—¿Qué cojones estás diciendo?
Las palabras salieron de su boca como misiles.
Kihlgård le devolvió la mirada airada.
—Quiero saber si te acostaste con más alumnas.
—No, no lo hice. Para mí sólo existía Helena.
Hagman respiró con ímpetu por la nariz.
—¿Es eso cierto? Si has tenido algún lío con alguna otra alumna, lo vamos a averiguar de todos modos. Sólo que ganaríamos tiempo si lo reconoces ahora.
—¿No me has oído? Sólo fue Helena. No ha habido nunca nadie después de ella. Ahora ya basta. No tengo nada más que decir.
Jan Hagman había palidecido por debajo del bronceado. Se levantó del sillón.
Knutas comprendió que sería mejor dejarlo. El hombre estaba tan alterado que, de todos modos, no iban a poder sacarle nada más. Al menos, no esta vez.
E
l timbre, que señalaba que la clase había terminado, sonó justo cuando iba a empezar a resolver el problema siguiente. Había estado tan concentrado haciendo los problemas del libro que se olvidó de la hora que era. Mates era la única asignatura que conseguía absorberlo por completo. Transformar el mundo por un momento de manera que pudiera olvidarse del espacio y del tiempo. Hacer que se sintiera casi feliz
.
Sus compañeros se levantaron a su alrededor. Arrastrar de sillas, libros que se guardaban, pupitres que se cerraban. Enseguida empezaron a hablar, podía oír algunos comentarios dispersos
.
¿Cómo era posible que la misma señal significara el cielo algunas veces y el infierno otras? A veces le gustaba. Llegaba como una liberación, como un cálido abrazo que lo salvaba en momentos de apuro y le ayudaba a esconderse en su refugio temporal dentro de la clase. Otras veces la odiaba más que a nada en el mundo. Se ponía nervioso, asustado, rompía a sudar y a temblar. Lo llenaba de terror ante lo que se le avecinaba
.
En esos momentos, sus pensamientos le revoloteaban por la cabeza como pájaros enjaulados, mientras guardaba sus libros despacio. Se quedó mirando la tapa del pupitre
.
¿Qué sucedería en ese recreo? ¿Se libraría? ¿Debería retrasarse todo lo que pudiese? Entonces, tal vez se cansaran de esperarlo. ¿O debía darse toda la prisa que pudiera e intentar salir corriendo, de modo que tuviera tiempo de ponerse a salvo en su escondite?
La incertidumbre no le dejaba, mientras recogía sus libros mecánicamente. Cuando alcanzó la puerta de la clase, el dolor de estómago lo golpeó con fuerza. Casi le ahogaba. Traspasó el umbral de la puerta con la sensación en el cuerpo de enfrentarse a un precipicio
.
El pasillo estaba lleno de niños y percheros y carteras y botas y chaquetas y gorros y mochilas y bolsas de gimnasia de color azul oscuro y rojo. Todo cuanto representaba la escuela y cuanto él odiaba. Tenía ganas de orinar. Lo mejor sería correr hasta los lavabos
.
Primero tenía que recoger la bolsa de gimnasia. La mirada fija en el reluciente colgador de acero. Su colgador en la larga fila de colgadores que había en la pared de ladrillo rojo. No se veía a ninguno de los odiosos
.
Cuando llegó, agarró la bolsa, se dio la vuelta y entró a la carrera en el servicio, que estaba libre. Una vez dentro, pudo respirar. Ahora se sentaría en el inodoro hasta que sonara de nuevo el timbre y concluyese el recreo. Eso significaba, sin duda, que iba a llegar unos minutos tarde a gimnasia. El profesor Sturesson le echaría la bronca, pero lo prefería
.
J
ohan estaba en la habitación, tumbado en la cama, y miraba fijamente al techo. Acababa de mantener una larga conversación con su madre. Ésta había consistido en gran medida en los lloros de ella, que le contaba lo difícil que era todo, mientras él hacía lo posible por consolarla.
Además de la pena y el vacío tras el fallecimiento de su marido, su madre había empezado a tomar conciencia de otras consecuencias de su muerte. Las puramente prácticas. Cuando se fundía un fusible o el desagüe se atascaba, no sabía qué hacer. La economía era ahora más precaria, ya no se podía permitir, de modo alguno, las mismas cosas que antes, sino que debía planificar para que le cuadrasen las cuentas. Las visitas de consuelo de familiares y amigos en los primeros días, tras lo de su marido, se habían ido espaciando con el tiempo hasta desaparecer casi del todo. Los conocidos que vivían en pareja, ya no la invitaban tan a menudo como antes. Bueno, en realidad, apenas la invitaban. Le apenaba, pero no sabía de qué manera podría ayudarla a organizar su vida. Era frustrante. Él sólo quería que su madre estuviese bien. Aún no había tenido tiempo siquiera de enfrentarse a su propio dolor tras la muerte de su padre. El tiempo inmediato después estuvo absorbido por todas las cuestiones prácticas: entierro, inventario de bienes, todo el papeleo que había que hacer. Su madre se mostró apática, y como era el hijo mayor, sus hermanos se dirigían a él en busca de consuelo. Cada uno a su manera. Estuvo totalmente dedicado a cuidar de los demás, luego el trabajo le tuvo muy ocupado, y no se había tomado el tiempo necesario para su propio duelo.
