Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Aquí los destinos de los dos Alfonsos, Raimúndez y Enríquez, el leonés y el portugués, se entrecruzan. En su campaña sobre el condado portucalense, Alfonso VII llega a Guimaraes, la ciudad que su primo portugués ha convertido en capital. Nadie puede pensar seriamente en resistirse a las huestes de Alfonso VII. El joven Alfonso Enríquez, dieciocho años en aquel momento, opta por reconocer a su primo como rey. Sin duda el arzobispo Palo Mendes intervino en el arreglo.Y fue un arreglo positivo para todas las partes. El nuevo rey, Alfonso VII, obtiene el reconocimiento de los portugueses. El joven Enríquez, por su parte, queda convertido en vasallo de su primo, pero eso no es una derrota, al contrario: por el carácter de los vínculos feudales, el pacto significa que Alfonso Enríquez es a partir de ahora la autoridad en estas tierras, y podrá proyectar sus ambiciones hasta la línea del Tajo con la plena anuencia del soberano. Dicho de otro modo: una victoria política de Alfonso Enríquez frente a su madre, Teresa.
Entonces Teresa cometió un error; un grave error.Viéndose desplazada, no se le ocurrió otra cosa que prender al arzobispo Palo Mendes de Braga. La reacción de los portugueses no se hizo esperar. El hermano del obispo, Sueiro Mendes, se subleva. Logra levantar a toda la diócesis de Braga.Teresa y su amante Fernán, dispuestos a jugárselo todo a una carta, lanzan a sus tropas contra los rebeldes. Allí se encontrarán con que Alfonso Enríquez, el hijo de la propia Teresa, encabeza a las huestes de Portugal. El encuentro tuvo lugar en el campo de San Mamede, cerca de Guimaraes. Era el 24 de junio de 1128.Y ganó Alfonso Enríquez.
Las consecuencias de la batalla de San Mamede fueron inmediatas. Teresa y su amante Fernán tuvieron que retirarse a Galicia. Alfonso Enríquez quedó como único señor de las tierras portuguesas. Aparece así en nuestra historia un nombre que iba a dar mucho que hablar. Andando el tiempo, él sería el primer rey de Portugal.
15
EL SUEÑO IMPERIAL
La nueva generación
Mientras Alfonso I el Batallador afrontaba la última campaña de su vida para encontrar una salida al Mediterráneo, en el otro extremo de España, en el oeste, el otro Alfonso, el de León, comenzaba a dar sus primeros golpes. El joven Alfonso VII ya había logrado pacificar su reino: había sometido a los gallegos y a los portugueses, había afianzado su posición en Castilla y había marcado la frontera con Aragón. Ahora tocaba hacer una exhibición de poder ante el gran enemigo: los almorávides del sur. Pero antes el nuevo rey tendría que afrontar serias pruebas.
Aquí ya hemos visto a Alfonso VII, que aún no tenía treinta años, firmando la Paz de Támara con el Batallador y recibiendo el vasallaje de Alfonso Enríquez de Portugal. Otros muchos se apresuraron a reconocer al nuevo rey de León. En particular, todos aquellos que temían al rey de Aragón y deseaban poner freno a su impulso expansionista: los condes de Tolosa, el conde de Barcelona… Desde la perspectiva de estos poderes periféricos, el rey de León era una póliza de seguros para que el Batallador no se los comiera. Eso explica, por ejemplo, el matrimonio de Alfonso VII con Berenguela de Barcelona.
Pero esta nueva política leonesa no iba a dejar de levantar suspicacias en el interior del reino. Eran muchos los que veían con malos ojos un matrimonio fuera del ámbito leonés y castellano. Los obispos de León, Oviedo y Salamanca hacen notar su desagrado. La reacción de Alfonso VII es fulminante: ordena deponer a los prelados. Eso zanja el problema episcopal, pero aviva el problema político, porque los magnates castellanos aprovechan el lance para canalizar el descontento. ¿Quiénes son esos magnates? Ante todo, un viejo conocido nuestro: Pedro González de Lara, el amante de la difunta reina Urraca, o sea, de la madre del propio rey. Extraño destino el de Alfonso VII, obligado a pelearse con su ex padrastro y, ahora, con el amante de su madre.
