Authors: Eiji Yoshikawa
El agua fangosa y rojiza que fluía por debajo del puente estaba generosamente salpicada de flores de cerezo del Ishiyamadera. La tormenta había destrozado las enredaderas de glicinas y esparcido amarillas flores kerria por doquier.
Tras una prolongada búsqueda, Matahachi preguntó en la casa de té y le dijeron que el hombre de la vaca había esperado hasta que cerraron por la noche, y entonces se marchó a una posada. Había regresado por la mañana pero, al no encontrar a su amigo, dejó una nota atada a una rama de sauce.
La nota, que parecía una gran mariposa blanca, decía:
«Lo siento, pero no podía esperar más. Alcánzame por el camino. Te estaré buscando.»
Matahachi recorrió a paso vivo la Nakasendō, la carretera que conducía a Edo a través de Kiso, pero aún no había dado alcance a Musashi cuando llegó a Kusatsu. Después de pasar por Hikone y Toriimoto, empezó a sospechar que le había perdido por el camino, y cuando llegó al puerto de Suribachi esperó media jornada, sin apartar los ojos de la carretera durante todo el tiempo.
Sólo cuando llegó a la carretera de Mino recordó las palabras de Kojirō.
«¿Me habrá engañado después de todo? —se preguntó—. ¿No tendría Musashi verdadera intención de ir conmigo?»
Después de volver muchas veces sobre sus pasos e investigar en los caminos laterales, finalmente avistó a Musashi en las afueras de la población de Nakatsugawa. Al principio se sintió jubiloso, pero cuando se acercó lo suficiente para ver que la persona que montaba la vaca era Otsū, los celos se apoderaron de él al instante.
«¡Qué estúpido he sido desde el día en que ese bastardo me convenció para que fuera a la batalla de Sekigahara hasta este mismo momento! —rezongó para sí mismo—. Pues bien, no puede pisotearme así eternamente. Me desquitaré de él de alguna manera... ¡y pronto!»
—¡Qué calor hace! —exclamó Jōtarō—. Nunca había sudado tanto en un camino de montaña. ¿Sabes dónde estamos?
—Cerca del puerto Magome —respondió Musashi—. Dicen que es el tramo más difícil de la carretera.
—De eso no sé nada, pero ya estoy harto del viaje hasta aquí. Me alegraré cuando lleguemos a Edo. Allí hay montones de gente, ¿no es cierto, Otsū?
—Así es, pero no tengo prisa por llegar. Preferiría pasar el tiempo viajando por un camino solitario como éste.
—Dices eso porque vas montada. No sentirías lo mismo si caminaras. ¡Mira! Allí hay una cascada.
—Descansemos un poco —dijo Musashi.
Los tres avanzaron por un estrecho sendero. A su alrededor, el terreno estaba cubierto de flores silvestres, todavía humedecidas por el rocío de la mañana. Llegaron a una choza abandonada sobre un risco que daba a la cascada y se detuvieron. Jōtarō ayudó a Otsū a desmontar de la vaca y luego ató el animal a un árbol.
—Mira, Musashi —dijo Otsū.
Señalaba un letrero que decía «Meoto no Taki». La razón de ese nombre, «Cascadas masculina y femenina», era fácil de entender, pues las rocas dividían las cascadas en dos secciones, la mayor de las cuales parecía muy viril y la otra pequeña y suave.
La rebalsa y los rápidos turbulentos debajo de las cascadas renovaron la energía de Jōtarō, el cual, dando brincos y bailando a partes iguales, bajó por el empinado terraplén y dijo, excitado:
—¡Aquí hay peces! —Minutos después gritó—: ¡Puedo cogerlos! Le he dado una pedrada a uno y está muerto panza arriba.
No mucho después, su voz, apenas audible por encima del estruendo de las cascadas, resonó desde otra dirección.
A la sombra de la pequeña cabaña, Musashi y Otsū estaban sentados entre innumerables arco iris minúsculos producidos por el sol al brillar sobre la hierba húmeda.
—¿Adonde habrá ido ese chico? —preguntó ella, y añadió—: Realmente es imposible dominarle.
—¿Lo crees así? Yo era mucho peor que él a su edad. Pero Matahachi era todo lo contrario, siempre se portaba muy bien. Me pregunto dónde estará. Él me preocupa mucho más que Jōtarō.
—Me alegro de que no esté aquí. Habría tenido que esconderme.
—¿Por qué? Creo que, si se lo explicamos, lo comprenderá.
—Lo dudo. Él y su madre no son como las demás personas.
—¿Estás segura de que no cambiarás de idea, Otsū?
—¿Sobre qué?
—¿No podrías llegar a Ja conclusión de que con quien quieres casarte realmente es con Matahachi?
Ella hizo una mueca de espanto.
—¡De ninguna manera! —replicó, indignada.
