Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (81 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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¿Por qué lo sabemos? Porque se conservan dos fatwas o sentencias de esa época en las que se examina el derecho de los cristianos bajo gobierno musulmán a conservar sus iglesias y a emplear los bienes recaudados por éstas.Y de esas fatwas se deduce una sola y nítida conclusión: los mozárabes, que ya eran ciudadanos de segunda en Al-Ándalus, vieron toda vía empeorada su situación a partir de ese momento, tanto en el territorio peninsular como en el norte de África. Su derecho a profesar la religión cristiana se complicaba.Y en cuanto a las posibilidades de sufragar mínimamente las iglesias y mantener al escasísimo clero local, empezaban a reducirse de manera alarmante. Conocemos, por cierto, el nombre de un obispo mozárabe deportado a Marruecos: Miguel Abdelaziz, desterrado a Fez en 1126 y que tuvo tiempo de traducir los Evangelios al árabe antes de morir en 1137.

¿Cómo vivían los mozárabes deportados al norte de África? Mal. Los autores filo islámicos insisten en que no era tan mala la situación, porque los cristianos seguían en condición de «protegidos». O sea que no eran esclavos ni se los mataba. Olvidan estos autores —o fingen olvidar— que el término «protegidos» (dimíes) era en realidad un eufemismo para designar la condición servil, con el agravante de que la servidumbre incluía la obligación de pagar enormes sumas de impuestos. Consta, además, que a muchos de ellos se les obligó a entrar al servicio de los jefes almorávides como soldados. Los almorávides ya contaban desde tiempo atrás con unidades militares de cautivos cristianos: había españoles, pero también italianos y bizantinos, capturados en mil combates. Sabemos quién era el jefe de estos soldados cristianos: un noble catalán llamado Reverter. A estas unidades de conscriptos cristianos no las utilizaban para luchar contra los reinos españoles —corrían el riesgo de que se pasaran al enemigo—, sino a modo de guardia personal en África y para el otro gran problema de los almorávides: luchar contra los almohades.

Luchar contra los almohades: éste era el principal problema de los almorávides. ¿Y quiénes eran los almohades? Aquí ya hemos avanzado algo: una nueva escuela religioso-política fundada en Marruecos por un tal Ibn Tumart. En principio, sólo era una corriente fundamentalista más, entre las muchas que el islam iba generando. Pero este Ibn Tumart no era un visionario más: tenía una teología bien desarrollada y, además, contaba con el respaldo unánime de su pueblo, los masmuda de la cordillera del Atlas.

Abu Abdala Muhammad Ibn Tumart se había criado en un ambiente de profunda devoción religiosa. Muy joven, pudo estudiar en Córdoba. Después peregrinó a La Meca y, una vez allí, en la ciudad santa de los musulmanes, se dedicó a criticar la relajación de costumbres de sus correligionarios.Tan intensa fue su actividad crítica que terminó viéndose ex pulsado de La Meca. Marchó entonces a Bagdad, donde ingresó en una escuela fundamentalista. Cuando regresó a Marruecos, con veintiocho años, lanzó su propia doctrina: condena radical de cualquier interpretación personal de la fe, acatamiento sin fisuras de la tradición y de los principios validados por los intérpretes del islam, persecución radical de la heterodoxia y prohibición de toda muestra de relajación de costumbres. De ahí viene la palabra almohade,

No era sólo teoría: Ibn Tumart lideró personalmente ataques contra los comerciantes de bebidas alcohólicas.Y aquel hombre se convirtió en un problema político de primera magnitud para el orden almorávide cuando apuntó todavía más alto: atacó a la hermana del propio emir Alí ibnYusuf, porque la mujer había osado salir a la calle sin velo. El incidente causó conmoción en el mundo almorávide. El emir se vio obligado a convocar un consejo de sabios, con el propio Ibn Tumart presente, para que examinara la cuestión. El consejo declaró que Ibn Tumart era demasiado radical y le condenó a prisión. El emir sabía que meter a aquel hombre en presidio sólo le causaría problemas, de manera que permitió su fuga. El líder de los almohades, sin embargo, no cejó.