Aquel levantamiento no fue ninguna broma. Junto al viejo Pedro, que debía de sobrepasar ya ampliamente los cincuenta años, se sublevan otros nobles, como su hermano Rodrigo en Asturias, su ahijado Bertrán de Risnel, que era el hombre del Batallador en Castilla, y también Pedro Díaz de Aller en Coyanza, Gonzalo Peláez en Oviedo y Jimeno Iñíguez, que se levanta en Valencia de Don Juan. La algarada sube rápidamente de temperatura. Los revoltosos llegan a tomar Palencia. ¿Por qué protestan? Al parecer, porque Alfonso VII había tomado la determinación de recortar el anchísimo poder que ejercía en Castilla don Pedro, el amante de su difunta madre.Y eso, como es natural, disgustó mucho al mentado Pedro y a sus partidarios.
El rey fue expeditivo: envió un ejército contra Palencia, derrotó a los revoltosos y prendió a sus cabecillas. Sin embargo, Alfonso VII supo ser prudente. A los líderes de la revuelta, que eran Pedro González de Lara y Bertrán de Risnel, les aplicó una condena relativamente leve: confiscación de sus bienes y exilio, nada de decapitaciones. Pedro marchó a Aragón, donde se puso al servicio de Alfonso el Batallador, y fue enviado a Bayona, donde el aragonés mantenía abierto un conflicto con el conde de Tolosa. Allí morirá el viejo amante de Urraca, lanza en mano, en combate singular contra el conde tolosano. En cuanto a su hermano Rodrigo, también sufrió destierro, pero pronto volvería.Y retengamos este nombre, el de Rodrigo González de Lara, porque enseguida le vamos a encontrar cabalgando al lado del rey Alfonso de León.
¿Cómo de enseguida? Casi inmediatamente. Estos levantamientos nobiliarios tuvieron lugar entre 1130 y 1131. Rodrigo reaparece en Castilla en 1132. Lo hace, además, en un puesto muy relevante: alcalde de Toledo, es decir, una de las jefaturas más importantes de la frontera. ¿Y por qué Alfonso VII perdonó tan rápidamente a Rodrigo de Lara? Porque el rey necesitaba guerreros. Rodrigo era ya un veterano capitán de cincuenta años; el tipo de hombre que necesitaba Alfonso VII para tener la frontera bien guarnecida, porque los almorávides seguían siendo una amenaza.
En efecto, en algún momento de 1131 los almorávides, sin duda aprovechando los jaleos internos del Reino de León, habían atacado To ledo. La ofensiva fue muy cruenta: la guarnición toledana aguantó, pero en la refriega murió el alcalde de la villa, Gutierre Armíldez. Es en ese instante cuando Rodrigo vuelve al reino y el rey le designa para remplazar al difunto gobernador de Toledo. Son días agitados, en los que pasan muchas cosas. En Rueda de jalón, el moro Zafadola, hijo del último rey taifa de Zaragoza, acaba de reconocer a Alfonso VII; esta inesperada alianza aporta a León una pieza clave que puede utilizar tanto contra Aragón como contra los almorávides.Y Alfonso, que ya ha solucionado sus problemas internos y se siente fuerte, ve llegada la hora de tomarse la revancha sobre el enemigo del sur.
Alfonso VII aún no había cumplido los treinta años, pero distaba de ser un espíritu precipitado: sabía perfectamente calcular los tiempos y, además, tenía un talento natural para moverse en el mapa político. Sin duda el joven rey conocía los problemas almorávides: sus serios trastornos internos, con la subversión almohade, y la rebelde efervescencia que se vivía en Al-Ándalus, donde cada vez eran más los descontentos. Ahora Alfonso tenía la retaguardia pacificada, sus tropas en línea, un aliado musulmán —el mentado Zafadola— y un enemigo vulnerable. Era el momento de golpear.Y Alfonso de León lo hizo a fondo.
