Salió de la cocina y dio una vuelta por la casa. Sintió desánimo al mirar por la ventana. Ni un solo vecino a la vista. El cuarto de estar era amplio y luminoso. Algunos cuadros de colores alegres colgaban de las paredes. Obras de pintores para él desconocidos. Subió la escalera y entró en el dormitorio. Una cama de matrimonio. Al lado había una habitación para los invitados; parecía vacía. Un estudio, un cuarto de baño amplio y una salita de estar.
No descubrió nada que le llamase la atención. Al menos, no a primera vista. Ningún desperfecto o destrozo que pudiera observar. Sohlman se ocuparía más tarde de la casa, por eso tuvo buen cuidado de no tocar nada.
El piso inferior era igual de amplio y luminoso. Al lado de la cocina había un comedor grande con chimenea. Otro dormitorio y un cuarto lleno de libros y con un buen sillón de lectura. «Pues la verdad es que para vivir sola andaba sobrada de espacio», se dijo.
La presencia de Karin Jacobsson en la puerta interrumpió sus reflexiones.
—Anders, ven —le gritó con el resuello en la boca—. Hemos encontrado algo.
Q
uedaban menos de cinco minutos para que terminara la jornada escolar. Después de la escuela, solía irse directamente a casa. Deprisa. Deprisa. Con la llave colgando de una cinta alrededor del cuello. Puesto que la única manera de evitar a sus torturadores era sacarles una ventaja lo bastante grande para que no pudiesen alcanzarlo, empezó con sus preparativos varios minutos antes de que finalizara la última clase. Empezó a guardar sus cosas con cuidado. Cerró el libro sin hacer ruido. Luego, metió el lápiz en su pequeño compartimento dentro del estuche, la goma en el suyo. En todo momento mantuvo la mirada fija en la maestra, que no tenía que notar nada. Cerró con sigilo la cremallera del estuche. Le pareció que hacía tal ruido que se habría oído en toda el aula. La señorita tampoco notó nada esta vez. Por lo común, el silencio en clase era absoluto, la señorita era severa y no toleraba que se hablara ni que se hiciesen travesuras. Entonces se volvió de espaldas. Bien. Aprovechó para abrir la tapa del pupitre. Sólo una pequeña abertura, lo suficiente como para poder deslizar los libros dentro. Después, el estuche. Ya está. Notaba los latidos del corazón rápidos y nerviosos. Pronto sonaría el timbre. Sobre todo, que la maestra no notara nada antes. Lisa, que se sentaba a su lado, vio lo que estaba haciendo; le daba igual. Ella hacía como los demás, que pasaban de él, lo ignoraban. Exactamente igual que los otros cobardes. Nadie se atrevía a ser amigo suyo, por miedo a ser víctimas ellos mismos de la banda de los odiosos
.
J
ohan colgó el auricular después de hablar con su confidente en Nynäshamn. ¿Cómo podía el tío enterarse de todo tan rápido? Se preguntaba con quién tendría tan buenos contactos su confidente. Recogió a toda prisa su bloc, el móvil y los bolígrafos, y salió a la carrera de la habitación. Se había cometido otro asesinato más. Tres en menos de tres semanas. Era aterrador, increíble. Los redactores en Estocolmo querían que fuera directamente a la casa de När y que informara desde allí, por teléfono, en directo, para los informativos
Aktuellt
y
Rapport
. Tendría que tratar de conseguir el mayor número posible de datos antes de las emisiones. Según su fuente, todo era como en los dos asesinatos anteriores: una treintañera asesinada a hachazos y con las bragas metidas en la boca.
Llamó a Knutas mientras esperaba que Peter pasara por el hotel a recogerlo. El fotógrafo había salido a probar uno de los muchos campos de golf que había en Gotland y lo interrumpió en mitad del recorrido. El comisario no contestaba. Karin Jacobsson, tampoco. El oficial de guardia, nada; lo remitió al jefe de la investigación, es decir, a Knutas. Mierda. El oficial de guardia sólo estaba autorizado a decirle que había ocurrido algo en una casa en När. Pero se negaba a precisar qué. La policía estaba ya en el lugar y tenía que poder trabajar con tranquilidad. Johan, impaciente, encendió un cigarrillo, mientras miraba a la calle. Cuánto tardaba Peter…
Un reportero de la redacción central llegaría a bordo del próximo avión. Los días siguientes, él cubriría la noticia para los informativos nacionales de la cadena pública de Televisión Sueca, mientras que Johan seguiría trabajando para la programación regional. De esa manera, razonaban los jefes, podrían ofrecer distintos puntos de vista sobre las novedades que se produjeran en torno al caso. Los reporteros de los informativos nacionales sólo aparecían cuando la noticia era candente. Como ahora, cuando, de manera tan incomprensible como inesperada, se había producido el tercer asesinato. En condiciones normales, Johan se habría sentido ofendido si a los de noticiarios nacionales no les hubieran parecido bastante buenos sus reportajes para sus programas. Pero en aquellos momentos se alegraba. Si trabajaba para todos los informativos, se quedaba sin tiempo para ver a Emma.
