Authors: Eiji Yoshikawa
Gonnosuke se detuvo y le dijo:
—Será mejor que esperes aquí. Esa gente probablemente duerme y no debemos asustarles. Iré solo y veré si puedo averiguar algo.
Señaló la casa, cuyo tejado de paja parecía casi enterrado bajo los árboles. Se oyó un susurro de bambúes acompañado por el ruido de apresuradas pisadas. Poco después, llamó fuertemente a la puerta.
Regresó pocos minutos después con una información que parecía dar a Musashi su primera pista auténtica. Había tardado cierto tiempo en hacer comprender al hombre y su mujer de qué les estaba hablando, pero finalmente la esposa le dijo algo que le había sucedido aquella tarde.
Un poco antes de la puesta del sol, cuando regresaba a su casa tras hacer la compra, la mujer había visto a un chiquillo que corría en dirección a Yabuhara, con las manos y el rostro cubiertos de barro y una larga espada de madera en el obi. Cuando ella le detuvo para preguntarle qué le ocurría, el muchacho respondió preguntándole dónde estaba el despacho del representante del shōgun. Siguió diciéndole que un mal hombre se había llevado a la persona que viajaba con él. Ella le dijo que estaba perdiendo el tiempo, pues los funcionarios del shōgun nunca organizarían por su cuenta la búsqueda de una persona vulgar y corriente. Si se tratara de alguien grande o importante, o si tuvieran órdenes superiores, revolverían cada porción de estiércol de caballo, cada grano de arena, pero los paisanos normales no les interesaban. Además, que los salteadores de caminos raptaran a una mujer o dejaran desnudo a un viajero tras haberle robado todo no era nada extraordinario. Esa clase de cosas ocurrían por la mañana, al mediodía y de noche.
La mujer había dicho al muchacho que fuese más allá de Yabuhara, a un lugar llamado Narai. Allí, en un cruce que era fácil de ver, encontraría el almacén de un mayorista especializado en hierbas. El propietario, que se llamaba Daizō, escucharía su relato y con toda probabilidad se ofrecería para ayudarle. Al contrario que los funcionarios, Daizō no sólo simpatizaba con los débiles sino que no se pararía en barras para ayudarles si creía que su causa era justa.
Gonnosuke terminó diciendo:
—Me pareció que ese muchacho podría muy bien ser Jōtarō. ¿Qué crees tú?
—Estoy seguro de ello —dijo Musashi—. Supongo que lo mejor que podemos hacer es ir a Narai lo antes posible y buscar a ese Daizō. Te estoy muy agradecido. Por lo menos tengo una idea de lo que debo hacer.
—¿Por qué no pasas el resto de la noche en mi casa? Puedes salir por la mañana, después de haber desayunado.
—¿Podría hacer tal cosa?
—Claro. Si cruzamos el estanque de Nobu, llegaremos a casa en la mitad del tiempo que hemos tardado en llegar aquí. Le he pedido al hombre que nos dejara usar su bote y me ha dado permiso.
El estanque, que se hallaba al extremo de un corto trecho cuesta abajo, parecía una gigantesca piel de tambor. Rodeado de sauces de hojas violáceas, tendría un diámetro de mil doscientas o trescientas varas. La oscura sombra del monte Koma se reflejaba en el agua, junto con las estrellas del cielo.
Embarcaron, Musashi sostuvo la antorcha y Gonnosuke se encargó de impulsar el bote con la larga pértiga, deslizándose silenciosamente a través del estanque. Mucho más rojo que la misma antorcha era su reflejo en las tranquilas aguas.
Desde lejos, la antorcha y su reflejo sugerían un par de aves de fuego que sobrevolaran la serena superficie del estanque de Nobu.
—¡Viene alguien! —susurró Matahachi—. Muy bien, iremos por aquí —dijo, tirando de la cuerda con la que había atado a Otsū—. ¡Vamos!