Es en este momento cuando comienza la predicación de Ibn Tumart por todo el territorio marroquí. Refugiado en el Atlas y protegido por sus masmuda, nuestro hombre camina de pueblo en pueblo invocando la regeneración del islam. Se autoproclama mahdi, que quiere decir el guiado, el profeta redentor del islam. Funda una orden de fieles que actúa como vanguardia del movimiento: los Hargha. En algunas zonas le expulsan con violencia, pero en otras le acatan como nuevo caudillo religioso y político. La cuestión religiosa se mezcla con las ásperas disensiones tribales de Marruecos.Todos los que están contra los almorávides —y son muchos— se acogen al partido almohade. Es una auténtica rebelión. Las prédicas almohades llegan a Al-Ándalus, donde el terreno es propicio para la subversión contra los almorávides: las derrotas militares y la crisis económica mueven los ojos de muchos musulmanes españoles hacia este nuevo redentor.

El emir Alí ibnYusuf entiende que tiene que actuar contra el turbulento Ibn Tumart. Lo hace a lo grande, lanzando a sus ejércitos contra las bases almohades en Tinmel, en el Atlas, cien kilómetros al sur de Marrakech. Fue un error: fuertes en sus montañas, los almohades rechazaron a los antes invencibles almorávides. Era el año 1125, el mismo que estaba viendo a los aragoneses del Batallador llegar a las puertas de Granada. Ahora era la oportunidad de las gentes de Ibn Tumart, que lanzaron una ofensiva contra la propia Marrakech, la capital almorávide. Esto ya era una guerra abierta. En esa guerra morirá oscuramente, hacia 1128, el fundador Ibn Tumart, pero sus partidarios mantendrán su muerte en secreto. Un nuevo líder, Abd al-Mumin, argelino de Tremecén, toma el relevo y mantiene la bandera. Marruecos empieza a desangrarse en una larga guerra civil.

Mientras el paisaje se complicaba para los almorávides en el sur, con la subversión almohade, también se les complicaba por el norte con el creciente malestar de la población autóctona. Al descontento creado por el incesante aumento de los impuestos se sumaba la irritación de la gente por las medidas de tipo represivo. En 1121 ya había habido un levantamiento popular en Córdoba. A partir de ahora habrá más. Un ejemplo: después de la cabalgada de Alfonso el Batallador por tierras granadinas, el poder almorávide decide reconstruir las murallas de la ciudad; para sufragar la reconstrucción, al gobernador no se le ocurre mejor cosa que obligar a los granadinos a pagar los trabajos. La carga no cae sobre los mozárabes, muchos de los cuales ya han sido deportados, sino sobre la población musulmana local. Se genera un conflicto que traerá protestas y reclamaciones; protestas que a su vez moverán al poder a intensificar la presión. Así el malestar crece.

Y a río revuelto, ganancia de pescadores: con el Imperio almorávide en crisis por el norte y por el sur, las grandes familias locales de Al-Ándalus ven llegada la oportunidad de sacudirse un tanto el incómodo yugo de sus jefes. También otros musulmanes españoles ven que se acerca su hora. ¿Recuerda usted al último rey taifa de Zaragoza? Cuando los almorávides le echaron de la capital del Ebro, había pactado con Alfonso el Batallador para mantener un escueto dominio en Rueda de jalón. Pues bien: ahora el hijo de este caballero, Sayf al-Dawla, Zafadola en las crónicas cristianas, acariciaba la revancha. Después de medio siglo de dominio, el mundo almorávide comenzaba a desplomarse con estrépito. Empezaba a dibujarse un mapa nuevo. Pero aún faltaban un par de piezas. Las veremos ahora.

La cuestión portuguesa

A la altura del año 1128 ocurrió algo que iba a ser decisivo para el futuro de la cristiandad peninsular: las dos Galicias, la del norte y la del sur, se separaban.Y de la Galicia del sur, el condado portucalense, nacía algo que pronto sería el Reino de Portugal. Vamos a ver a un niño, Alfonso Enríquez, convertido en líder de los portugueses bajo la dirección de un obispo, el de Coímbra; y vamos a ver a una madre, Teresa de Portugal, enfrentada a su propio hijo. Contemos cómo ocurrió.