—
V
en, Anders, date prisa.
Karin parecía alterada. La siguió hasta el patio. Al lado de unos arbustos, un poco más allá, vio a Sohlman y Kihlgård inclinados sobre algo. Corrió hacia ellos.
Sohlman recogía un objeto del suelo con unas tenacillas. Era alargado y de plástico. Lo observó de uno y otro lado. El sudor le corría por la espalda.
—¿Qué demonios es eso? —gruñó Kihlgård.
—Un inhalador para asmáticos.
—¿Tenía asma Gunilla Olsson? —preguntó Knutas.
Sus colegas se encogieron de hombros.
Se apresuró a entrar en la casa de nuevo. Cecilia Ångström y la policía uniformada estaban a punto de salir.
—¿Sabes si Gunilla padecía asma?
—No, no lo creo —respondió Cecilia Ångström dubitativa—. No —añadió después, más segura—. No podía ser asmática. Estuvimos en una fiesta hace unas semanas en casa de unos amigos que tenían un perro y un gato. Gunilla no dijo nada acerca de que eso le supusiera ninguna molestia.
—Y tú, ¿padeces asma?
—No.
Knutas regresó donde estaban sus colegas, vueltos hacia él en actitud expectante.
—Sí —anunció—. Parece que sabemos algo nuevo acerca de nuestro asesino. Es asmático.
J
ohan no sabía mucho de När, aparte de que era el lugar de procedencia del grupo musical Ainbusk Singers. Tratando de dar con la casa de Gunilla Olsson, Peter y él acabaron en la carretera que conducía al puerto de Närhamn, constantemente azotado por los vientos. El pequeño pueblo pesquero recordaba Noruega o Islandia. Un muelle que penetraba directamente en el mar. En él, una hilera de barracas con las casetas de los pescadores. Redes de arrastre, cajas de pescado de porexpan blanco y montones de redes. Los barcos que no habían salido a faenar se mecían amarrados al muelle. Divisaron a lo lejos a un par de turistas que pedaleaban con fuerza en sus bicicletas en dirección al faro de Närsholmen. Las olas se sucedían a un ritmo que parecía preestablecido. Johan bajó la ventanilla del coche. El olor a algas le evocó recuerdos. Sintió deseos de ir derecho hasta la punta del muelle y dejar que el viento lo llenara de energía. La idea de Emma le rondaba y hacía presa en su corazón, su cabeza, su sexo y su estómago. Pero ahora era otro tipo de realidad la que requería su atención. Peter dio la vuelta.
—Hay que joderse, nos hemos equivocado.
Después de confundirse un par de veces más, por fin llegaron a la casa. Si en el puerto el aire era violento, fuera de la casa de la mujer asesinada no se movía ni una hoja. La policía había acordonado una zona amplia y algunos curiosos, tras interrumpir su celebración, se concentraban al lado del cordón policial.
Desde el pueblo llegaban las notas suaves de un acordeón. Los festejos del solsticio de verano estaban en su punto culminante, a escasa distancia del lugar del crimen.
Después de mucho preguntar, Johan averiguó que Knutas había abandonado la casa hacía sólo un cuarto de hora, al igual que Karin Jacobsson.
De los policías de Visby, eran los únicos con quienes tenía buena relación.
Llamó a Knutas. Le confirmó que una mujer de treinta y cinco años había sido asesinada en su casa. La hora exacta a la que se cometió el crimen no se sabía con precisión. El policía no quiso revelarle ningún detalle sobre cómo la habían asesinado.
Knutas sabía que los periodistas se informarían de la identidad de la víctima, y pidió a Johan que no la hicieran pública, ni reprodujesen imágenes de ella. La policía aún no había conseguido ponerse en contacto con los familiares.
J
ohan tuvo tiempo de hablar con un chaval del montón de gente que se había reunido fuera del cordón policial antes de la hora de emisión.
Se trataba de una chica que vivía allí sola. Tendría unos treinta años, pudo saber. Se dedicaba a la cerámica.
Faltaban unos minutos para las seis cuando llamó a la redacción de
Aktuellt
en Estocolmo. Lo pusieron en conexión con el estudio y contó en directo a los espectadores lo que sabía.
Cuando finalizó la conexión, se dijo que debía tratar de buscar material para la siguiente emisión. Habían prometido que habría una rueda de prensa en las dependencias de la policía a las 21.00 horas.
Para entonces ya habría llegado el reportero de noticias nacionales y podrían colaborar. Magnífico.
P
eter iba dando vueltas y filmando fuera de la zona acordonada. La policía no soltaba prenda. Johan decidió entonces hablar con la gente que se encontraba en el caminito de guijarros que había fuera de la casa. Algunos habían llegado allí en bicicleta, un par de jóvenes en una motocicleta y se veía algún que otro coche aparcado en el camino. La mayoría eran vecinos que habían visto los coches de la policía alrededor de la casa.
Johan se acercó a una mujer de mediana edad, de formas redondeadas, vestida con unos pantalones cortos y una camiseta de tenis. Llevaba un perro y estaba sola, algo apartada del resto de curiosos.