—No voy a ir a ninguna parte —protestó Otsū, afirmando los talones en el suelo.
—¡Levántate!
La azotó en la espalda con el extremo de la cuerda, una y otra vez, pero cada golpe reforzaba la resistencia de la muchacha.
Matahachi se descorazonó.
—Vamos, mujer —le imploró—. Camina, por favor.
Al ver que mantenía su negativa a levantarse, la cólera de Matahachi se encendió de nuevo y cogió a la muchacha por el cuello del kimono.
—Vas a venir tanto si te gusta como si no.
Otsū trató de volverse hacia el estanque y gritar, pero él se apresuró a amordazarla con una toalla de manos. Finalmente logró arrastrarla hasta un pequeño santuario escondido entre los sauces.
Otsū, que ansiaba tener las manos libres para atacar a su raptor, pensó en lo maravilloso que sería ser transformada en serpiente, como la que ahora veía pintada en una placa. Estaba enrollada en un tronco de sauce y silbaba a un hombre que la maldecía.
—Hemos tenido suerte —murmuró Matahachi. Suspirando aliviado, empujó a la muchacha al interior del santuario y apoyó todo su peso en la puerta de rejas, mirando fijamente el pequeño bote que entraba en una cala a unas cuatrocientas varas de distancia.
Su jornada había sido agotadora. Cuando intentaba usar la fuerza bruta contra ella, Otsū dejaba claro que prefería morir a someterse. Incluso amenazó con suicidarse cortándose la lengua de un mordisco, y Matahachi la conocía lo bastante bien para saber que no era una amenaza gratuita. Su frustración le llevó al borde de asesinarla, pero esa idea minaba sus fuerzas y enfriaba su lujuria.
No podía comprender por qué Otsū amaba a Musashi y no a él cuando, durante tanto tiempo, había sido lo contrario. ¿Acaso las mujeres no le preferían a su antiguo amigo? ¿No había sido siempre así? ¿No se sintió Okō atraída de inmediato por él en cuanto se vieron? Claro que sí. Sólo había una explicación posible: Musashi le difamaba a sus espaldas. Al pensar en la traición del que había sido su amigo, Matahachi se puso furioso.
—¡Valiente asno estúpido y simplón estoy hecho! ¿Cómo he podido permitir que me pusiera en ridículo de ese modo? ¡Pensar que se me saltaron las lágrimas al oírle hablar de amistad eterna, de cómo la atesoraba él! ¡Ja!
Se reprendió por haber hecho caso omiso a la advertencia de Sasaki Kojirō, la cual resonaba en sus oídos: «Confía en ese bribón de Musashi y llegará el día que lo lamentarás».
Hasta aquel día había oscilado entre el agrado y el desagrado con respecto al amigo de su infancia, pero ahora le odiaba. Y aunque no podía decirla en voz alta, una solemne plegaria por la eterna condenación de Musashi surgió de lo más profundo de su ser.
Se había convencido de que Musashi era su enemigo, nacido para frustrarle a cada paso y finalmente destruirle. «Ese maldito hipócrita —se dijo—. Me ve al cabo de tanto tiempo y se pone a predicar sobre la necesidad de ser un auténtico ser humano, me da ánimos, me dice que a partir de ahora iremos cogidos de la mano, que seremos amigos para siempre. Recuerdo cada una de sus palabras..., le veo diciendo todo eso tan sinceramente. Sólo pensar en ello me pone enfermo. Probablemente se reía para sus adentros mientras me hablaba.
—La llamada buena gente de este mundo no es más que un conjunto de farsantes como Musashi. Bien, ahora sé cómo son, ya no pueden seguir engañándome. Estudiar un montón de libros estúpidos y aguantar toda clase de penalidades sólo para convertirse en otro hipócrita es una tontería. A partir de ahora pueden llamarme lo que quieran. Aunque tenga que convertirme en un villano para hacerlo, de una manera u otra impediré que ese bastardo se haga una reputación. ¡Durante el resto de su vida me interpondré en su camino!»
