Read Nadie lo ha visto Online

Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (24 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
2.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Después estarían libres,
Noticias Regionales
no se emitía en los días festivos. Robert y su fotógrafo se encargarían de cubrir la información el resto de la tarde. A Johan le prometieron darle libre el día que se celebraba el solsticio de verano. Robert ya había trabajado antes en Gotland y conocía las condiciones. Prometió no llamar a Johan al día siguiente, salvo que fuera absolutamente necesario.

M
amá, ven. Está oscuro. Mamá, ayúdame. La almohada está negra. Lloraba con la boca apretada contra la suave almohada. Repetía las mismas palabras una y otra vez. Lloraba a lágrima viva. Cerraba los ojos con tanta fuerza que veía figuras macabras retorciéndose en medio de la negrura. Detrás de sus párpados se movían gusanos claros, serpientes de cabezas enormes y monstruos que se agitaban por todas partes. Estaba tumbado de lado, con las rodillas dobladas y abrazado a la almohada. Le dolía el estómago como si tuviera dentro de él un balón duro como una piedra. Se mecía de un lado a otro. El almohadón estaba mojado de lágrimas y de mocos
.

Eran las cuatro de la tarde. Su hermana estaba en la cuadra y sus padres no volverían a casa hasta las seis
.

El día le había ido mal de verdad. Lo pillaron en el camino desde la escuela hasta su casa. Había sido demasiado confiado. Hacía tanto tiempo que casi había olvidado cómo era. Un cosquilleo en la boca del estómago, mezclado con una pizca de esperanza de que tal vez su situación estuviera cambiando. Le habían dejado en paz, no se habían metido con él en todo el día y, en el recreo, un chico de otra clase incluso habló con él. Habían quedado en que cambiarían cromos de hockey al día siguiente. Cuando cruzó corriendo el patio, después de haberse dado prisa, como siempre, tras la última clase, los odiosos ya estaban allí
.

Le cerraron el paso. Intentó escapar. Eran más rápidos. Lo agarraron y lo arrastraron escaleras abajo fuera del gimnasio. Entre la entrada del gimnasio y el hueco de la escalera había un cuartucho que no se utilizaba, y allí lo metieron. El pánico lo sumió en las tinieblas. Unas manos fuertes, secas e implacables le tapaban la boca. Notó el sabor salado de sus propias lágrimas que resbalaban entre aquellos dedos y llegaban a su boca. Dos de ellos le sujetaban los brazos y le tapaban la boca, mientras los otros lo empujaban. Le pellizcaron por todo el cuerpo, le arañaron y mordieron. La cosa se ponía cada vez más fea. Cuando uno de ellos empezó a desabrocharle los pantalones, pensó que iba a morir. Lo agarraron unos brazos fuertes y le obligaron a ponerse a cuatro patas
.

Le golpearon en el culo con una cuerda de saltar a la comba. Azotes fuertes y decididos. Se turnaban, de uno en uno. Todos querían darle. Cerró los ojos y trató de pensar en otra cosa. El sol, el mar, los helados italianos. Los días de pesca con el abuelo. Los maltratadores seguían incansables, mientras le escupían insultos. Voces llenas de desprecio. Asqueroso, gordinflón, bola de grasa, cerdo..
.

Al cabo de un rato no podía respirar. La presión sobre la boca era tan fuerte que le faltaba el aire. Gritaba sin que se le oyera. Aquel grito se le iba a quedar dentro del cuerpo para el resto de su vida
.

Sintió algo caliente que le resbalaba por los muslos
.


Joder, qué guarro, se ha meado —oyó que decía uno
.


Nos largamos —decidió otro
.

Lo soltaron y desaparecieron del hueco de la escalera. Se derrumbó sobre el suelo de cemento. No sabía cuánto tiempo había permanecido allí. Al fin consiguió ponerse de pie, recoger su ropa y salir. Ya en casa, subió a su habitación. Cerró la puerta. Lloró y gritó alternativamente. Se metió en cama. Le escocía el culo y había empezado a sangrar. Nunca le pegaban en la cara. Suponía que era porque no querían que se notara. En medio de su desesperación, se avergonzaba. Debía de ser un engendro para que lo sometieran a todo aquello. No se atrevía a contárselo a nadie
.

—¡
Mamá! —gritaba contra la almohada—. ¡Mamá
!

Al mismo tiempo era consciente de que, cuando ella volviera a casa, él se comportaría como siempre. Para entonces ya se habría secado las lágrimas y lavado la cara. Además de beber varios vasos de agua para tranquilizarse. Como en tantas otras ocasiones anteriores, su madre no notaría nada. La odiaba por ello
.

P
ara la conferencia de prensa, la policía local había elegido la sala más grande de que disponían en las dependencias. La sala estaba abarrotada. Ahora, hasta la prensa de los otros países escandinavos se interesaba por el caso del misterioso asesino que tenía en jaque a la policía sueca.

E
l jefe de la investigación pidió a la prensa que no desvelara la identidad de la víctima. No todos los familiares estaban informados. La policía no había conseguido ponerse en contacto con el hermano, que se encontraba fuera navegando por la costa oeste.

No revelaron nada acerca del inhalador.