Se presentó.
—¿Conocías a la mujer que vivía aquí? —le preguntó.
—No —contestó la mujer—. Personalmente, no. He oído que ha sido asesinada. ¿Es verdad? ¿Es el mismo tipo que ha asesinado a las otras mujeres? —La mujer siguió hablando sin esperar respuesta—. Esto es de locos, es como en las películas. No me puedo creer que sea cierto.
—¿Cómo se llamaba?
—Gunilla Olsson.
—¿Tenía familia?
—No, vivía sola. Era ceramista. Trabajaba en el taller, ahí al lado.
La señora le mostró una construcción baja con grandes ventanas dentro de la zona acordonada.
—¿Cuántos años tenía?
—Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco.
—¿Vives por aquí cerca?
—Sí, vivo más allá, siguiendo el camino.
—¿Había buena relación?
—Bueno, yo conocí a su madre cuando vivía, porque íbamos al mismo grupo de costura, pero con la hija no tenía mucho trato. Nos saludábamos cuando nos veíamos, pero parecía que no quería hablar. Se mantenía bastante alejada. Se mudó aquí hace relativamente poco. Puede hacer como medio año. Vivió en el extranjero mucho tiempo. Muy lejos, en Hawai. Sus padres vivían en Ljugarn, así que ella se crió allí. Murieron hace varios años, en un accidente de coche, cuando Gunilla estaba en el extranjero. Y figúrate, ¡ni siquiera vino al entierro! Habían perdido el contacto casi del todo, cuando ella se hizo adulta. No quería llevar el apellido de ellos. En cuanto fue mayor de edad, se cambió el apellido por el de Olsson, aunque sus padres se apellidaban Broström. Sé que su madre lo pasó mal entonces. Tiene también un hermano, que vive en la Península. Me parece que ha mantenido el apellido Broström. Creo que fue la chica quien les dio más problemas a los padres.
—¿Qué tipo de problemas?
—Faltaba mucho a la escuela, se vestía de forma extraña y cada vez que te la encontrabas llevaba un color de pelo diferente. El padre era pastor protestante. Supongo que debió de ser especialmente duro para él. Gunilla era, cómo diría yo…, rebelde, eso es. Entonces, cuando era joven, quiero decir. Luego se fue a Estocolmo y asistió a la Escuela de Arte, y luego sólo sé que se largó al extranjero.
Johan se quedó atónito con su interlocutora, que parecía una agencia de información. Peter se había unido a ellos, con la cámara en marcha mientras la otra hablaba.
—El caso es que presentó un par de exposiciones la primavera pasada —prosiguió la mujer—. Y creo que le fue bastante bien. Bueno, la verdad es que hacía cosas muy bonitas.
La locuaz señora acarició al perro, que empezaba a impacientarse.
—¡Uf!, esto es espantoso. Ya no se va a atrever una ni a salir de casa. Yo estuve en una de sus exposiciones e intenté hablar un poco con ella, pero no lo conseguí. Apenas me contestó.
—¿Sabes si tenía alguna relación?
—No. Bueno, ahora que lo dices, últimamente he visto por aquí a un tipo al que no conozco. Salgo mucho de paseo con el perro y lo he visto varias veces.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—La primera vez hace ya unas semanas. Pasaba por aquí una tarde, y vi que salía de la casa.
—¿Hablaste con él?
—No. Creo que no me vio.
—¿Puedes describirlo?
—Era alto y de pelo muy rubio.
—¿Qué edad tenía?
—Era bastante joven. Unos treinta, quizá. Luego, he visto a un hombre un par de veces, y estoy casi segura de que era el mismo.
—¿Cuándo?
—Volví a ver a ese hombre una semana después de la primera vez. Venía andando desde la casa de ella y bajaba por el camino hacia la parada del autobús. Parecía que tenía prisa, porque caminaba con rapidez. Me lo encontré en el camino y me fijé bien en él. Parecía elegante, bien vestido. Desde luego, no se trataba de ningún desastrado.
—¿Y dices que tenía unos treinta años?
—Sí, más o menos. No lo sé con seguridad.
Johan sintió que se le aceleraba el pulso. Era posible que aquella mujer hubiera visto al asesino.
—¿Sabes si tenía coche?
—Sí, un coche desconocido ha aparcado aquí un par de veces. Un Saab, bastante viejo. No sé de qué modelo, pero me pareció que tenía más de diez años.
J
ohan terminó la entrevista y volvió al coche para dirigirse a la comisaría, donde tendría lugar la rueda de prensa. Allí se encontró con el reportero de las noticias nacionales, Robert Wiklander, que ya había llegado.
Aktuellt
iba a emitir en directo. En Gotland no había ningún equipo móvil con el equipo técnico necesario para emitir en directo, pero ya había salido uno desde Estocolmo, que llegaría a tiempo para la emisión de las nueve. Lo cual significaba que Johan y Peter se podían ir a los locales de la antigua redacción a editar su material para las últimas emisiones de la noche.