Read Motín en la Bounty Online

Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (14 page)

BOOK: Motín en la Bounty
10.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El señor Nelson era una figura que iba y venía del camarote del capitán con regularidad pero que, al principio, no me pareció que tuviera responsabilidades oficiales. Sin embargo, hacía poco había sabido por el señor Fryer que era el botánico del barco y que sus obligaciones empezarían cuando hubiésemos alcanzado la primera parte de nuestra misión, sobre la cual seguía en completa ignorancia.

—Se me ocurrió sembrar unas cuantas semillas —explicó el capitán, comprimiendo con cautela la húmeda tierra de las macetas— sólo por ver si florecerían a bordo. En esta primera maceta he plantado una campánula, una exótica criatura que produce frutos comestibles cuando están maduros. ¿La conoces?

—No, señor —contesté, pues sabía tanto de la vida de las plantas como de los hábitos de apareamiento de los lirones.

—Da una flor preciosa —prosiguió, volviéndola ligeramente hacia el ojo de buey—. Amarilla como el sol. Nunca habrás visto semejante luminiscencia. En esta segunda hay una orobal. ¿No has llevado a cabo ningún estudio de la flora exótica, Turnstile?

—No, señor —repetí, mirando la minúscula semilla allí plantada y preguntándome qué brotaría de ella.

—También se le llama ginseng —apuntó; volví a negar con la cabeza y pareció desconcertado—. Vaya —dijo entonces, negando a su vez con la cabeza, y por su tono pareció que la cuestión le causara una enorme sorpresa—. Pero ¿qué os enseñan en la escuela hoy en día? El sistema educativo está de capa caída, muchacho. Te lo digo yo, ¡de capa caída!

Abrí la boca para comunicarle que en toda mi vida jamás había visto el interior de un aula, pero me contuve temiendo que volviera a considerarlo una insolencia.

—El orobal es una planta maravillosa —me explicó—. Verás, es un diurético, lo que por supuesto resulta de gran utilidad en un viaje como el nuestro.

—¿Un qué? —pregunté, pues desconocía esa palabra.

—Un diurético —repitió—. Pero bueno, Turnstile, ¿tendré que explicártelo todo? Posee propiedades analgésicas y puede inducir el sueño en un hombre enfermo. Creo que puede prosperar, si la cuido como es debido.

—¿Debo entonces regar esas plantas, señor?

—Oh, no —se apresuró a responder—. No, déjalas como están. No es que no confíe en ti, compréndeme; bien al contrario, pues estás demostrando ser un criado muy bueno —ahí estaba esa palabra otra vez, una palabra que no me agradaba—, pero me gusta la idea de ocuparme de ellas y cuidarlas hasta que florezcan. Verás, es que me proporcionan un pasatiempo, una afición. ¿Tienes tú aficiones, Turnstile? En tu casa, con tu familia en Portsmouth, ¿no tenías acaso pasatiempos propios? ¿Frivolidades para pasar el rato?

Me lo quedé mirando, sorprendido ante su ingenuidad, y negué con la cabeza. Ésa era la primera vez que el capitán me preguntaba por mi vida en Inglaterra, o por mi familia, y de inmediato comprendí lo engañado que estaba sobre mí. Por supuesto, no había conversado con su amigo, el señor Zéla, antes de mi aparición en la
Bounty
—me habían mandado a bordo en el último momento para ocupar el sitio del torpe asno que se había roto las piernas—, pues de haberlo hecho tendría algún conocimiento sobre mi situación. Por así decirlo, suponía que todos los chicos se habían criado en condiciones similares a las suyas, una triste equivocación. Los ricos siempre consideran ignorantes a los muchachos como yo, pero en ocasiones hacen gala de una ignorancia similar, aunque de índole bien distinta.