Aquí hemos hablado largamente de los problemas gallegos y portugueses, que marcaron los primeros decenios del siglo xii en el Reino de León. Hemos visto a las dos hermanastras, Urraca de León y Teresa de Portugal, jugando sus cartas en direcciones contrapuestas. Teresa, hija ilegítima de Alfonso V, viuda de Enrique de Borgoña, se había convertido en poder autónomo en una vasta región que comprendía desde el Miño hasta Coímbra.Y en esa afirmación de su propio poder había encontrado el apoyo de numerosos nobles, tanto gallegos como portugueses.

Es importante subrayar una cosa: Teresa no quería emancipar Portugal. Teresa, para empezar, no sentía que Portugal fuera algo distinto a Galicia. Lo que ella quería era recuperar los territorios al norte del Miño e incorporarlos a sus dominios. Eso la enfrentaba necesariamente a su hermanastra Urraca, la reina, y a la inversa, le granjeaba la amistad de los magnates opuestos al poder de la corona. ¿Qué magnates? Entre otros, los poderosos Traba, de los que también hemos hablado mucho aquí.Y de esos Traba, la viuda Teresa fue a enamorarse locamente de uno: Fernán Pérez, el hijo más distinguido del viejo conde Pedro de Traba. En aquel momento —todo debió de empezar hacia 1116— Teresa tenía unos treinta y dos años y Fernán andaría por los veinticinco. Fernán ya estaba casado —con una tal Sancha—, pero repudió a su esposa y se quedó a vivir en la alcoba de Teresa.

Nace así una alianza que va a ir mucho más allá de los lazos eróticos. Teresa hace a Fernán gobernador de Coímbra y Oporto. Más aún: la condesa viuda casa a su hija Urraca, que debía de ser una niña, con el primogénito de los Traba, Bermudo, al que nombra gobernador de Viseu. De este modo se configura un polo de poder galaico-portugués que aspira a unificar todos los territorios del oeste.Y para ese proyecto hay que contar con una pieza esencial: Diego Gelmírez, el arzobispo de Santiago de Compostela, que a su vez soñaba con poner todo el oeste del reino bajo la autoridad de la sede compostelana. Ahora bien, el proyecto de Teresa dejó bastante insatisfechos a los nobles del sur, los del territorio portugués.Y en particular al arzobispo de Braga, Palo Mendes, que no tenía la menor intención de dejarse comer por la diócesis compostelana.

¿Por qué era tan importante la cuestión de las diócesis? Porque en aquella época la única organización territorial estable seguía siendo la de las circunscripciones eclesiásticas, como en tiempos de los godos. Las divisiones de territorios feudales no eran propiamente distritos: una región era gobernada por un señor, pero no siempre pertenecía a él y, por otro lado, podía ser dividida a su vez por herencia o intercambiada con otro. Por el contrario, las sedes episcopales marcaban derechos y deberes, tributos y obligaciones, dependencias y vecindades, y muy dificilmente cambiaban de naturaleza. De manera que si uno quería construir un dominio político, la manera más eficaz de conseguirlo era procurar que sus límites coincidieran con los de una diócesis eclesiástica.Y eso era lo que estaba pasando en Portugal en torno a la diócesis de Braga.

Gelmírez, el arzobispo de Santiago, había intentado tenazmente que Roma le concediera la dignidad metropolitana. El papa Pascual otorgará al compostelano la potestad para intitularse arzobispo con los atributos correspondientes, pero no resolverá la cuestión de la sede jacobea. Todo apuntaba a que lo haría en breve, pero el papa Pascual murió. Le sucedió brevemente un tal Gelasio, y cuando éste murió a su vez, llegó al papado Calixto II: un borgoñón, tío de Alfonso VII, como ya hemos contado, que no tenía la menor intención de elevar a Santiago al estatuto que Gelmírez deseaba. ¿Por qué no? Por varias razones. En primer lugar, porque Calixto estaba más cerca de la sede de Toledo, en manos de cluniacenses de origen borgoñón. Además, porque temía que dotar a Santiago de excesiva relevancia pudiera conducir a problemas interiores. En aquel momento la Iglesia medieval se veía sacudida por un cisma cuyo protagonista era Mauricio, anterior arzobispo de Braga que por su cuenta y riesgo se había proclamado papa.Y era precisamente de Braga.

