Los niños, encaramado cada uno en su taburete, bebían un batido de cacao y comían bollos de canela recién hechos. Un consuelo, tras el escozor del champú en los ojos y el agua unas veces fría y otras caliente que mamá les había echado por encima en la ducha que se acababan de dar.
Emma los observaba mientras comían. Sara, de siete años, había terminado el primer curso. Era una niña alegre, querida y aplicada en la escuela. Con los ojos oscuros y las mejillas sonrosadas. «Ha ido muy bien hasta ahora», pensó Emma agradecida. Posó la mirada en Filip, que tenía seis años. Rubio, con la tez clara, ojos azules y hoyuelos en las mejillas. Bueno, aunque travieso. Se llevaban poco más de un año. De eso se alegraba ahora.
Al principio fue duro, con un crío en cada brazo. Sara no había aprendido aún a andar, cuando nació Filip. Además, Emma no había finalizado sus estudios. Siguió estudiando el último año en la universidad con un niño al pecho y otro en la barriga. En estos momentos no podía comprender cómo había sido capaz de hacerlo. Pero lo hizo. Con mucha ayuda de Olle, claro está. Él estaba también en el último curso de económicas, así que se turnaron para cuidar a los bebés y estudiar. Habían bregado con los niños, la pésima economía y los estudios. Entonces vivían en un piso realquilado en Estocolmo. Sonrió al recordar cómo había tirado del cochecito doble y comprado el tomate triturado que estaba de oferta en el supermercado Rimi.
Recordaba que habían utilizado pañales de tela con protectores de plástico, para ahorrar basura y dinero. Olle se sentaba por la noche y doblaba pañales viendo
Rapport
, mientras ella le daba el pecho. Cómo habían luchado. Al mismo tiempo, su amor florecía y lo compartían todo.
Entonces creía que iban a estar juntos para siempre. Ahora ya no estaba tan segura.
S
ara bostezaba. Eran las ocho. La hora de acostarse. Después de que se lavaran los dientes, les contó un cuento cortito y, tras darles un beso de buenas noches, se sentó en uno de los sofás del cuarto de estar. No se molestó en encender la tele. Se quedó mirando a través de la ventana. El sol estaba todavía alto en el cielo. «Qué extraño, cómo cambia la perspectiva con la luz —pensó—. Ahora, con el jardín inundado de luz, parece absurdo acostar a los niños. En diciembre, a las cuatro de la tarde ya parece hora de irse a la cama».
Se acurrucó en una esquina del sofá. Se sirvió una taza de café. Sus pensamientos volvieron otra vez al pasado.
Ella y Olle tuvieron una buena relación durante mucho tiempo, claro que sí. Cuando los niños eran pequeños, ella se preocupó de que ambos siguieran teniendo sus agradables cenas los viernes por la noche, a pesar de los llantos de los pequeños y de los cambios de pañales. Muchas veces habían estado sentados con una buena cena y las velas encendidas y al mismo tiempo, uno de ellos tenía que arrullar a los niños, mientras el otro comía para que no se enfriara la comida. Pero a veces salía bien. Y aquellos momentos fueron muy importantes, era consciente de ello.
No se habían olvidado el uno del otro porque hubieran tenido hijos. Un fallo en el que muchos en su círculo de amistades incurrieron, y que a menudo tenía como consecuencia el divorcio. Habían seguido pasándolo bien juntos, entre risas y bromas. Al menos los primeros años. Entonces, Olle le compraba flores a menudo y le decía lo guapa que era. Ella no se había sentido nunca tan realizada con nadie. Incluso cuando engordó casi treinta kilos con el primer embarazo, él se quedaba contemplando su cuerpo con admiración, cuando ella estaba desnuda, y le decía:
—Cariño, ¡qué sexy estás!
Y le creía. Cuando daban una vuelta por la ciudad, se sentía guapa de verdad, hasta que veía su silueta reflejada en un escaparate y advertía que estaba tres veces más gorda que su marido.
