarse, le llevan remando a su visita de pie todo el tiempo, como un pino. Y a menudo se advertirá que al tener conciencia de que los ojos de todo el mundo visible se posan en él desde los costados de los dos barcos, ese capitán erguido es muy sensible a la importancia de sustentar su dignidad a fuerza de sostener sus piernas. Y no es cosa nada fácil, pues a su retaguardia el inmenso remo de gobernalle se proyecta y le golpea de vez en cuando en la base de la espalda, a lo que corresponde el remo de popa machacándole las rodillas por delante. Así va completamente calzado por delante y por detrás, y sólo se puede expansionar a los lados apoyándose en las piernas extendidas, pero una sacudida súbita y violenta de la lancha a menudo es capaz de volcarle, porque la longitud de unos fundamentos no es nada sin una anchura en proporción. Haced simplemente un ángulo extendido con dos palos, y no los podréis poner de pie. Entonces, por su parte, no estaría nunca bien, a plena vista de los ojos del mundo bien clavados, no estaría nunca bien, digo, que se viera a ese despatarrado capitán apoyándose en la más mínima partícula al agarrarse a algo con las manos; más aún, como signo de su completo y ágil dominio de sí mismo, generalmente lleva las manos metidas en los bolsillos de los pantalones; aunque quizá, siendo por lo regular unas manos muy grandes y pesadas, las lleva allí como lastre. No obstante, se han dado casos, también muy bien certificados, en que se ha sabido que un capitán, en algún que otro momento extraordinariamente crítico, digamos en un huracán repentino..., ha echado mano al pelo del remero más cercano, y se ha agarrado a él como la muerte oscura.

LIV
 
La historia del Town-Ho (según se contó en la Posada de Oro)

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