Moby Dick (40 page)

Read Moby Dick Online

Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
3.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Al oír el frenético proyecto de su jefe, a cada uno de ellos, por separado en su alma, se le había ocurrido de repente la misma forma de traición, a saber, ser el primero en salir fuera, para ser el primero de los tres, aunque el último de los diez, en rendirse, obteniendo así cualquier pequeña probabilidad de perdón que pudiera merecer tal conducta. Pero cuando Steelkilt les hizo saber su decisión de precederles hasta el fin, ellos, de algún modo, por alguna sutil química de villanía, mezclaron juntas sus traiciones antes ocultas, y cuando su jefe cayó en un sopor, se abrieron mutuamente con palabras sus ánimos, en tres frases; y ataron y amordazaron al dormido con cuerdas, y gritaron llamando al capitán a medianoche.

»Pensando que había algún asesinato y olfateando sangre en lo oscuro, el capitán y sus oficiales y arponeros, armados, se precipitaron al castillo de proa. Pocos momentos después estuvo abierta la escotilla y, atado de pies y manos, el cabecilla, aún peleando, fue empujado al aire por sus pérfidos aliados, que inmediatamente reclamaron el honor de haber sujetado a un hombre que estaba completamente a punto de cometer un asesinato. Pero todos ellos fueron agarrados por el cuello y arrastrados por la cubierta como ganado muerto; y, costado con costado, fueron elevados a las jarcias de mesana como sendos cuartos de buey, quedando allí colgados hasta la mañana.

»—¡Malditos vosotros! —gritaba el capitán, dando vueltas de un lado para otro delante de ellos—: ¡ni los buitres os tocarían, villanos!

»Al salir el sol, convocó a todos los hombres, y separando a los que se habían rebelado de los que no habían tomado parte en el motín, dijo a aquéllos que tenía ganas de darles latigazos a todos, y pensaba, en conjunto, que lo haría así, que debía hacerlo así, y la justicia lo exigía; pero que por el momento, considerando su oportuna rendición, les dejaría ir con una reprimenda, que, en consecuencia, les administró en lengua vernácula.

»—Pero en cuanto a vosotros, bribones de carroña —volviéndose a los tres hombres en las jarcias—, a vosotros, pienso haceros pedazos para las marmitas de destilación.

»Y, agarrando un cabo, lo aplicó con toda su fuerza a las espaldas de los dos traidores, hasta que dejaron de aullar y quedaron exánimes con las cabezas colgando de medio lado, como se dibuja a los dos ladrones crucificados.

»—¡Me he dislocado la muñeca con vosotros! —gritó por fin—, pero todavía queda bastante cabo para ti, mi guapo gatillo, que no querías ceder. Quitadle esa mordaza de la boca, y oigamos lo que puede decir a su favor.

»Por un momento, el exhausto amotinado hizo un trémulo movimiento de sus mandíbulas en espasmo, y luego, retorciendo dolorosamente la cabeza para volverla, dijo en una especie de siseo:

»—Lo que digo es esto... y fíjese bien..., como me dé latigazos, ¡le asesino!

»—¿Eso dices? Entonces vas a ver cómo me asustas... —y el capitán echó atrás el cabo para golpear. »—Más le vale que no —siseó el de los lagos.

»—Pero debo hacerlo —y el cabo se echó atrás una vez más para el golpe.

»Steelkilt entonces siseó algo, inaudible para todos menos para el capitán, quien, con sorpresa de todos los hombres, se echó atrás sobresaltado, dio vueltas rápidamente por la cubierta dos o tres veces, y luego, dejando caer de repente el cabo, dijo:

»—No lo haré... Dejadle ir..., cortadle las cuerdas: ¿oís?

»Pero cuando el segundo y tercer oficial se apresuraban a ejecutar la orden, les detuvo un hombre pálido, con la cabeza vendada: Radney, el primer oficial. Desde el golpe, había estado tendido en su litera, pero aquella mañana, al oír el tumulto en la cubierta, se había deslizado fuera, y había observado así toda la escena. Era tal el estado de su boca que apenas podía hablar, pero murmurando algo de que él sí estaba dispuesto y era capaz de hacer lo que el capitán no se atrevía a intentar, tomó el cabo y avanzó hacia su atado enemigo.