El concepto mismo de familia me resultaba extraño. No había conocido semejante dicha. No tuve un padre ni una madre; mis recuerdos más remotos son de una lavandera en Westingham Street que me dejaba dormir en el suelo y comer de su mesa si le llevaba fruta de los puestos para la cena, pero me vendió al señor Lewis cuando tenía nueve años. Cuando me apartaron a rastras de ella, me aseguró que en ese establecimiento sería feliz y estaría bien cuidado. En la nueva casa no hubo familia alguna para mí. Hubo amor, por supuesto, o algo parecido, pero no una familia.

—Ésta quizá te interese, Turnstile —estaba diciendo el capitán, y cuando parpadeé para volver al presente vi que tocaba con cautela las hojas de la tercera plantita—. La artemisa. Cuando crece, es de gran ayuda para el sistema digestivo de cualquiera que se encuentre en dificultades, como recuerdo que te sucedió a ti al hacernos a la mar. Podría resultar de gran utilidad si…

La lección se vio interrumpida por un rápido golpeteo en la puerta del camarote, y al volvernos vimos al señor Christian allí de pie. Éste saludó brevemente al capitán con un gesto y a mí me ignoró, como tenía por costumbre. Creo que yo revestía para él un interés algo menor que los paneles de madera de las paredes o las hojas de vidrio de las ventanas.

—El barco está a punto de zarpar, señor —anunció—. Deseaba que se le informara, ¿no?

—Una noticia excelente —opinó el capitán—. ¡Una noticia excelente! Y nuestra estancia ha merecido la pena, Fletcher. Confío en que agradeciera debidamente al gobernador toda su generosidad.

—Por supuesto, señor.

—Muy bien. Entonces puede usted disparar la salva cuando lo crea conveniente. —El capitán se volvió de nuevo hacia sus plantas pero, al percatarse de que el señor Christian no se marchaba, se dio la vuelta otra vez y le preguntó—: ¿Sí? ¿Hay algo más?

El rostro del oficial mostraba la expresión de quien ha de revelar un secreto muy a pesar suyo.

—La salva —repuso al fin—. Quizá deberíamos conservar la pólvora por el momento.

—¡Tonterías, Fletcher! —exclamó el capitán con una risotada—. Nuestros anfitriones nos han prestado gran ayuda. No podemos partir sin un gesto de respeto… ¿cómo íbamos a quedar? Lo habrá visto hacer antes, por supuesto: una salva mutua, la nuestra para ofrecer nuestro agradecimiento; la de ellos, para desearnos que Dios nos acompañe en nuestro viaje.

El señor Christian dio muestras de una clara indecisión que tanto el capitán como yo captamos y que saturó el aire como un hedor procedente de un pato pestilente, y allí se quedó hasta que el primer oficial abrió la ventana para despejarlo.

—Me temo que no habrá una salva en respuesta, señor —declaró por fin, apartando la mirada.

—¿Que no habrá salva en respuesta? —repitió el capitán frunciendo el entrecejo y acercándose a él—. No lo comprendo. ¿Le dieron usted y el señor Fryer nuestros regalos de despedida al gobernador?

—Sí, señor, así lo hicimos. Y por supuesto el señor Fryer, como maestre del barco, discutió la cuestión de la salva con el gobernador, puesto que le correspondía a él como oficial de rango. ¿Voy en su busca y hago que se lo explique?

—Maldita sea, Fletcher, me importa un carajo a quién le correspondiera hacerlo —espetó el capitán, cuyo tono se estaba agriando rápidamente; no le gustaba que se le ocultaran asuntos que tenían lugar en torno a él, en particular cuando percibía un desaire—. Le pregunto simplemente por qué no va a haber salva de respuesta cuando acabo de darle la orden de que…

—De hecho, sí había intención de responder a la salva —lo interrumpió el señor Christian—. Seis disparos por cañón, como dicta la costumbre. Por desgracia, el señor Fryer se vio obligado a revelar el hecho de que… debido a las circunstancias de nuestro barco y de su rango de usted…

—¿De mi rango? —preguntó Bligh despacio, como si tratara de adelantarse en la conversación para descubrir adónde conducía—. No…

—De teniente, me refiero —explicó el señor Christian—. No de capitán. El hecho de que la envergadura del barco no merezca una…

—Sí, sí —interrumpió el señor Bligh, volviéndose para que no le viésemos la cara y en tono cada vez más sombrío—. Lo comprendo perfectamente. —Carraspeó varias veces y cerró los ojos un instante al tiempo que se llevaba una mano a la boca. Cuando volvió a hablar, su tono fue profundo y depresivo—. Por supuesto, Fletcher. El gobernador no devolverá una salva a alguien de rango inferior al suyo.