Habían cuidado su amor y ella había estado enamorada de él durante mucho tiempo.
Los últimos dos años, algo pasó. No sabía con exactitud cuándo se produjo el cambio, sólo que se había producido.
Empezó con las relaciones sexuales. A Emma le parecía que cada vez eran más aburridas, más previsibles. Olle hacía lo que podía, pero a ella le costaba sentir deseos de verdad. Seguían haciendo el amor, pero cada vez con menos frecuencia. A menudo, ella sólo quería ponerse un camisón cómodo y leer un buen libro hasta que se le cerrasen los párpados. En el fondo, le angustiaba una sensación de tristeza. ¿Serían capaces de volver a tener las relaciones sexuales que habían tenido antes? Lo dudaba.
Otras cosas habían cambiado también. Ahora, Olle era capaz de ir por la vida como un robot y contentarse con ello. Parecía que ya no tenía ninguna necesidad de pensar en algo divertido, algo que pudieran hacer juntos. Si salían a cenar o al cine, tenía que organizarlo ella. Olle estaba satisfecho con que se quedaran en casa. Los ramos de tulipanes y los detalles llegaban más de tarde en tarde. La diferencia era enorme comparado con los primeros años, y no hacía sino aumentar con el tiempo.
Volvió a mirar afuera. Olle había ido a la Península para unas conferencias. Estaría fuera tres días. Había llamado dos veces aquel día. Inquietud en la voz. Le había preguntado cómo se sentía. Por supuesto que agradecía su consideración, pero en aquellos momentos sólo quería que la dejaran en paz.
Pensó en Johan. No podía volver a verlo. Estaba descartado. Aquello ya había ido demasiado lejos. Pero cómo la hizo sentir. Había olvidado cómo era. Sólo sentir ese deseo salvaje. Y de alguna manera extraña, aquello le había parecido bien. Como si tuviera derecho a sentirlo, que tenía sentido que todo su cuerpo ardiese. Johan la había hecho sentirse viva, como una persona completa.
Le dolía ser consciente de ello.
K
nutas saludó brevemente a sus colegas, cuando llegó casi sin resuello a la sala de reuniones, un cuarto de hora después que los demás. Se había quedado dormido aquella mañana. Lo despertó Kihlgård, que había telefoneado a su casa. Se dejó caer en la silla y a punto estuvo de tirar la taza de café que tenía delante, en la mesa.
—¿Qué habéis averiguado de Hagman?
Kihlgård estaba sentado a un extremo de la mesa con una taza de café y un bocadillo de queso enorme en un plato demasiado pequeño. Knutas lo miró estupefacto, mientras pensaba que tenía que haber cortado el pan de molde a lo largo.
—Bah, no mucho —contestó Kihlgård después de dar un buen mordisco y tomar un poco de café sorbiendo ruidosamente—. Trabajó en el instituto Säveskolan hasta el verano de 1983. Después lo dejó a petición propia, según el director, que todavía es el mismo. En eso tuvimos suerte— constató Kihlgård satisfecho y le dio otro mordisco al bocadillo.
Los que estaban presentes en la sala esperaban impacientes a que terminara de masticar.
—El hecho de que hubiese mantenido una relación con una alumna se extendió enseguida y fue, evidentemente, muy duro para Hagman. El tema dio que hablar, claro. Él, como sabemos, estaba casado y tenía dos hijos. Se fue a otro instituto y toda la familia se trasladó a Grötlingbo, en el sur de Gotland —añadió Kihlgård, como si hubiera olvidado que todos los que se encontraban allí, excepto él, eran de Gotland. Echó una ojeada a sus papeles—. El instituto en el que empezó se llama Öja Skola y está cerca de Burgsvik. Hagman trabajó allí hasta que se jubiló hace dos años. Jubilación anticipada.
—¿Aparece en los archivos policiales? —preguntó Knutas.