»—¡Eres un cobarde! —siseó el de los lagos. »—Lo seré, pero toma esto.

»El oficial estaba a punto de golpear, cuando otro siseo le detuvo el brazo levantado. Se detuvo: y luego, sin pararse más, cumplió su palabra, a pesar de la amenaza de Steelkilt, cualquiera que hubiera sido. A los tres hombres luego les cortaron las cuerdas; todos los marineros se pusieron al trabajo, y malhumoradamente manejadas por los melancólicos tripulantes, las bombas metálicas volvieron a resonar como antes.

»Acababa de oscurecer aquel día, y una guardia se había retirado franca de servicio, cuando se oyó un clamor en el castillo de proa, y los dos temblorosos traidores acudieron corriendo a acosar la puerta de la cabina, diciendo que no se atrevían a estar juntos con la tripulación. Amenazas, golpes y patadas no pudieron echarles atrás, de modo que, a petición propia, se les puso en los raseles de popa para su salvación. Sin embargo, no volvió a notarse señal de motín entre los demás. Al contrario, parecía que, sobre todo por instigación de Steelkilt, habían decidido mantener la paz más estricta, obedecer las órdenes hasta el fin, y, cuando el barco llegara a puerto, desertar todos juntos. Pero, para lograr el más rápido final del viaje, acordaron todos otra cosa, a saber, no señalar ballenas, en caso de que se descubrieran. Pues, a pesar de su vía de agua, y a pesar de todos los demás peligros, el Town-Ho seguía manteniendo sus vigías, y el capitán estaba tan dispuesto a arriar los botes en ese momento para pescar como en el mismo día en que el barco entró en la zona de pesca; y Radney, el primer oficial, estaba dispuesto a cambiar la litera por un bote, y, con la boca vendada, a intentar amordazar la mandíbula vital de la ballena.

»Pero aunque el hombre de los lagos había inducido a los marineros a adoptar esta suerte de pasividad en su conducta, él seguía su propio designio (al menos hasta que pasara todo) en cuanto a su propia venganza particular contra el hombre que le había herido en los ventrículos del corazón. Pertenecía a la guardia de Radney el primer oficial; y como si este infatúo hombre tratara de correr más que a mitad de camino al encuentro de su destino, después de la escena del latigazo se empeñó, contra el consejo expreso del capitán, en volver a tomar el mando de su guardia nocturna. Sobre esto, y una o dos circunstancias más, Steelkilt construyó sistemáticamente el plan de su venganza.

»Durante la noche, Radney tenía un modo nada marinero de sentarse en las amuradas del alcázar y apoyar el brazo en la borda de la lancha que estaba allí izada, un poco por encima del costado del barco. En esa postura se sabía que a veces se quedaba adormecido. Había un hueco considerable entre la lancha y el barco, y debajo quedaba el mar. Steelkilt calculó su hora, y encontró que su próximo turno en el timón tocaría hacia las dos, en la madrugada del tercer día después de aquel en que fue traicionado. Con tranquilidad, empleó el intervalo en trenzar algo muy cuidadosamente, en sus guardias francas.

»—¿Qué haces ahí? —dijo un compañero.

»—¿Qué crees?, ¿qué parece?

»—Como un rebenque para tu saco, pero es muy raro, me parece. »—Sí, bastante raro —dijo el de los lagos, sosteniéndolo ante él con el brazo extendido—: pero creo que servirá. Compañero, no tengo bastante hilo: ¿tienes algo?

»Pero no lo había en el castillo de proa.

»—Entonces tendré que pedirle algo al viejo Rad —y se levantó para ir a popa.

»—¡No querías decir que le vas a pedir algo a él! —dijo un marinero.