Se volvió y abrió la puerta de rejas de un puntapié. Desató la mordaza de Otsū y le dijo fríamente:
—Todavía llorando, ¿eh?
Ella no le respondió.
—¡Contéstame! Responde a la pregunta que te he hecho.
Enfurecido por el silencio de la joven, dio una patada a su oscura forma en el suelo. Ella se apartó de su alcance.
—No tengo nada que decirte —replicó—. Si vas a matarme, hazlo como un hombre.
—¡No digas idioteces! He tomado una decisión. Tú y Musashi habéis arruinado mi vida, y voy a desquitarme, te lo aseguro, no me importa cuánto tarde en conseguirlo.
—Estás diciendo tonterías. Nadie te descarrió salvo tú mismo. Claro que pudiste recibir un poco de ayuda de esa mujer, Okō.
—¡Ten cuidado con lo que dices!
—¡Ah, tú y tu madre! ¿Qué le ocurre a tu familia? ¿Por qué siempre tenéis que odiar a alguien?
—¡Hablas demasiado! Lo que quiero saber es si vas a casarte conmigo o no.
—Puedo responder a esa pregunta fácilmente.
—Pues entonces respóndela.
—Tanto en esta vida como en el futuro eterno, mi corazón pertenece a un solo hombre, Miyamoto Musashi. ¿Cómo puedo interesarme por nadie más, y mucho menos por un débil como tú? ¡Te detesto!
Matahachi se echó a temblar. Soltó una risa cruel y dijo:
—Así que me detestas, ¿eh? Bien, es una lástima, porque tanto si te gusta como si no, ¡a partir de esta noche tu cuerpo es mío!
Otsū se estremeció de ira.
—Me he criado en un templo, nunca vi a mis padres. La muerte no me asusta lo más mínimo.
—¿Acaso bromeas? —gruñó él, dejándose caer a su lado y atrayéndole el rostro hacia el suyo—. ¿Quién ha hablado de muerte? Matarte no me daría ninguna satisfacción. ¡Esto es lo que voy a hacer! —Cogiéndola por el hombro y la muñeca izquierda, le clavó los dientes a través de la manga en el brazo.
Gritando y retorciéndose, ella intentó liberarse, pero Matahachi apretó más los dientes clavados en su brazo. No la soltó aun cuando la sangre se deslizaba hasta la muñeca que aferraba.
Pálida como la cera, Otsū se desmayó de dolor. Al notar la languidez de su cuerpo, él la soltó y se apresuró a abrirle la boca para asegurarse de que no se había cortado la lengua con los dientes. El rostro de la joven estaba bañado en sudor.
—¡Otsū! —exclamó quejumbroso—. ¡Perdóname!
La sacudió hasta que volvió en sí.
En cuanto ella pudo hablar, se tendió en el suelo y balbució histéricamente:
—¡Ah, me duele! ¡Cómo me duele! ¡Jōtarō! ¡Ayúdame, Jōtarō!
Matahachi, pálido y sin aliento, le dijo:
—¿Te duele? ¡Qué lástima] Incluso después de que se cure, la señal de mis dientes permanecerá ahí durante largo tiempo. ¿Qué dirá la gente cuando la vea? ¿Qué pensará Musashi? Lo dejo ahí como una marca, para que todos sepan que uno de estos días me pertenecerás. Si quieres huir, hazlo, pero esto hará que me recuerdes siempre.
En el oscuro y un tanto polvoriento santuario, sólo los sollozos de Otsū rompían el silencio.
—Deja de lloriquear, me pones nervioso. No voy a tocarte, así que cállate de una vez. ¿Quieres que te traiga agua?
Cogió una escudilla de barro del altar y empezó a salir.
Le sorprendió ver a un hombre en el exterior, que miraba hacia adentro. El inesperado visitante se dio a la fuga, pero Matahachi cruzó la puerta de un salto y le agarró.