Sus párpados se volvieron rosados como orquídeas y se cubrió el rostro con las manos, pero el leve temblor de su blanco cuello casi parecía gritar: «¡Soy tuya y de nadie más!».
Musashi lamentó sus palabras y volvió la cabeza para mirarla. Llevaba varios días observando el efecto de la luz al incidir en su cuerpo: de noche, el resplandor fluctuante de una lámpara; por el día, los cálidos rayos del sol. Al ver su piel brillante de sudor, pensaba en la flor del loto. Separado de su camastro sólo por un tenue biombo, había inhalado el leve aroma de sus trenzas negras. Ahora el rugido del agua se fusionaba con el latido de sus venas, y sentía que era presa de un impulso poderoso.
Se levantó bruscamente y fue a un lugar soleado donde la hierba invernal todavía era alta. Se dejó caer pesadamente al suelo y suspiró.
Otsū se le acercó y se arrodilló a su lado, le rodeó las rodillas con sus brazos y ladeó el cuello para mirarle el rostro silencioso y asustado.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó—. ¿He hecho algo que te ha molestado? Si es así, perdóname. Lo siento.
Cuanto más tenso se ponía, y más dura era la expresión de sus ojos, tanto más ella se le aferraba. Su fragancia, el calor de su cuerpo, le abrumaron.
—¡Otsū! —exclamó impetuosamente mientras la rodeaba con sus brazos musculosos y la echaba hacia atrás en la hierba.
La rudeza del abrazo dejó a la joven sin aliento. Hizo un esfuerzo para liberarse y se acurrucó al lado de Musashi.
—¡No debes hacer eso! —gritó ásperamente—. ¿Cómo has podido? Precisamente tú... —Se interrumpió, sollozando.
La ardiente pasión de Musashi se enfrió de repente al ver el dolor y el horror reflejados en los ojos de Otsū. Volvió en sí con un sobresalto.
—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué? —Rebosante de vergüenza y enojo, también él estaba al borde de las lágrimas.
Otsū se marchó, dejando detrás un saquito perfumado que se había desprendido de su kimono. Musashi lo contempló durante un rato, gimió y entonces inclinó la cabeza y dejó que las lágrimas de dolor y frustración cayeran sobre la hierba agostada.
Tenía la sensación de que ella le había puesto en ridículo, le había engañado, derrotado, torturado y avergonzado. ¿No era cierto que sus palabras, sus ojos, su cabello, su cuerpo le habían llamado a voces? ¿No se había esforzado por encender un fuego en su corazón y luego, cuando brotaron las llamas, había huido aterrada?
Por alguna lógica perversa, le parecía que todos sus esfuerzos para llegar a ser un hombre superior habían sido derrotados, todas sus luchas y privaciones habían perdido por completo su sentido. Con el rostro oculto en la hierba, se dijo que no había hecho nada malo, pero su conciencia no se daba por satisfecha.
Lo que la virginidad de una muchacha, que le es concedida sólo durante un breve período de su vida, significaba para ella, lo preciosa y dulce que era, nunca había pasado por la mente de Musashi.
Pero mientras aspiraba el olor de la tierra, recobró gradualmente el dominio de sí mismo. Cuando por fin se puso en pie, el fuego impetuoso había desaparecido de su mirada y la pasión estaba ausente de su rostro. Pisó el saquito perfumado y permaneció en pie, mirando fijamente el suelo, escuchando, al parecer, la voz de las montañas. Sus espesas cejas negras estaban tan juntas como lo estuvieron cuando se lanzó al combate bajo el pino de ancha copa.
El sol se ocultó detrás de una nube y el agudo chillido de un ave hendió el aire. El viento cambió de rumbo, alterando sutilmente el sonido del agua que caía.
Con el corazón palpitante como el de un gorrión asustado, Otsū observaba al afligido Musashi desde detrás de un abedul. Al darse cuenta de que le había herido profundamente, ansiaba tenerle de nuevo a su lado, pero por mucho que quisiera correr a él y rogarle su perdón, las piernas no la obedecían. Por primera vez se dio cuenta de que el hombre al que había entregado su corazón no era el dechado de virtudes masculinas que había imaginado. El descubrimiento de la bestia desnuda, la carne, la sangre y las pasiones, empañaba sus ojos de tristeza y temor.
Había empezado a huir, pero al cabo de veinte pasos su amor se impuso y la retuvo. Ahora, algo más serena, empezó a imaginar que la lujuria de Musashi era distinta de la de otros hombres. Más que cualquier otra cosa en el mundo, deseaba disculparse y asegurarle que no albergaba ningún resentimiento por lo que él había hecho.
«Aún está enfadado —se dijo, temerosa, al ver de repente que él había desaparecido—. Ah, ¿qué voy a hacer?»