»—¿Por qué no? ¿Crees que no me va a hacer un favor, si es para servirle a él al final, compañero?

»Y acercándose al oficial, le miró tranquilamente y le pidió un poco de hilo de vela para arreglar la hamaca. Se lo dio; no se volvieron a ver ni hilo ni rebenque, pero a la noche siguiente, una bola de hierro, apretadamente envuelta, casi se salió del bolsillo del chaquetón del hombre de los lagos, cuando mullía la chaqueta en la hamaca para que le sirviera de almohada. Veinticuatro horas después, había de llegar su turno en el timón, cerca del hombre capaz de dormirse sobre la tumba siempre abierta y dispuesta para el marinero; había de llegar la hora fatal, y, en el alma preordenadora de Steelkilt, el oficial ya estaba rígido y extendido como un cadáver, con la frente aplastada.

»Pero, caballeros, un tonto salvó al aspirante a asesino del sangriento hecho que había planeado. Y sin embargo, tuvo completa venganza, pero sin ser él el vengador. Pues, por una misteriosa fatalidad, el mismo cielo pareció intervenir para quitarle de sus manos, con las suyas, esa cosa de condenación que iba a hacer.

»Era precisamente entre el alba y la salida del sol del segundo día, mientras baldeaban las cubiertas, cuando un estúpido marinero de Tenerife, sacando agua en la mesa de guarnición mayor, gritó de repente:

»—¡Ahí va, ahí va nadando!

»Jesús, qué ballena! Era Moby Dick.

»—¡Moby Dick! —gritó don Sebastián—: ¡Por Santo Domingo! Señor marinero, pero ¿las ballenas tienen nombre de pila? ¿A quién llamáis Moby Dick?

»—A un monstruo muy blanco, y famoso, y mortalmente inmortal, don Sebastián...; pero eso sería una historia muy larga.

»—¿Cómo, cómo? —gritaron todos los jóvenes españoles, agolpándose.

»—No, señores, señores... ¡No, no! No puedo repetirlo ahora. Déjenme un poco más de aire, señores.

»—¡La chicha, la chicha! —gritó don Pedro—: nuestro vigoroso amigo parece que se va a desmayar: ¡llenadle el vaso vacío!

»—No hace falta, señores; un momento, y sigo. Entonces, señores, al percibir tan de repente la ballena nívea a cincuenta yardas del barco —olvidándose de lo conjurado entre la tripulación—, en la excitación del momento, el marinero de Tenerife había elevado su voz, de modo instintivo e involuntario, por el monstruo, aunque hacía ya algún tiempo que lo habían observado claramente los tres huraños vigías. Todo entró entonces en frenesí. "¡La ballena blanca, la ballena blanca!", era el grito de capitanes, oficiales y arponeros, que, sin asustarse por los temibles rumores, estaban afanosos de capturar un pez tan famoso y precioso, mientras la terca tripulación miraba de medio lado y con maldiciones la horrible belleza de la vasta masa lechosa que, iluminada por un sol en bandas horizontales, centelleaba y oscilaba como un ópalo vivo en el azul mar de la mañana. Caballeros, una extraña fatalidad domina el entero transcurso de estos acontecimientos, como si estuvieran trazados completamente antes que el mismo mundo se dibujara en un mapa. El cabecilla del motín era el que iba en la proa de la lancha del primer oficial, y cuando acosaban a una ballena, su deber era sentarse a su lado, mientras Radney se erguía con su lanza en la proa, y halar o soltar la estacha, a la voz de mando. Además, cuando se arriaron las cuatro lanchas, el primer oficial fue por delante, y nadie aulló con más feroz deleite que Steelkilt al poner en tensión el remo. Tras de remar violentamente, su arponero hizo presa, y, lanza en mano, Radney saltó a proa. Siempre era, al parecer, un hombre furioso en la lancha. Y ahora su grito, entre las vendas, fue que le hicieran abordar lo alto del lomo del cachalote. Sin hacerse rogar, su marinero de proa le izó cada vez más, a través de una cegadora espuma que fundía juntas dos blancuras: hasta que, de repente, la lancha chocó como contra un escollo hundido y, escorándose, dejó caer fuera al oficial, que iba de pie. En ese momento, cuando él cayó en el resbaladizo lomo del cetáceo, la lancha se enderezó, y fue echada a un lado por la oleada, mientras Radney era lanzado al mar al otro lado del cachalote. Salió disparado por las salpicaduras y, por un momento, se le vio vagamente a través de ese velo, tratando locamente de apartarse del ojo de Moby Dick. Pero el cachalote se dio la vuelta en repentino torbellino: agarró al nadador entre las mandíbulas y, encabritándose con él1, volvió a sumergirse de cabeza y desapareció.