Fue en 1132. Dos ejércitos partieron simultáneamente desde la frontera cristiana. Uno avanzó desde Salamanca; el otro salió de Toledo al mando de Rodrigo de Lara. Ambos penetraron en territorio musulmán. Los de Salamanca llegaron hasta Badajoz. Los de Toledo, reforzados con las milicias concejales de Ávila y Segovia, llegaron más lejos todavía: las huestes de Rodrigo de Lara recorrieron todo el valle del Guadalquivir y se plantaron en la mismísima Sevilla. El gobernador almorávide de la ciudad, Umar, les salió al encuentro; los castellanos aplastaron a los sarracenos. Umar fue capturado y muerto. Rodrigo González de Lara —dice la crónica— hizo males de cautivos y regresó con gran botín. Por el camino conquistó la fortaleza manchega deVillarrubia de los Ojos.
La doble ofensiva fue sólo el primer movimiento. Acto seguido, Alfonso VII se aplica a explotar el éxito.Ya se ha demostrado que los almorávides no son invencibles y que las huestes cristianas pueden llegar hasta Sevilla. Ahora se trata de manifestar el poder de León ante todos los musulmanes. En 1133 el rey Alfonso en persona se pone al frente de sus tropas.Y lleva junto a sí a Zafadola, el reyezuelo moro de Rueda de jalón. Con ellos marcha Rodrigo de Lara, encabezando las huestes de la Extremadura. El ejército cristiano atraviesa Despeñaperros, baja por el valle del Guadalquivir hasta Sevilla y vuelve a aniquilar a las tropas enemigas que le salen al encuentro. Pero esta vez Alfonso quiere subir la apuesta: tras derrotar a los almorávides en Sevilla, sigue camino hacia el sur. Llega a Jerez de la Frontera y saquea los campos.Y más aún: los ejércitos cristianos marchan hasta Cádiz sin que los almorávides puedan oponer resistencia.
Unos años antes, cuando su expedición mozárabe, Alfonso el Batallador había bañado sus pies en las playas de Málaga para demostrar que era el emperador de toda España. Ahora otro Alfonso, el de León, bañaba sus pies en aguas de Cádiz con el mismo fin. Pero el gesto tenía, además, un mensaje político de gran calado para el propio mundo musulmán: porque junto al rey de León cabalgaba el moro Zafadola, y eso era tanto como proclamar a los cuatro vientos que el tiempo de los almorávides en AlÁndalus había terminado. Las huestes de Alfonso VII regresaron a Castilla cargadas de botín: camellos, caballos, vacas, ovejas, cabras… Y en Al-Ándalus quedaba una población convencida de que la casta almorávide ya no garantizaba su seguridad; todo estaba preparado para la revuelta.
Mientras el nuevo rey de León marcaba su territorio, en Barcelona había otro joven soberano que empezaba a diseñar su política: Ramón Berenguer IV. Su padre, Ramón Berenguer III, había muerto en 1131; dejaba tras de sí un complejo mosaico de mini-estados que se extendía a ambos lados del Pirineo y que, en principio, aceptaba la soberanía de Barcelona, pero siempre en un dificil equilibrio de vínculos y vasallajes: Barcelona, Ausona, Manresa, Gerona, Besalú,Vallespir, Funullá, Perapertusa, Cerdaña, Conflent, Carcasona y Rodez. ¿Cómo gobernar todo eso? Con tacto y dinero.
A Ramón Berenguer IV —que, por cierto, pasaría a la historia como el Santo— le sobraba el dinero. En el momento de nuestro relato acababa de recibir 12.000 dinares de los almorávides de Lérida a cambio de su inactividad: le pagaban para que se estuviera quieto y no apoyara al Batallador, el de Aragón, en su intento de tomar Fraga y bajar por el Ebro hasta el Mediterráneo. En realidad, al joven conde de Barcelona le inquietaba considerablemente que Aragón llegara al mar: eso sería tanto como cerrarle a Barcelona el camino para expandirse hacia el sur. Por eso había aceptado el dinero de los almorávides.Y ahora, Ramón Beren guer IV, como Alfonso VII, observaba atentamente los afanes del Batallador en el cauce del Ebro.