—No, ni siquiera por un exceso de velocidad —respondió Kihlgård—. Es cierto, de todas formas, que tuvo una historia de amor con Helena Hillerström. El director me lo confirmó. Todos los profesores lo sabían. Hagman se despidió antes de que el centro tuviera tiempo de adoptar alguna medida.
Kihlgård se echó hacia atrás con el bocadillo en la mano y miró expectante a su alrededor.
—Vamos a ir a hablar con él enseguida —dijo Knutas—. ¿Me acompañas, Karin?
—Por supuesto.
—¿Os molesta que vaya yo también? —preguntó Kihlgård.
—No, claro —dijo Knutas—. Vente.
J
ohan y Peter finalizaron la corrección de un reportaje extenso sobre el ambiente que se respiraba en la isla después del último asesinato. Habían incluido varías entrevistas: la mamá preocupada, el dueño de un restaurante que ya acusaba una retracción del negocio, y unas chicas jóvenes a quienes les atemorizaba salir por la noche. Con todo, el redactor no estaba contento. Max Grenfors nunca se mostraba satisfecho si el reportaje no se había hecho exactamente tal como él lo hubiese hecho. «Qué gilipollas», pensó Johan. Al menos había accedido a permitir que se quedaran unos días más, aunque no hubiese novedades. Tenían más trabajos pendientes. Para el día siguiente, Johan tenía concertada una nueva entrevista con el comisario judicial Anders Knutas, para informarse de cómo avanzaba la investigación.
El hecho de que Johan se quedase en la isla significaba que tendría más posibilidades de ver a Emma. Si ella quería, claro. Temía haberla asustado la última vez con su atrevimiento. Y por dentro le corroía una sensación de culpa. Estaba casada. A pesar de ello, no dejaba de pensar en ella. Disfrutaba pronunciando su nombre en voz alta. Emma. Emma Winarve. Sonaba tan bien… Tenía que volver a verla. Al menos, una vez más.
Decidió probar suerte. A lo mejor estaba en casa, y su marido, no. Contestó tras el primer tono. Algo agitada.
—Hola, soy yo, Johan.
Una corta pausa.
—Hola.
—¿Estás sola?
—No, están aquí los niños. Y su abuela paterna.
¡Mierda!
—¿Podemos vernos?
—No lo sé. ¿Cuándo?
—Ahora.
La oyó reírse.
—Estás loco.
—¿La abuela oye lo que dices?
—No; están fuera, en el jardín.
—Tengo que verte. ¿Tú quieres verme?
—Quiero, pero no puede ser. Es una locura.
—Deja que sea una locura. Es una necesidad.
—¿Cómo sabes si lo es para mí?
—No lo sé. Lo deseo.
—¡Uf! No sé.
—Por favor. ¿Puedes venir?
—Espera un poco.
Pudo oír cómo dejaba el auricular y se alejaba. Tardó un minuto. Tal vez dos. Contuvo la respiración. Ella volvió y dio la respuesta:
—Sí, está bien.
—¿Paso a buscarte?
—No, no. Iré en coche hasta el centro. ¿Dónde nos vemos?
—Te espero en el aparcamiento de Stora Torget. ¿Te parece bien dentro de una hora?
—Vale.
«
E
stoy loca —se dijo Emma cuando colgó el auricular—. He perdido el juicio del todo». Pero en aquellos momentos le importaba un bledo. Había sido muy fácil. Le dijo a su suegra que una amiga estaba deprimida y llorando y que tenía que ir inmediatamente. «No te preocupes», la tranquilizó la madre de Olle. Ella se ocuparía de los niños y les prepararía unos crepés para cenar. Qué terrible lo de tu amiga. Claro que tenía que ir. Su suegra se ofreció a quedarse toda la tarde, y toda la noche también, si era necesario. Olle no regresaría a casa hasta el día siguiente.