Regresó nerviosa a la choza, pero allí no había más que una blanca y fría niebla y el estruendo del agua que parecía sacudir los árboles y provocar vibraciones a su alrededor.
—¡Otsū! ¡Ha sucedido algo terrible! ¡Musashi se ha arrojado al agua!
El grito frenético de Jōtarō llegó desde un promontorio que daba a la rebalsa, sólo un segundo después de que se agarrase a una enredadera de glicinas y empezara a bajar, balanceándose de rama en rama como un mono.
Aunque Otsū no había entendido sus palabras, notó el apremio en su voz. Alzó la cabeza alarmada y empezó a bajar por el empinado sendero. Era resbaladizo, pues estaba cubierto de musgo, y la joven se aferraba a las rocas para no caer.
La figura apenas visible entre la espuma del agua y la niebla parecía una gran roca, pero en realidad era el cuerpo desnudo de Musashi. Había juntado las manos ante su rostro e inclinado la cabeza. La cascada que caía sobre él desde cincuenta pies de altura le empequeñecía.
A medio camino, Otsū se detuvo y le miró horrorizada. Al otro lado del río, Jōtarō permanecía tan atónito como ella.
—Sensei! —gritó.
—¡Musashi!
Sus gritos no llegaron a oídos de Musashi. Era como si mil dragones de plata le mordieran la cabeza y los hombros, como si los ojos de mil demonios acuáticos estallaran a su alrededor. Traicioneros remolinos le tiraban de las piernas, dispuestos a arrastrarle a la muerte. Un falso ritmo en la respiración, un salto en los latidos de su corazón, y sus talones perderían el tenue contacto con el fondo cubierto de algas, su cuerpo sería engullido por una violenta corriente contra la que le sería imposible nadar. Los pulmones y el corazón parecían ceder bajo el peso incalculable, la masa total de las montañas Magome, que caía sobre él.
Su deseo de Otsū se extinguió de muerte lenta, pues era muy afín al temperamento impetuoso sin el cual Musashi nunca habría ido a Sekigahara ni llevado a cabo ninguna de sus extraordinarias hazañas. Pero el peligro real estribaba en el hecho de que, hasta cierto punto, su adiestramiento durante tantos años era impotente contra aquel deseo, y él volvía a hundirse al nivel de una bestia salvaje y sin inteligencia. Y contra semejante enemigo, amorfo y oculto, la espada era completamente inútil. Desconcertado, perplejo, consciente de la derrota devastadora que había sufrido, rogó para que las aguas violentas pudieran hacerle volver a la senda de la disciplina.
—Sensei! Sensei! —Los gritos de Jōtarō se habían convertido en un lamento conmovedor—. ¡No debes morir! ¡Por favor, no te mueras!
También él había juntado las manos ante el pecho y tenía el rostro contorsionado, como si también soportara el peso del agua, el escozor, el dolor, el frío.
Miró al otro lado del río y de repente sintió que le abandonaban las fuerzas.
No podía entender lo que estaba haciendo Musashi, el cual parecía decidido a permanecer bajo la cascada hasta que muriese, pero Otsū... ¿dónde estaba? Jōtarō tuvo la seguridad de que se había matado arrojándose al río.
Entonces, por encima del sonido del agua, oyó la voz de Musashi. Sus palabras no eran claras. El muchacho pensó que estaba recitando un sutra, pero entonces... tal vez se estaba haciendo a sí mismo airados reproches.
La voz estaba llena de fuerza y vida. Los anchos hombros de Musashi y su cuerpo musculoso exudaban juventud y vigor, como si su alma hubiera sido limpiada y ahora estuviera preparada para iniciar una nueva vida.
Jōtarō empezó a sentir que el peligro había pasado. Mientras la luz del sol poniente producía un arco iris por encima de las cascadas, llamó a Otsū y se atrevió a esperar que se hubiera apartado del risco al pensar que Musashi no corría verdadero peligro.
«Si ella confía en que todo va bien, no tengo por qué preocuparme —pensó—. Le conoce mejor que yo, hasta el fondo de su corazón.»
El muchacho fue dando brincos hasta la orilla del río, buscó un lugar somero, vadeó la corriente y subió a la otra orilla. Al aproximarse en silencio, vio que Otsū estaba dentro de la choza, acurrucada en el suelo y con el kimono y las espadas de Musashi apretados contra el pecho.
Jōtarō percibió que las lágrimas de Otsū, que ella no se esforzaba en absoluto por ocultar, no eran lágrimas ordinarias, y, sin comprender realmente lo que había ocurrido, supo que había sido de gran importancia para la joven. Al cabo de un par de minutos regresó silenciosamente al lugar donde yacía la vaca en la pálida hierba y se tendió a su lado.
—A este paso, nunca llegaremos a Edo —comentó.
Libro V
CIELO