—¿Por qué?
—Ni idea. Por supuesto, yo traté de convencerla para que me lo dijera, pero todo fue inútil. «Lo sabrás en su momento», contestaba.
—¿Qué pasó después?
—Un día me contó que se había acabado. No sé lo que pasó ni por qué. Sólo me dijo que había terminado y que se quedaba con Per.
—¿Cuándo fue eso?
—No sé, hace unos cuantos años. ¿Cuánto puede hacer…? Tres, cuatro años tal vez.
—¿No habló nunca de él después?
—No. Con el tiempo lo olvidé. Hasta ahora.
—Eso habría que comprobarlo —dijo Johan—. Alguien más tiene que saberlo. ¿Hablaste de ello con alguno de sus amigos cuando estuviste en Estocolmo?
—No, claro que no. Ni lo pensé.
Emma miró el reloj. Las dos y media. Notaba ya el efecto del vino, pero dio un trago más y le sostuvo la mirada.
—Tengo que tomar el autobús a la hora, para no llegar tarde a buscar a mis hijos después de las actividades extraescolares.
—Puedo llevarte. Sólo he bebido un vaso de vino.
Cruzaron la ciudad en silencio. Emma se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos; hacía tiempo que no se sentía tan bien.
Abrió los ojos y se quedó mirándole.
«Dios mío, me estoy enamorando de él —pensó—. Esto es una locura». Pero al mismo tiempo no podía dejar de disfrutar del momento. Con él se relajaba. Hacía tiempo que no se sentía tan alegre y habladora. Contempló su mano en torno al volante. Bastante morena, viril. Uñas cortas y limpias.
Johan se volvió y la miró.
—¿En qué piensas?
Se ruborizó.
—En nada.
Fue consciente de su propia amplia sonrisa.
Sin previo aviso, él se desvió de la carretera principal, que iba hacia Roma, y entró en un camino de guijarros. Detuvo el coche junto a la linde del bosque. No se sintió particularmente sorprendida, ni asustada. Sólo notó un leve cosquilleo en el estómago.
Johan no dijo nada. Sólo se inclino hacia delante y la besó. Le devolvió el beso. A Johan le sorprendió la intensidad de aquel beso. Le acarició el pelo, los brazos, las piernas. Emma sintió cómo se le humedecía la entrepierna. «Sólo un poco más —pensó mientras su lengua se enredaba en un tierno combate con la de él—. Un poco más». Cuando la mano del hombre iba deslizándose por debajo de su jersey, lo apartó.
—Mira, tenemos que dejarlo. Esto no puede ser.
—Un poco más —suplicó.
Emma fue tajante. La cordura empezaba a volver a su cerebro.
El resto del viaje hasta Roma lo hicieron en silencio. Cuando llegaron a la escuela, el periodista se volvió hacia ella y preguntó.
—¿Cuándo volvemos a vernos?
—Eso no te lo puedo decir en este momento. Los niños me están esperando. Tengo que reflexionar. Te llamaré.
Se sintió aliviada cuando vio a Sara en el patio saludándola con la manita.
E
l dolor de estómago se volvía más intenso en el camino hacia la escuela. Cada paso que daba era peor. Cuando llegaba a la calle Brömsebrovägen y veía la fachada de ladrillo rojo de la escuela Norrbackaskolan, sentía siempre una opresión en el pecho que le impedía respirar. Intentaba quitarse de encima aquella sensación. Comportarse con normalidad. Aparentar indiferencia. Allí llegaban Jonas y Pelle. Hablando, jugando con una piedra como si fuera un balón, empujándose divertidos el uno al otro. Normales y seguros de sí mismos. Hacía sólo unos meses, él había sido uno de ellos. Ahora todo era distinto. Llegaron al patio de la escuela al mismo tiempo. Lanzó un escupitajo contra la pared. Miró de soslayo a sus compañeros de clase. Los chicos hacían como si no lo vieran. El sentía cómo iba enrojeciendo y bajaba la cabeza. Cruzaba a toda prisa el patio de la escuela. La desesperación le crecía en el estómago. ¿Cómo podía haber cambiado todo en tan poco tiempo? La escuela ya no era sino un gran motivo de odio. Totalmente oscuro. ¿Acabaría aquello alguna vez?
Cómo le gustaría que las cosas fueran como antes. Como eran en otoño. Entonces iba a la escuela y jugaba con sus amigos como la cosa más natural del mundo. Jugaban al fútbol y al hockey en los recreos, En aquel tiempo, la escuela había sido lo más divertido de su vida. Entonces siempre la echaba de menos cuando estaba en casa. En la escuela todo era normal. La gente a su alrededor estaba contenta y era amable. No como en casa, con vibraciones raras, que no podía comprender, y ante las cuales no sabía qué postura adoptar. En casa, a menudo estaba en ascuas. Intentaba agradar a su madre. No molestar. Se había acostumbrado al hecho de que sus padres ya apenas hablaran entre ellos o a que el ambiente fuera tenso alrededor de la mesa. Se trataba sólo de salir de allí lo antes posible, sin que se produjera ninguna irritación. Antes no le había parecido tan preocupante la situación en casa, entonces tenía amigos a los que acudir. Para salir y para jugar. Ya no los tenía. Por eso se le hacía más insoportable el ambiente desagradable de su casa. No tenía adonde ir. En vez de eso, se refugiaba en su habitación. En sí mismo. Leía libros. Hacía puzles complicados y de difícil solución que le llevaban mucho tiempo. Hacía los deberes con esmero. Se tumbaba en la cama y miraba al techo. Pero, sobre lodo, se sentía solo y fracasado. Nadie quería estar ya con él. Nadie preguntaba por él. No era querido ni en casa ni en la escuela. Su hermana tenía sus amigas y pasaba la mayor parte del tiempo libre en la cuadra con los caballos. Pero ¿quién quería estar con él?