Volvemos así al escenario aragonés.Van a pasar cosas trascendentales.
La muerte de Alfonso el Batallador
Alfonso el Batallador murió en campaña, como no podía ser de otra manera. El rey cruzado de Aragón y Navarra falleció en 1134, pasados los sesenta años, a la vuelta de la derrota más amarga de su vida.Aquel último sinsabor tiñó de gris su despedida del mundo de los vivos. Pero lo que dejaba tras de sí era portentoso.
Cuando Alfonso llegó al trono, Aragón apenas sobrepasaba la línea Huesca-Barbastro. Ahora, treinta años después, el paisaje era completamente distinto. Treinta años de combate sin tregua. La crónica de la repoblación nos ha dejado algunos de los grandes nombres que acompañaron al Batallador en su incansable tarea: Lope Juanes, Íñigo López, Gassión, el conde Beltrán, Íñigo Jiménez, Pedro Tizón, Jimeno Fortuñones, Aznar Aznárez… Junto a ellos, los cruzados franceses, como Gastón de Bearn y Céntulo de Bigorra.
Los esfuerzos de Aragón habían llevado la frontera muy al sur: hasta Molina y Cella, al lado de Teruel, y hasta Morella. Más de 25.000 kilómetros cuadrados de conquistas. Todo un mundo. Pero esa cifra indica sólo el territorio efectivamente repoblado; además hay que añadir el territorio que queda bajo la influencia militar de Aragón, que ahora se extiende mucho más al sur, hasta Valencia. En 1126 los aragoneses habían desmantelado las posiciones moras en Játiva. Tres años después, en 1129, las tropas de Alfonso aniquilan en Cullera a un ejército de africanos enviado por los almorávides desde Fez. Ese mismo año el Batallador está sitiando Valencia. No son campañas de conquista: son campañas de castigo y saqueo, para limpiar de enemigos la frontera.Y para dejar claro que allí sólo mandaba uno: el Batallador.
Pero no es posible ganar siempre. En mayo de 1130, los aragoneses estrechan el cerco sobre Valencia. Los manda el veteranísimo cruzado Gastón de Bearn. Los almorávides han enviado un nuevo gobernador: Yintán ibn Alí al-Lamtuní, que dispone a sus fuerzas para la batalla. No sabemos cómo sucedieron los hechos. Sólo conocemos el resultado: esta vez las banderas de Aragón fueron derrotadas. Gastón de Bearn, el bravo cruzado, sesenta años de edad, cuarenta de combate a sus espaldas, murió en el campo. Cuando los moros descubrieron su cadáver, le cortaron la cabeza, la clavaron en una pica y la pasearon por los zocos entre redobles de tambor. Lo cuenta Ibn Idari. Los almorávides habían conseguido dar muerte a uno de sus más terribles enemigos. De Gastón sólo nos queda hoy su olifante, su cuerno de guerra, que se conserva en la Basílica del Pilar.
Parece que al Batallador le afectó mucho la muerte de Gastón, su compañero de tantos años. ¿Por qué Gastón perdió aquella batalla? No lo sabemos a ciencia cierta. Pero el hecho es que en esos mismos años Aragón no sufre sólo el revés de Valencia, sino también otros golpes de importancia en la frontera castellana: Castrojeriz, San Esteban de Gormaz… Es como si las invencibles banderas aragonesas hubieran perdido su inmunidad. ¿Qué está ocurriendo? Está ocurriendo que el Batallador tiene otros frentes abiertos. En el norte, Bayona; en el este, Lérida. ¿Por qué Bayona? Porque las tierras de Foix y Cominges, en el Pirineo francés, son vasallas de Aragón y acaban de entrar en guerra con el duque de Aquitania. El Batallador llega, sitia Bayona y derrota a los franceses. Pero lo que de verdad le preocupa es el otro frente: Lérida.