—Me temo que en resumidas cuentas se trata de eso —admitió el señor Christian en voz baja.

—Bueno, el señor Fryer hizo bien en informar —declaró el capitán, aunque no pareció en absoluto sincero—. Habría sido del todo inapropiado no hacerlo. Si el gobernador hubiese descubierto la verdad más tarde, eso podría haber perjudicado sus relaciones con la Corona.

—Por si sirve de algo, señor…

Pero el capitán levantó una mano para silenciarlo.

—Gracias, señor Christian. Puede subir a cubierta. El señor Fryer está ahí, ¿no?

—Sí, señor.

—Entonces que se quede ahí por el momento, maldita sea su estampa. Y usted ocúpese de que los hombres trabajen con ganas.

—Sí, señor —repuso el oficial, y abandonó el camarote.

Me quedé ahí plantado, incómodo, cambiando el peso de un pie al otro. Advertí que el capitán se sentía humillado por lo ocurrido, aunque procuraba disimularlo. Era obvio que la cuestión de su propia posición le dolía, en particular por el hecho de que fuera moneda corriente entre los hombres. Traté de pensar en algo que decir para aliviar la tensión, pero no se me ocurrió nada hasta que volví a mirar casualmente hacia la izquierda y vi mi salvación.

—¿Y esta maceta, capitán? —pregunté señalando la cuarta y última sobre la repisa—. ¿Qué contiene?

Volvió la cabeza despacio y se me quedó mirando, como si hubiese olvidado por completo mi presencia, antes de dirigir la vista hacia donde yo señalaba y negar con la cabeza.

—Gracias, Turnstile —dijo con voz ronca y preocupada—. Ya puedes irte.

Abrí la boca para decir algo, pero me lo pensé mejor. Al salir y cerrar la puerta detrás de mí, percibí que el barco se hacía a la mar con suavidad y vislumbré al capitán sentado a su escritorio, pero no asiendo la pluma, sino cogiendo el retrato de su esposa, cuyo rostro siguió suavemente con el dedo. Cerré la puerta con firmeza y decidí subir a cubierta y mantener la vista fija en tierra mientras nos alejábamos, pues sólo el demonio sabía cuándo volvería a verla.

10

Poco después empezaron los bailes.

Navegamos durante semanas, conduciendo la
Bounty
cada vez más cerca del Ecuador, avanzando a buen ritmo hasta rebasar los veinticinco, los veinte, los quince grados de latitud. Yo seguía nuestro progreso a diario en las cartas que el capitán Bligh tenía en su camarote, muchas de las cuales, según me contó, había trazado él mismo a partir de sus viajes anteriores con el capitán Cook. Siempre le rogaba que me contara más cosas sobre los viajes que habían realizado juntos, pero él encontraba cualquier motivo para postergar los relatos, y sólo me quedó fantasear sobre qué aventuras habrían corrido y exagerar el heroísmo de ambos en mi imaginación. Entretanto, las tormentas llegaron y se fueron, los vientos soplaron y amainaron, y la atmósfera en el barco pareció inextricablemente ligada al clima: días radiantes intercalados con otros cargados de tensión. Durante ese tiempo, la relación entre el capitán, los oficiales y el resto de la tripulación fue en general positiva y no vi motivos para que no continuara siéndolo. Por supuesto, era obvio que el señor Fryer nunca sería un favorito del capitán como lo era el señor Christian, pero a ninguno de ellos parecía preocuparle ese hecho y, por lo que yo veía, el maestre se dedicaba a sus obligaciones sin rencores ni quejas.