Quiso mucho a su padre, con quien podía hablar de todo. Le habría necesitado ahora, cuando se sentía tan confuso, para hablar de Emma. Los remordimientos lo consumían. ¿Quién era él en realidad? ¿Estaba tan frustrado que no era capaz de encontrar a alguien que estuviese libre, disponible? ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse en la vida de Emma? Ninguno en absoluto. Allí existía un hombre que vivía con Emma, que compartía el día a día con ella. Un hombre, de su misma edad, que cuidaba de su familia. ¿Qué habría hecho él mismo si alguien hubiera seducido a su esposa y madre de sus hijos? Matarlo, casi seguro. O, al menos, dejarlo malherido. Con secuelas de por vida.
Se levantó y encendió un cigarrillo, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación. «Piensa si Emma, en el fondo, tiene una buena relación familiar, ¿y si ella y su marido sólo están pasando una mala racha? No sería de extrañar después de todo lo que ha ocurrido».
Abrió el minibar y sacó una cerveza. Aquellos pensamientos lo atormentaban a toda hora.
Ahora bien, ¿y si Emma, realmente, no se sentía a gusto en su matrimonio? ¿Y si estuviera metida en una relación que estaba muerta? Muerta y bien muerta, ¿de modo que nunca pudiera llegar a ser feliz con su marido? Quizá los niños sufriesen las consecuencias de que sus padres estuvieran continuamente peleándose. Malas caras e irritación. Voces furiosas. Broncas por menudencias. Ambiente tenso en torno a la mesa. ¿Qué sabía él de su situación? Emma no le había explicado nada. ¡Si ni siquiera se conocían! Sólo se habían visto unas pocas veces. ¿Por qué le absorbía ella el pensamiento de aquella manera? Se asustaba de sí mismo.
La inquietud le agitaba. Necesitaba aire. Se abrochó los cordones de las deportivas y salió. En la calle, la gente, ya con ropa de verano, daba vueltas de un lado a otro y comía helados, como si no hubiera preocupaciones en el mundo. Se encaminó hacia el puerto dando un paseo. Pasó al lado de los barcos, cada día más numerosos. Se sentó al borde del muelle y contempló el mar, brillante bajo el sol. Aspiró profundamente la brisa fresca del mar. Qué bien le hacía la proximidad del mar.
En el fondo, ¿qué sentido tenía su vida? No hacía más que trabajar. Los días eran muy parecidos unos a otros. Entregaba reportaje tras reportaje. Una confiscación de drogas por aquí, un asesinato por allá, robos y malos tratos por acullá. Y así año tras año. Vivía en su pequeño apartamento, veía a sus amigos, salía de marcha los fines de semana.
Por primera vez había encontrado a una mujer que lo hacía vibrar de verdad. Que se deslizaba por debajo de su piel. Que le hacía pensar. Las gaviotas chillaban. Vio entrar en puerto un barco procedente de la Península. Más turistas alegres de camino a la maravillosa isla de Gotland. ¿Por qué no se trasladaba a vivir aquí, sin más? Podría empezar a trabajar en el diario
Gotlands Allehanda
o en el
Gotlands Tidningar
. Siempre quiso escribir, pero no había tenido oportunidad. Aquí podría informar acerca de otras cosas. Estar en contacto con la gente.
«Fíjate en todo lo que se ahorran quienes viven en Gotland y en lo que tienen que soportar los residentes en Estocolmo: el tráfico, las colas, el estrés, el metro… Todo tiene que ir a toda pastilla». Sin ir más lejos, la última vez que estuvo en casa después del primer viaje a la isla, percibió la diferencia con toda claridad. Desde el mismo momento en que se bajó del barco en el puerto de Nynäshamn, aceleró el paso sin darse cuenta. Se sentía molesto en los comercios en cuanto tenía que esperar un poco. El estrés formaba parte de las grandes ciudades. Las personas no se miraban de la misma manera que en Gotland, donde había tiempo para charlar y para mirar a los demás. La vida era más pausada y más agradable. Más reposada. Además, siempre le había gustado mucho Gotland, con su maravillosa naturaleza y el mar cerca. Y estaba Emma. Sería capaz de mudarse por ella. ¿Querría Emma? No lo sabía. Tendría que esperar a ver lo que pasaba. Sobre todo, tenían que verse más.
E
l zumbido del torno de alfarero era el único ruido que se oía. Gunilla Olsson estaba sentada con las piernas abiertas en una sencilla silla de madera, trabajando, con un pie en el pedal que controlaba la velocidad del torno. Alta al principio, cuando empezaba con una masa nueva de arcilla, después más baja.
El sol del atardecer brillaba a través de las ventanas que se abrían en una de las paredes. Era la víspera del solsticio de verano, el día con más horas de luz del año. Fuera, los gansos aún no tenían idea de que fuese hora de retirarse. Andaban dando vueltas, picoteaban hierba y graznaban a coro.