Frustrado en sus ambiciones, Gelmírez intentó que Roma le permitiera absorber la diócesis de Braga. No fue así. A modo de consolación, le dieron la diócesis de Mérida, aún en territorio musulmán. Más tarde, el papa Calixto cederá a las presiones de Gelmírez —bien lubricadas con oro— y concederá a Santiago de Compostela el privilegio del jubileo, lo cual equiparaba a la sede compostelana con la misma Roma en materia de peregrinación. Para la historia del camino compostelano fue una conquista decisiva. Pero en términos políticos, la diócesis de Braga seguía siendo independiente.Y era inevitable que sus límites se convirtieran en el espacio natural de una nueva realidad política: Portugal.

El arzobispo de Braga que ahora nos ocupa, Paio Mendes, no tenía nada que ver con su cismático predecesor, aquel que se proclamó papa. Paio no era extranjero, sino que había nacido de una poderosa familia de la tierra: los Mendes da Mala. En el complejo mapa político del momento, Paio está en el mismo bando que los nobles portugueses: no quiere una Gran Galicia desde el Cantábrico hasta el Tajo, sino unas tierras portuguesas lo más autónomas posible; ve con horror la posibilidad de caer bajo el dominio de la sede compostelana y, por tanto, empieza a conspirar contra Teresa y Fernán Pérez de Traba. ¿Qué bandera alzar? Los rebeldes lo tienen claro: la de Alfonso Enríquez, el hijo de Teresa.

Curioso destino. Urraca, hija de Alfonso VI, viuda de Raimundo de Borgoña, había tenido que ver cómo los rebeldes alzaban contra ella la bandera de su propio hijo, el pequeño Alfonso Raimúndez, que reinaba ya como Alfonso VII. Ahora su hermanastra Teresa, hija también de Alfonso VI, viuda asimismo de otro borgoñón, Enrique, veía igualmente cómo se alzaba contra ella la bandera de su hijo, otro Alfonso: Alfonso Enríquez. El pequeño Alfonso Enríquez debía de tener poco más de diez años cuando se vio convertido en líder de la facción portuguesa. Hay que excluir que el niño liderara propiamente nada: el verdadero director de la operación era el arzobispo de Braga, Paio, con sus pares de la nobleza feudal portucalense. Pero el niño Alfonso Enríquez es tomado por Paio bajo su protección, tratado como un auténtico príncipe y armado caballero a los trece años de edad. Lo mismo que le pasó a Alfonso Raimúndez cuando fue apadrinado por otro obispo, Gehnírez de Santiago.Vidas paralelas.

Son tiempos muy convulsos. En Castilla ha muerto Urraca y ya ha sido sustituida por su hijo Alfonso Raimúndez,Alfonso VII, que en la práctica venía ejerciendo como rey desde tiempo atrás. Lo primero que tiene que hacer el nuevo rey de León y Castilla es pacificar el paisaje. Para empe zar, pacta con su ex padrastro Alfonso el Batallador, como hemos visto páginas atrás. Pacta igualmente con el obispo Gelmírez para garantizarse la paz en Galicia. Alfonso VII quiere ser emperador, como lo fue su abuelo, y le importa mucho trazar puentes y vínculos con todos los reinos cristianos. Pronto pactará también su matrimonio con la hija de Ramón Berenguer III de Barcelona, Berenguela. A la altura del año 1127 le queda pendiente el problema portugués.Y el nuevo rey no duda en lanzar una campaña contra los territorios de Teresa y Fernán Pérez, que inevitablemente se doblegan.

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