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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (37 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Empecemos por nuestro escenario, la España de la Reconquista. Aquí ya hemos visto cómo en el Reino de León el estado eclesiástico desempeña funciones directivas en la repoblación de territorios: no sólo los monasterios actúan como centros de la organización territorial ya lo habían sido en época goda—, sino que, además, los abades y obispos reciben tierras cuyo cultivo y explotación dirigen personalmente en tanto que propietarios. Esto venía siendo así desde el principio de la Reconquista. Primero fueron el obispo Juan enValpuesta y los pionerosVítulo y Ervigio en los valles de La Bureba, rectores de pequeñas comunidades religiosas y agrarias, apiñadas en rústicos monasterios que construyeron con sus propias manos. Después, y andando el tiempo, veremos a auténticos magnates repobladores como los obispos Indisclo en Astorga y Frunimio en León, propietarios de grandes extensiones que, como es natural, llevan aparejado un poder político y económico importante. Bien es cierto que tales propiedades no eran posesión personal, sino que iban vinculadas al cargo que ocupaban.

Pero, atención, porque en ese mismo momento empieza a producirse en toda Europa —y en España, con las limitaciones que ya hemos visto aquí— el gran cambio feudal: el poder político de los reyes mengua, crece el poder de los señores de la tierra, las relaciones en el interior de la comunidad pasan a concebirse expresamente en términos de fidelidades personales y vasallajes… Este cambio trae consigo una primera consecuencia negativa y es que los señores feudales, dueños absolutos de su territorio, pugnan por aplicar un severo régimen de servidumbre en sus dominios. Como nadie más que ellos marca la ley, el paisaje se presta a todo tipo de violencias y extorsiones. Aquí ya hemos visto cómo llegó a ser la situación en el Reino de León, donde la Iglesia denunciaba que los nobles, aprovechando el caos creado por las guerras de Almanzor, habían empezado a comportarse como auténticos bandoleros.

La Iglesia, como todos los estamentos, también forma parte del proceso feudal.Y la cuestión que se plantea a mediados del siglo x en toda Europa, y también en España, es si acaso esta participación tan directa en el orden político no estará perjudicando a la pureza de la fe. Los señores feudales, la aristocracia de la guerra y de la tierra, fundan monasterios un poco por todas partes y llegan a adquirir un peso excesivo también en la organización de la vida religiosa. Por esta vía se llega inmediatamente a la corrupción. La palabra del momento es «simonía», a saber, el tráfico especulativo sobre los bienes eclesiásticos. Como los títulos del alto clero —abadías, obispados, etc.— llevan aparejados importantes beneficios económicos, muchos intentarán controlar esos cargos para aumentar sus riquezas. Así veremos cómo los bienes de los monasterios y las catedrales serán frecuentemente expoliados y repartidos entre sus patronos. El escándalo es generalizado y, muy en primer lugar, en el propio estado eclesiástico, que no tolera tales abusos.

En la España medieval tenemos un ejemplo muy concreto de esas prácticas de simonía. Es lo que ocurrió en el monasterio catalán de Sant Benet de Bages, teóricamente bajo autoridad papal, pero en el que la familia fundadora, los Sala, se había reservado derechos importantes. Desaparecido el noble impulso de los fundadores, los nietos de éstos terminaron nombrando como abades a personajes que se dedicaron, simplemente, al tráfico de bienes: vendieron joyas y libros, empeñaron ropas, arrendaron a precios abusivos los animales de granja… Todo ello con grave perjuicio de los monjes del monasterio y de los campesinos a él sujetos. El escándalo fue tan enorme que el caso llegó a Ramón Borrell, el conde, y éste a su vez lo llevó al mismísimo papa Gerberto, para que tomara una decisión. Eso fue ya en el año 1002.

La decisión, en estos casos, solía ser siempre la misma: que los propios monjes eligieran a un patrono de fiar, encomendar a éste la gestión de los bienes monásticos y, en cualquier caso, poner por encima de todo la autoridad del papa. ¿Qué significaba esto? Significaba privar a los señores feudales, en la medida de lo posible, del gobierno directo de los monasterios y del disfrute de sus bienes. Tal era el espíritu que había empezado a expandirse desde Cluny, que había penetrado en España a mediados del siglo x y que, al cabo, iba a permitir enderezar la situación. Entregar a la Iglesia el gobierno de su propia organización significaba limitar en medida muy acusada las posibilidades de corrupción, de simonía. Seguirá habiendo abusos, pero ya no serán la norma, sino la excepción.