Echó otro montón de arcilla de Gotland en el torno. Se mojó las manos en el cubo que tenía al lado y dejó que los dedos se posaran con suavidad y precisión sobre la masa de arcilla, mientras el torno le daba vueltas y más vueltas.
El taller estaba lleno de estanterías con objetos de cerámica: tiestos, jarras, platos, cuencos y floreros. En las paredes de madera había restos de arcilla reseca. Un espejo colgaba de la pared. Polvoriento y manchado, era casi imposible mirarse en él.
Empezó a tararear una canción mientras trabajaba. Estiró un poco la espalda y se echó otra vez la trenza hacia atrás por encima del hombro. Sólo moldearía otro par de tiestos. Después lo dejaría.
El pedido que estaba a punto de rematar supuso muchas semanas de trabajo duro, pero le iba a reportar un buen dinero con el cual podría mantenerse buena parte del invierno. Había decidido tomarse un par de días libres durante el fin de semana en que se celebraba
midsommar
, la fiesta del solsticio de verano. Lo celebraría tranquilamente con su amiga Cecilia, que también era artista y vivía sola. Sólo hacía un par de meses que se conocían. Se conocieron en una exposición de arte en Ljugarn en Semana Santa, y enseguida congeniaron y se hicieron buenas amigas. Iban a pasar el fin de semana en la casa de Cecilia, en Katthammarsvik.
Hacía muchos años que Gunilla no celebraba la fiesta de
midsommar
en Suecia. El invierno pasado había regresado al país después de diez años en el extranjero. Cuando estudiaba en la Universidad de Arte y Diseño, Konstfack, coincidió con Bernhard, un estudiante de arte holandés, librepensador e indómito. Gunilla interrumpió sus estudios y se fue con él a Maui, una de las islas Hawai, para empezar una nueva vida en libertad bajo el sol. Vivieron en una comuna, trabajando como artistas. La vida era perfecta. Pero todo cambió cuando se quedó embarazada. Bernhard la abandonó para irse con una francesa de dieciocho años que lo miraba como si fuera Dios.
Gunilla volvió a casa para abortar. Deprimida y sin amigos, se concentró en su trabajo. Y le fue bien. Ofreció varias exposiciones en las que vendió mucho y ahora el negocio estaba encarrilado. Además, había trabado nuevas amistades últimamente. Cecilia era una de ellas.
Los graznidos de los gansos la sacaron de sus ensoñaciones. Gritaban como alborotados. «¡Joder! —rezongó para sí, porque no quería interrumpir su trabajo precisamente cuando estaba dando forma a la parte superior del tiesto—. ¿Qué diablos les pasa?».
Se incorporó un poco y miró por la ventana. Los gansos estaban apiñados en el patio. Miró a uno y otro lado. No notó nada extraño, y se volvió a sentar, decidida a terminar los dos últimos tiestos. Quizá fuese una soñadora, pero siempre había sido disciplinada.
Los gansos se callaron y, de nuevo, el zumbido rítmico del torno fue el único sonido.
Tenía la mirada concentrada en la masa del torno. La forma del tiesto ya estaba casi lista.
De repente se inmovilizó. Algo se había movido fuera de la ventana. O alguien. Como si hubiera cruzado una sombra. ¿O eran figuraciones suyas? No estaba segura. Detuvo el torno. Escuchó, se quedó esperando, sin saber con exactitud qué.
Se giró en la silla con cuidado. Recorrió el taller con la mirada. Hacia la puerta. La puerta que daba al patio estaba entreabierta. Vio pasar corriendo un ganso. Eso la tranquilizó. Tal vez no fuera más que el ganso.
Pisó de nuevo el pedal y el torno volvió a girar.
Crujió el suelo. Entonces supo que había alguien allí. El espejo de la pared atrajo su atención. ¿Era allí donde había visto algo? Interrumpió de nuevo el trabajo y aguzó el oído. Tenía los cinco sentidos en tensión. Aflojó la presión del pie sobre el pedal. Instintivamente se secó las manos en el delantal. Otro crujido. Había alguien en el cuarto, pero no anunciaba su presencia. El taller presagiaba peligro. El recuerdo de las dos mujeres asesinadas cruzó por su mente, veloz como una golondrina. Se quedó quieta, incapaz de moverse.
Entonces vio reflejada una figura en el manchado espejo de la pared.
Sintió un alivio infinito. Dejó escapar el aire que se había quedado paralizado en sus pulmones y tomó aliento.
—¡Oh! Eras tú —dijo sonriendo—. Me has dado un buen susto. —Se dio la vuelta hacia quien había llegado—. Ya sabes, he oído ruido y pensé inmediatamente en ese loco que anda por ahí matando mujeres y…
No tuvo tiempo de decir más; el hachazo le dio de lleno en la frente y cayó de lado y hacia atrás. En la caída se llevó con el brazo el tiesto al cual acababa de dar forma, y que aún conservaba el calor de sus manos.