El hombre, un campesino que se dirigía al mercado mayorista de Shiojiri, con varios sacos de grano cargados a lomos de su caballo, cayó a los pies de Matahachi, temblando aterrorizado.
—No iba a hacer nada. Sólo oí llorar a una mujer y miré para ver qué pasaba.
—¿De veras? ¿Estás seguro? —replicó Matahachi. Su actitud era tan severa como la de un magistrado local.
—Sí, lo juro.
—En ese caso, te perdono la vida. Descarga esos sacos y ata a la mujer en el lomo del caballo. Entonces te quedarás con nosotros hasta que hayas dejado de serme útil. —Sus dedos jugueteaban amenazantes con la empuñadura de su espada.
El campesino, demasiado asustado para desobedecer, hizo lo que Matahachi le había ordenado, y los tres se pusieron en marcha.
Matahachi recogió una caña de bambú para usarla como látigo.
—Vamos a Edo y no queremos compañía, así que aléjate de la carretera principal —ordenó al campesino—. Toma un camino donde no nos tropecemos con nadie.
—Eso es muy difícil.
—¡Me tiene sin cuidado lo difícil que sea! Y no se te ocurra hacerme una mala jugada porque te parto la crisma. No te necesito especialmente, lo único que quiero es el caballo. Deberías agradecerme que te haga venir.
El oscuro sendero parecía más empinado a cada paso. Cuando llegaron a Ubagami, más o menos a la mitad del recorrido, tanto los hombres como el caballo estaban próximos a desplomarse. Bajo sus pies las nubes se ondulaban como olas. Una débil luminosidad teñía el cielo por el este.
Otsū había cabalgado durante toda la noche sin pronunciar palabra, pero cuando vio los primeros rayos del sol, dijo quedamente:
—Matahachi, por favor, deja que este hombre se marche. Devuélvele su caballo. Te prometo que no me escaparé.
Matahachi se mostró reacio, pero Otsū repitió su súplica por tercera y cuarta vez, hasta que él cedió. Cuando el campesino se alejaba, Matahachi dijo a la joven:
—Ahora camina en silencio y no intentes huir.
Ella se puso la mano sobre el brazo herido y, mordiéndose el labio, dijo:
—No lo haré. No creerás que deseo que alguien vea las marcas de tus colmillos venenosos, ¿no es cierto?
—Estás yendo demasiado lejos, madre —dijo Gonnosuke—. ¿No te das cuenta de que también yo estoy trastornado?
Lloraba y las palabras le salían entrecortadas.
—¡Chisss! Le despertarás. —La voz de su madre era suave pero severa. Podría estar riñendo a un niño de tres años—. Si te sientes tan mal, lo único que puedes hacer es dominarte y seguir el Camino con todo tu corazón. Llorar no te servirá de nada. Además, es indecoroso. Límpiate la cara.
—Primero prométeme que me perdonarás mi vergonzosa actuación de ayer.
—Es cierto que no pude evitar reñirte, pero supongo que, al fin y al cabo, todo es cuestión de pericia. Dicen que cuanto más tiempo pasa sin que un hombre se enfrente a un desafío, tanto más débil se vuelve. Es natural que perdieras.
—Oírte decir eso no hace más que empeorar las cosas. A pesar de tu estímulo, fui derrotado. Ahora veo que no tengo el valor ni el espíritu necesarios para ser un auténtico guerrero. Tendré que abandonar las artes marciales y conformarme con ser un campesino. Puedo hacer mucho más por ti con la azada que con el bastón.
Musashi ya se había despertado. Se enderezó, sorprendido de que el joven y su madre se hubieran tomado la escaramuza tan en serio. Él mismo ya la había relegado, considerándola un error tanto suyo como de Gonnosuke. «Qué sentido del honor», musitó mientras pasaba con sigilo a la otra habitación. Fue al extremo y miró a través de la ranura entre los paneles de la shoji.