Emma se apresuró a darse una ducha. Como habían estado fuera tomando el sol toda la tarde, tenía calor y estaba sudorosa, se justificó en voz alta, al tiempo que se encendían en su cabeza las luces de alarma. Se lavó el pelo, se dio una loción corporal olorosa y se roció unas gotas de perfume con el corazón acelerado y expectante. Se puso el sujetador más bonito, una falda y una blusa. Un beso a los niños y adiós. Respiró hondo y prometió llamar más tarde. Cuando se dejó caer en el asiento del coche, sudaba de nuevo.
Al mismo tiempo que se incorporaba a la carretera principal en dirección a Visby, subió el volumen de la radio al máximo y abrió la ventanilla. Dejó que entrasen en el coche los cálidos efluvios de comienzos de verano y que sus remordimientos salieran despedidos por la ventanilla.
Cuando aparcó el coche en el único sitio libre que quedaba en todo el aparcamiento, lo vio fuera de la tienda Systembolaget. Llevaba vaqueros y una camiseta negra. Tenía el pelo alborotado.
Lo que ocurrió después fue lo lógico. No tuvieron que decirse nada. Sólo caminaron por la calle, uno al lado del otro, y sus pasos se dirigieron automáticamente hacia el hotel donde se alojaba el reportero. Como si fuera la cosa más natural de mundo. Cruzaron la recepción, subieron la escalera, llegaron a la puerta de la habitación y entraron. Por primera vez estaban solos en un espacio privado. Siguieron sin decir nada. Johan la abrazó nada más cerrar la puerta. Observó que cerraba con llave.
K
nutas conducía rápido en dirección a Sudret. Karin Jacobsson y Martin Kihlgård iban en los asientos traseros. Habían tomado la carretera 142 que discurría justo por el centro de la isla. Pasaron Träkumla, Valí y Hejde. Cruzaron luego el páramo de Lojsta, donde los caballos autóctonos de Gotland,
gotlandsruss
, viven casi salvajes. Karin, que había trabajado como guía turística en su juventud, le habló a Kihlgård de los caballos de Gotland, o carneros del bosque como también se los conoce.
—¿Has visto el cartel donde pone Russpark? Si continúas unos kilómetros más, llegas a la zona de Lojsta, donde están los caballos. Están ahí en manada todo el año, haga el tiempo que haga. Hay cincuenta yeguas y un semental. El semental se queda de uno a tres años, en función de cuántas yeguas haya conseguido cubrir. Suelen nacer unos treinta potrillos al año.
—¿Qué comen? —preguntó Kihlgård, al tiempo que su mirada se concentraba en la esquina de una bolsa con cochecitos de gominola, que luchaba por abrir; al fin claudicó y abrió la esquina con los dientes.
—Les echan heno durante el invierno, el resto del año comen hierba y lo que el bosque les ofrece. Sólo los encierran un par de veces al año, una para cuidarles los cascos, y la otra, en julio, con ocasión del concurso de premios de los caballos.
—¿Y qué sentido tiene mantener a estos caballos, si están ahí fuera todo el año?
—Es para proteger la raza. El caballo de Gotland es la única raza de pony autóctono que se conserva en Suecia. Tienen sus orígenes en la Edad de Piedra. A principios del siglo XX estuvieron en peligro de extinción. Entonces empezaron a cuidarlos, y ahora la yeguada ha aumentado. Ahora hay alrededor de dos mil ejemplares en Gotland, y unos cinco mil en el resto de Suecia. Son unos caballos de monta muy populares. Como sólo tienen unos 125 centímetros de alzada, son perfectos para los niños. También por su temperamento. Son caballos obedientes, dispuestos a trabajar y resistentes. Además, son buenos para el trote. Mi hermano tiene caballos aquí. Yo suelo acompañarlo el día de los premios. Nos reunimos por la mañana temprano, y unas treinta personas ayudamos a llevar los caballos juntos. Es una experiencia maravillosa —concluyó Karin con una expresión gozosa en los ojos.