»Mientras tanto, al primer golpe del fondo de la lancha, el hombre de los lagos había aflojado la estacha, para echarse a popa alejándose del torbellino: sin dejar de mirar tranquilamente, pensaba sus propios pensamientos. Pero una súbita y terrorífica sacudida de la lancha hacia abajo llevó rápidamente su cuchillo a la estacha. La cortó, y el cachalote quedó libre. Pero, a cierta distancia, Moby Dick volvió a subir, llevando unos jirones de la camisa de lana roja de Radney, entre los dientes que le habían destrozado. Los cuatro botes volvieron a emprender la persecución, pero el cetáceo los eludió, y al fin desapareció por completo.

»En su momento, el Town-Ho alcanzó el puerto, un lugar salvaje y solitario donde no residía ninguna criatura civilizada. Allí, con el hombre de los lagos a la cabeza, todos los marineros rasos, menos cinco o seis, desertaron deliberadamente entre las palmeras; y al fin, según resultó, se apoderaron de una gran canoa doble de guerra, de los salvajes, y se hicieron a la vela para algún otro puerto.

»Como la tripulación del barco quedó reducida a un puñado, el capitán apeló a los isleños para que le ayudaran en el laborioso asunto de poner la quilla del barco al aire para tapar la vía de agua. Pero esta pequeña banda de blancos se vio obligada a tan incesante vigilancia contra sus peligrosos aliados, de día y de noche, y tan extremado fue el duro trabajo a que se sometieron, que cuando el barco volvió a estar dispuesto para navegar, estaban de tal modo debilitados que el capitán no se atrevió a zarpar con ellos en un barco tan pesado. Después de celebrar el consejo con sus oficiales, ancló el barco todo lo lejos de la orilla que pudo; cargó y trasladó los dos cañones desde la proa; amontonó los fusiles a popa, y, avisando a los isleños que no se acercaran al barco porque era peligroso, tomó consigo un solo marinero e, izando la vela de su mejor lancha ballenera, se dirigió viento en popa a Tahití, a quinientas millas, en busca de refuerzos para su tripulación.

»Al cuarto día de navegación, se observó una gran canoa, que parecía haber tocado en una baja isla de coral. Él viró para evitarla, pero la embarcación salvaje se dirigió hacia él, y pronto la voz de Steelkilt le llamó gritándole que se pusiera al pairo, o le echaría a pique. El capitán sacó una pistola. Con un pie en cada proa de las enyugadas canoas de guerra, el hombre de los lagos se rió de él despectivamente, asegurándole que sólo con que chascara la llave, él le sepultaría en burbujas y espuma.

»—¿Qué me quiere? —gritó el capitán.

»—¿Adónde va, y para qué va? —preguntó Steelkilt—. Sin mentiras.

»—Voy a Tahití en busca de más hombres.

»—Muy bien. Déjeme que suba a bordo un momento: voy en paz.

Other books

When Gods Fail by Nelson Lowhim
The Army Doctor's New Year's Baby by Helen Scott Taylor
Dawn of Night by Kemp, Paul S.
Balance of Terror by K. S. Augustin
1911021494 by Michael Hambling
Defiance by Viola Grace
The Return of the Prodigal by Kasey Michaels
The Open House by Michael Innes
Don't Believe a Word by Patricia MacDonald