A lo largo de esas semanas empecé a pasar más tiempo en cubierta y con frecuencia compartí las veladas con tres o cuatro guardiamarinas mientras ellos fumaban sus pipas y bebían sus raciones de cerveza, contándose historias de las esposas y enamoradas que habían dejado atrás. La mayoría de las noches, uno de los hombres era objeto de las bromas de los demás y de cuando en cuando se enzarzaban en una pelea si alguien acusaba a la mujer de otro de portarse como una meretriz cuando él estaba en alta mar. Una tarde, John Millward molió a palos a Richard Skinner por una tontería. Yo busqué con la mirada a los señores Christian y Elphinstone, los oficiales que en ese momento estaban en cubierta, para ver si intervenían y evitaban el derramamiento de sangre que siguió, pero para mi sorpresa dieron media vuelta y se alejaron. Algo más tarde, el señor Christian me sorprendió en pleno sueño cuando se dirigía a su camarote, dándole a mi litera una buena patada que me desestabilizó y me hizo caer al suelo, con el que mi cabeza colisionó de forma muy dolorosa.

—¡Maldición! —espeté, sorprendido de verme interrumpido en medio de un sueño feliz en que era un hombre de riqueza y prosperidad, muy querido por los empobrecidos pero contentos criados que trabajaban en mis haciendas y me ofrecían consuelo en las veladas largas y oscuras—. ¿Qué diantre…? —No tuve que acabar la pregunta, pues al levantar la vista me encontré al primer oficial de pie ante mí, mirándome y meneando la cabeza con desdén.

—Cuida tus modales, Tunante, joven mocoso —dijo tendiéndome una mano—. Sólo pretendía despertarte, no asustarte tanto que te cayeras de la litera. ¿Eres de naturaleza nerviosa? Jamás había visto a nadie saltar de esa forma.

—No, señor Christian —dije, y traté de recobrar la dignidad poniéndome en pie—. No soy víctima de los nervios. Sin embargo, tampoco estoy acostumbrado a que me pateen el culo en plena noche.

Las palabras salieron de mi boca antes de que acertase a considerar si eran prudentes, y me arrepentí de haberlas pronunciado casi de inmediato al ver que la sonrisa de Christian se desvanecía y se aguzaba su mirada. Me miré los pies y me pregunté si continuaría pateándome hasta tirarme por la borda. Consideré que tal vez lo único que le impediría hacerlo era que eso le haría sudar y lo despeinaría, algo que el señor Christian detestaba por encima de cualquier otra cosa.

—En primer lugar, no es plena noche, Tunante, aún no se ha puesto el sol —replicó al fin, tratando de controlar su furia—. Cuando el capitán anda por ahí, también debería hacerlo su paje, y el capitán se encuentra en este momento en cubierta. En segundo lugar, ¿debo deducir que has olvidado tu rango con la impresión del despertar y no sabías a quién te estabas dirigiendo?

Asentí en silencio, escarmentado; cuando alcé la vista volvía a haber un asomo de sonrisa en su rostro y me alivió comprobar que no pensaba ponerme los grilletes durante el resto del viaje.

—Muy bien —dijo—. Creo que te ha inquietado la discusión de antes, ¿no es así?

—¿La discusión? —pregunté, considerándolo—. Si se refiere a la pelea entre Millward y Skinner, pues sí, me ha dejado inquieto, ya que éste no va a caminar derecho en una semana.

BOOK: Motín en la Bounty
10.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Providence by Chris Coppernoll
Battle For The Womb by Chelsea Chaynes
The Namesake by Jhumpa Lahiri
Paradise Wild by Johanna Lindsey
Poppies at the Well by Catrin Collier
Christmas in the Snow by Karen Swan
Demon Fish by Juliet Eilperin
Never Say Sty by Johnston, Linda O.