Había llegado a la puerta de su aula. Colgó la cazadora y la mochila en el perchero
.
Cuando sonó el timbre que avisaba del comienzo de la primera clase, le pareció una liberación. Aunque sabía que sólo era provisional
.
L
a sintonía de la emisora de radio Mix Megapol se oía de fondo, cuando Karin entró en el salón de peluquería. La única clienta era una señora de mediana edad a quien estaban enrollando las mechas del pelo en papel de aluminio.
En uno de los rincones vio un cesto en el suelo con un perrillo peludo que movió la cola cuando vio a Karin.
La peluquera vestía una falda roja con una blusa de lino natural; tenía las piernas esbeltas y morenas, y calzaba zapatos rojos. Se volvió hacia la puerta cuando entró Karin.
—Hola —saludó mirando con curiosidad a Karin, que enseguida se presentó.
—Termino aquí en un momento —dijo la peluquera con amabilidad—. Puedes sentarte y esperar entre tanto —ofreció señalando con el gesto un sofá marrón.
Karin se sentó y empezó a hojear una revista de peinados.
El local no era grande. Tres sillones se alineaban a lo largo de la pared de enfrente. La clienta del único sillón ocupado lanzaba miradas de curiosidad a Karin. Las paredes, claras, estaban desnudas. Desde luego, no se había derrochado con la decoración. Espejos, un reloj en la pared, y nada más. Recordaba más la típica peluquería de caballeros. Austera y algo anticuada. Al cabo de unos minutos, la peluquera terminó de aplicar el tinte. Le puso a la clienta un secador en la cabeza, la dejó provista de café y revistas, e hizo señas a Karin para que pasara detrás de unas cortinas.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó cuando se sentaron junto a una mesita.
—Quiero que me hables de Frida Lindh.
—Sí; ¿qué puedo decirte? Llevaba trabajando aquí medio año. Cuando le di trabajo, me arriesgué. Era de Estocolmo y la verdad es que no sabía mucho de ella. La única experiencia laboral que tenía era un trabajo a tiempo parcial, durante dos años, en un salón de peluquería de Estocolmo, y de eso hacía ya mucho tiempo, así que dudé. Pero fue un éxito, como se vio. Al menos desde el punto de vista económico. Era habilidosa, rápida, alegre y simpática con los clientes. Era muy apreciada. Alquiló un sillón aquí y a las pocas semanas estaba siempre ocupada. Tenía tantos clientes que a veces nosotras teníamos que hacernos cargo de ellos, porque ella no tenía tiempo.
—¿Qué pensabas personalmente de ella?
—La verdad, a mí no me gustaba. Daba demasiadas confianzas a los clientes masculinos, y eso también explica que la mayoría de sus clientes fueran hombres.
—¿Por qué no te gustaba?
—Me gusta, claro está, que quienes trabajan aquí tengan un buen trato con los clientes. Pero Frida no sabía dónde estaban los límites. Se reía y hablaba con los clientes en voz alta de todo, y a mí en muchas ocasiones me parecía que eran cosas muy personales. Aquí no podemos evitar oír lo que dicen los demás y, a veces, la verdad es que resultaba algo embarazoso. Se pasaba un poco, sencillamente.
—¿De qué manera?
—Pues a veces el cliente y ella podían bromear con alusiones sexuales, por ejemplo. A mí eso no me parece de buen tono. Visby es una ciudad pequeña. Aquí mucha gente se conoce.
—¿Hablaste con ella de esto?
—Sí, lo hice la semana pasada. Frida y un cliente estaban bromeando y ella se reía tanto que no podía parar. Era sábado, trabajábamos sin cita concertada, y había un montón de personas aquí sentadas esperando. Se comportaba como si no se diera cuenta de nada. El cliente se lo pasaba de maravilla con sus risitas, tan animado estaba que no hacía más que seguirle la broma. Tardó más de una hora en hacer un corte de caballero normal. Entonces hablé con ella.
—¿Cómo reaccionó Frida?
—Se disculpó y prometió que no volvería a suceder. La creí.
—¿Cuándo ocurrió esto? La semana pasada, has dicho, ¿no?
—Sí, tuvo que ser el sábado pasado.
—¿Conocías al cliente de haberlo visto con anterioridad?
—No, era nuevo. No le había visto nunca antes.
—¿Puedes describirlo?
—Diría que era algo mayor que ella. Alto, de aspecto agradable. Por eso Frida se pondría así.