Un matiz importante: no debemos pensar que el estado eclesiástico llevaba siempre consigo una situación socioeconómica privilegiada. En el orden clerical había tanta jerarquización como en el resto de la sociedad, y nada tenía que ver la condición de un prelado de ciudad importante con la de un abad de monasterio pobre, incluso si su dignidad eclesiástica era la misma, como nada tenía que ver la vida de un sacerdote de la corte con la de un monje de cualquier convento rural. Nada tenía que ver la posición del obispo de Santiago —un Sisnando, por ejemplo—, que era un auténtico magnate, con la de un curilla de Sepúlveda. Lo que sí caracterizaba a todo el orden eclesiástico, fuera cual fuere su posición socioeconómica, era la autoridad espiritual: en la Iglesia, custodia de la fe y de la cruz, descansaba la justificación y el sentido de todo el orden.

Precisamente por eso, y esto es muy importante señalarlo, la corriente renovadora que protagoniza la Iglesia en este momento no se limita a su propia organización interna, sino que afecta a todo el orden político. Frente a la fragmentación del poder en manos de los señores feudales, la Iglesia se pone del lado de los monarcas. Era una cuestión de principios: en el orden medieval, el rey reina porque Dios lo ha querido; su reinado es un reflejo —pálido, pero reflejo al fin y al cabo— del reinado de Dios, y menoscabarlo es tanto como subvertir el orden que Dios ha querido para su pueblo. Por eso los obispos españoles, lo mismo en León que en Navarra o en el condado de Barcelona, estarán siempre al lado de los princeps, es decir, del poder superior, y frente a los intentos feudales por hacerse con parcelas cada vez mayores de poder.Y por eso nuestro Gerberto, puesto en la tesitura de intervenir en política, preferirá, primero, a los Capetos en Francia, porque encarnaban la continuidad del principio monárquico, y después a Otón II en el Imperio, porque representaba la legitimidad dinástica.

De esta forma la Iglesia contribuyó de una manera muy notable a las grandes reformas políticas de los siglos ix y x, que podemos enunciar en una fórmula: poner coto a los abusos feudales, cristianizar las relaciones en el mundo feudal, sacralizar el principio de jerarquía. De paso, la Iglesia, y en particular el movimiento de Cluny, será decisiva para que la figura del guerrero empiece a tener un sentido esencialmente cristiano como defensor de la fe.

A nuestro amigo Gerberto aún le esperaban muchos desafios. No de todos salió con bien.Y entre otras cosas, verá cómo su nombre es difamado por quienes, celosos, o envidiosos, o enemigos políticos, le acusarán nada menos que de haber pactado con el diablo. ¿Por qué? Por sus conocimientos científicos. ¿Un papa, acusado de satanismo por su vocación científica? Sí, así fue.Y eso nos lleva a revisar otro tópico de nuestro tiempo, a saber, aquel según el cual la Iglesia medieval perseguía con saña a la ciencia.

La Iglesia, la ciencia y el papa Gerberto

Tópico de tópicos: en la oscurantista Edad Media, la intolerante Iglesia católica perseguía a los científicos y ponía trabas al progreso. Hoy mucha gente cree eso a pies juntillas. Pero no es verdad.Y el propio papa del año 1000, Gerberto de Aurillac, es un buen ejemplo. Gerberto, que ade más de religioso era científico, también sufrió persecuciones por su ciencia, y no vinieron precisamente de la Iglesia.

Gerberto era un personaje extraordinario, de una curiosidad sin límites y una inventiva siempre alerta. Entre sus inventos, es preciso mencionar un tipo particularmente avanzado de ábaco, precisamente llamado Ábaco de Gerberto. Se trataba de un sistema de varias filas de veintisiete casillas donde el contable debía depositar nueve fichas, una por cada número —arábigo— del uno al nueve. De derecha a izquierda, cada una de las casillas correspondía a las unidades, las decenas, las centenas y así sucesivamente. El objetivo del instrumento era facilitar las multiplicaciones y las divisiones; en suma, una máquina de calcular. Pero ojo, un sistema de contabilidad de veintisiete posiciones significa que es posible calcular cifras hasta la magnitud del cuatrillón. Por supuesto, nadie necesitaba calcular cuatrillones en el año 1000; el recurso no era más que un alarde de ciencia de aquel cerebro portentoso.

Nuestro amigo inventó más cosas. Por ejemplo, se le atribuye la introducción del péndulo para medir el tiempo. También inventó un reloj de ruedas dentadas.Y además, una versión especial del monocordio, un instrumento musical que constaba de una caja de resonancia y, sobre ella, una cuerda tensa con la que podían medirse las vibraciones acústicas y los intervalos musicales. Con ese sistema pudo medir y clasificar las diferentes notas: es lo que hoy conocemos como tonos y semitonos.Y por si faltaba algo, al papa se le ocurrió un sistema criptográfico, es decir, un lenguaje secreto en clave, de tipo taquigráfico. Gerberto había descubierto en Cicerón que ya los romanos utilizaron un sistema de ese tipo: los llamados apuntes tironianos, inventados por un tal Tirón, que consistían en un alfabeto de signos y símbolos. Lo que hizo Gerberto fue utilizar libremente el modelo para crear su propio código.