—¿Crees que era de Gotland?
—No, no hablaba con acento de Gotland. Lo habría notado, con el rato que estuvieron armando jaleo… Tenía acento de Estocolmo.
—¿Te dio la impresión de que ya se conocían?
—No lo creo.
—¿Recuerdas cómo iba vestido?
—No, la verdad es que no. Supongo que bastante correcto. Si su ropa hubiera tenido algo especial, me habría fijado.
—Y los nombres, ¿apuntáis los nombres de los clientes que entran sin cita previa?
—No, ésos no. No lo hacemos.
—¿Has vuelto a ver a ese cliente después?
—No.
—¿Has notado algo más en el trabajo? ¿Alguien que haya mostrado algún interés especial por Frida?
—No. Sin duda era popular, pero no advertí nada especial. Aunque puedo preguntárselo a Malin, que también trabaja aquí.
—Con ella ya hemos hablado. ¿Tienes algún empleado más?
—No, somos sólo nosotras tres. Bueno, éramos.
En aquel momento sonó un timbre en el salón. Ya había pasado el tiempo del secador y la peluquera se levantó.
—Tendrás que disculparme, pero ahora tengo que trabajar. ¿Querías algo más?
—No. Si te acuerdas de algo, no dudes en llamarme. Aquí tienes mi tarjeta.
—¿Hay motivos para que Malin y yo nos sintamos amenazadas? ¿Crees que alguno de nuestros clientes es el asesino?
—Por lo que sabemos hasta ahora, no hay nada que apunte en esa dirección. Aunque nunca está de más prestar especial atención a las personas que se muevan por aquí cerca. Si veis o escucháis algo sospechoso, no tenéis más que llamar.
S
entado en su despacho, Knutas cargaba la pipa. Estaba repasando de nuevo lo que sabía de los dos asesinatos. Había, sobre todo, dos cuestiones que no podía quitarse de la cabeza. Las armas de los crímenes y las bragas.
Helena Hillerström fue asesinada con el hacha de su familia. El autor del crimen la robó de la caseta, tal como afirmaba Bergdal. ¿Cómo era posible que hubiera estado tan cerca de Helena? Tenía que llevar un tiempo espiándola. Si no era algún conocido suyo, claro, alguno de los que participaron en la fiesta, por ejemplo.
A Frida Lindh la mataron con un cuchillo. ¿Por qué decidió el asesino utilizar distintos tipos de arma? Quizá porque no quería andar por la ciudad con un hacha escondida dentro de la cazadora. Un cuchillo era mucho más fácil de llevar. Podía ser así de sencillo. Probablemente la estaba esperando junto al cementerio. Lo cual significaba que sabía dónde vivía. ¿Sería alguien a quien ella conocía? Aquel hombre misterioso del bar en Munkkällaren no había dado señales de vida.
El barman lo recordaba muy bien, pero no creía haberle visto antes por allí. Ni tampoco después de aquella tarde. Los interrogatorios del resto de los empleados que trabajaron el viernes por la tarde no habían aportado nada. Si el asesino la había estado siguiendo durante algún tiempo y decidió matarla, ¿por qué eligió aquel momento? Corrió un gran riesgo al actuar en la ciudad, donde era muy fácil que lo vieran. Además, el riesgo de que el cuerpo fuera descubierto muy pronto era evidente.
Y encima, lo de las bragas. Knutas había analizado todos los casos similares ocurridos en Suecia, e incluso en el extranjero. En todos ellos, cuando el criminal había hecho algo parecido, también violó a la víctima o cometió otros abusos sexuales. No sabría si Frida Lindh había sido violada hasta que no recibiese el informe preliminar de la autopsia, pero nada hacía suponer que hubiera sido así.
Un grupo de especialistas de la policía nacional estaba trabajando para reunir datos sobre casos anteriores de asesinos que habían actuado de manera parecida. Sus colaboradores más cercanos, Wittberg, Norrby, Jacobsson y Sohlman, estaban ocupadísimos haciendo interrogatorios y resumiendo los que ya habían realizado. La sección de medicina legal de Solna tenía que presentar un informe preliminar sobre Frida Lindh, y con respecto a los análisis del SKL, no podían hacer otra cosa sino esperar su respuesta. Todo estaba en marcha. Sin embargo, le corroía la impaciencia. Lo mirara como lo mirase, siempre llegaba a la misma conclusión: había muchos detalles que apuntaban a que las víctimas conocían a su verdugo. También era lo más frecuente en los casos de asesinato. Frida tenía un grupo reducido de amistades en Gotland. Cierto que mucha gente la conocía, pero no había tenido muchas amistades. No era en absoluto improbable que hubiera encontrado a su asesino en el salón de peluquería.
En el caso de Helena Hillerström tampoco eran muchas las personas con quienes se relacionaba en Gotland, además de los familiares. En resumidas cuentas, no eran más que los asistentes a la fiesta. De nuevo fue el rostro de Kristian Nordström el que acudió a su mente. Aunque ya habían interrogado a Nordström, Knutas quería hablar con él de nuevo. Decidió ir hasta su casa. Sin avisar.