Esta portentosa inteligencia siempre le trajo sinsabores. En particular, despertó las inevitables envidias de sus colegas. A Gerberto ya le habían llamado de todo por sus intereses científicos. Cuando era maestro en Reims, por ejemplo, le montaron una curiosa campaña por reintroducir las doctrinas filosóficas de Boecio en la enseñanza de la lógica. La causa de la querella no fue otra que la envidia de un colega suyo, Otric de Magdeburgo. Esas mismas envidias van a provocar que, una vez instalado en la Silla de Pedro, las murmuraciones se multipliquen.Y no por razones intelectuales, sino por motivaciones políticas.

Gerberto fue entronizado papa el 9 de abril de 999. Contra lo que pudiera esperarse de un intelectual, lo cierto es que su política como papa fue un auténtico ejemplo de determinación, además de un dificil compromiso entre vigor y prudencia. Sin duda sus directrices respondían a una convicción no sólo personal, sino compartida por los sectores más clarividentes del clero. Para empezar, la propia elección de su nombre como pontífice: Silvestre II. Hay que recordar que el primer papa de tal nombre, Silvestre 1, fue el confesor de Constantino, nada menos; es decir, el Pontífice que inauguró la transformación del cristianismo en religión oficial del Imperio romano.

Al elegir el nombre de Silvestre, Gerberto de Aurillac formulaba una nítida declaración de intenciones: el orden natural de la civilización cristiana era el imperio, un modelo que combinara el poder material con la autoridad espiritual. En un contexto como el del año 1000, eso significaba un claro respaldo al proyecto del emperador Otón II: frente a la fragmentación del poder en Europa, se dibujaba un renovado Imperio romano-cristiano.Y más aún: decidido a que Europa entera fuera tierra de la cruz, Gerberto impulsó la evangelización definitiva de todo el continente. Así creó los primeros arzobispados de Polonia y Hungría, nombró al rey húngaro Esteban vicario papal —hoy lo recordamos como San Esteban— y selló por primera vez relaciones diplomáticas con Rusia, que acababa de convertirse al cristianismo. Es en este mismo momento cuando Islandia, por decisión parlamentaria, se convierte igualmente a la fe de jesús. Nunca la Iglesia había sido tan europea.

En ese nuevo contexto, la reforma moral de la Iglesia era una urgencia perentoria: había que desligar a la Iglesia de todas las tentaciones del poder mundano.Y así Gerberto, el papa Silvestre II, pondrá un extremo celo en procurar que sólo accedan a la dignidad episcopal clérigos de vida sin tacha. Al mismo tiempo, perseguirá sin tregua los abusos que habían salpicado al estamento eclesiástico en distintos puntos de Europa: la simonía, es decir, el tráfico especulativo sobre los bienes de la Iglesia, y también el concubinato de los clérigos. Era el mismo programa que había intentado aplicar como abad del monasterio de Bobbio. En aquella ocasión, la presión de ciertos clérigos locales y de la aristocracia del lugar frustró sus propósitos, pero ahora era distinto; ahora él era el papa.

Con este expediente, es fácil suponer que los enemigos de Gerberto se contaban por millones. Los sectores del clero reacios a las reformas, las fortunas construidas sobre la simonía y la corrupción, la nobleza feudal disconforme con la primacía que la Iglesia otorgaba a los reyes, los grandes magnates que conspiraban para reducir el Imperio al estatuto de títere de sus intereses particulares… Todos veían al papa Silvestre como un obstáculo que era preciso derribar.Y desde su punto de vista, no les faltaba razón.

Fue en esa animadversión política y económica, sin duda, donde nació la leyenda contra Gerberto. La lista de denuncias es asombrosa. Que había intimado con el enemigo musulmán. Que había pactado con las potencias del infierno. Que Satanás se llevaría su cuerpo cuando muriera; de hecho, se aseguraba que el propio Gerberto había ordenado que, tras su muerte, se troceara su cadáver, para impedir que el demonio se apoderara de él. La leyenda duró mucho. Tanto que en el siglo xvii el Vaticano, para acabar con las murmuraciones, decidió abrir la tumba. Allí estaba Silvestre II, entero, de una pieza, con la mitra sobre su cabeza y, por cierto, en excelente estado de conservación. El diablo no se lo había llevado; la leyenda de Gerberto no era más que un infundio.

A Gerberto le persiguieron por su ciencia, sí. Pero no porque la Iglesia considerara satánico el saber —la Iglesia era él: Gerberto, el papa Silvestre II—, sino porque su política reformadora representaba un serio contratiempo para gentes muy poderosas. Al final, la historia es tan vieja como la humanidad: un caso de manipulación deliberada de la ignorancia ajena para ponerla al servicio de intereses inconfesables. Manipulación que unas veces puede revestir el aspecto de razones religiosas, y otras, el aspecto de razones ideológicas o políticas. En realidad, el género humano no ha cambiado gran cosa en todo este tiempo.

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