Knutas no se había sentido nunca tan agobiado. Estaba muerto de cansancio. Cabreado por haberse quedado sin celebración. Cabreado porque se hubiera producido un nuevo asesinato. Cabreado porque no habían avanzado nada en la investigación. Varias veces tuvo que pedir ayuda a sus compañeros, para que respondieran a las preguntas de los periodistas. Sobre todo, a Karin Jacobsson, pero también a Martin Kihlgård, quien demostró ser firme como una roca en aquellas situaciones. El comisario se sentía obligado a defender el enorme trabajo que había hecho la policía, a pesar de su absoluto fracaso a la hora de detener al asesino. Las palabras sonaban huecas, incluso en sus oídos. La imagen de Gunilla Olsson muerta se le había quedado grabada en la retina y allí la tuvo fija durante toda la rueda de prensa.

El grupo de periodistas allí reunido hizo todo lo posible por pulverizar los argumentos policiales y criticar el trabajo hecho. Knutas se preguntaba a veces cómo podían soportar los periodistas su profesión; esa actitud siempre crítica; esa búsqueda constante de enfrentamiento; ese concentrarse siempre en lo negativo. ¿Cómo podían soportarse ellos mismos? ¿De qué hablaban durante la comida en sus casas? ¿De la guerra en Oriente Medio? ¿De la situación en Irlanda del Norte? ¿De la unión monetaria? ¿De la política tributaria de Persson?

De repente, sintió un enorme cansancio. Las preguntas zumbaban en el aire como avispones irritados. Perdió la concentración. Se bebió un vaso de agua y logró tranquilizarse.

Por último, los reporteros le solicitaron entrevistas individuales.

Al cabo de dos horas, por fin, había acabado todo. Les dijo a sus colegas que no quería ser molestado y se encerró en su despacho. Cuando se sentó ante su escritorio se sentía casi al borde del llanto. Dios Santo, una persona adulta. Estaba muerto de cansancio y hambriento y se dio cuenta de que sólo había comido un bocadillo entre el desayuno y la comida, interrumpida de aquella forma tan brutal. No era de extrañar que le doliera el estómago de hambre. Telefoneó a su mujer a la casa de veraneo en Lickershamn.

—Ven a casa, cariño. Ya hace un buen rato que se han ido los invitados. La fiesta se nos aguó un poco. Ha sobrado mucha comida. Te prepararé un buen plato de fiesta, y hay cerveza fría. ¿Qué te parece? Vente ya.

La voz suave de su mujer le hacía sentirse pequeño.

J
ohan respetó el ruego de la policía de no hacer públicos el nombre ni la fotografía de la mujer asesinada, Gunilla Olsson. Ni siquiera expuso que era ceramista. Cuando terminaron su trabajo, Johan y Peter decidieron salir a dar una vuelta, pese a que ya eran más de las doce y estaban rendidos.

Después de todo, era la noche del solsticio de verano, como señaló Peter.

Johan estaba de acuerdo: Había estado varios días llamando a Emma y enviándole SMS, sin recibir respuesta. Seguro que estaba fuera, en alguna pradera estival celebrando la fiesta del verano con la familia al completo. No valía la pena insistir y echarla de menos. Aquello no podía funcionar de ninguna manera. La ausencia le dolía y sólo se podía curar con alcohol. Quería olvidar a Emma, los asesinatos, a su madre deprimida… Sí, al carajo con todo.

Se dirigieron a un bar de la parte baja, en el puerto. Allí la gente estaba de fiesta, sin tener ni idea del último asesinato, o al menos eso parecía. «La mayor parte de la gente tiene cosas mejores que hacer la noche de
midsommarafton
que ver las noticias», pensó Johan. Por el momento, eran felizmente ignorantes.

Pidieron una cerveza cada uno.

—¿Qué tal con Emma? —preguntó Peter.

—Ah, creo que no hay nada que hacer. No funcionará nunca.

—¿Y tú estás colgado?

—Demasiado, probablemente. No lo sé. Nos hemos visto muy poco, pero no he conocido a nadie como ella. Es increíble —explicó, y sonrió burlón.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé; lo único sensato que puedo hacer es mandarla al cuerno, sencillamente. Pero no tengo ganas de hablar ahora de esto. Hoy ya hemos tenido más que suficiente.

—Vale. Feliz fiesta —brindó Peter y trasegó de un trago la cerveza que le quedaba.

Un par de chicas jóvenes, con tops muy ceñidos, la tripa al aire y el cabello largo, se abrían paso a codazos, sonriéndoles para intentar llegar a la barra. Labios pintados y ojos chispeantes. Peter aprovechó la ocasión al vuelo.

—Hola, chicas, ¿qué queréis?

Ellas cruzaron una mirada de complicidad. Observaron a Johan y a Peter, coqueteando con sus pestañas espesas y rizadas.

—Una copa de vino, gracias —respondieron a coro.

Para Peter la noche resultó más divertida de lo que había imaginado. Johan se esforzó por meterse en el ambiente festivo, sin conseguirlo. Bebió una barbaridad. Cuando el día despuntaba, estaba inclinado sobre el inodoro de su habitación vomitando a chorro.

SÁBADO 23 DE JUNIO

E
mma llamó al día siguiente.

—Hola, soy yo.

—Hola —contestó medio dormido.

—Perdona que no te haya llamado, pero hemos pasado estos días fuera. Y necesitaba pensar —añadió.

La somnolencia fue dejando paso a la esperanza, que aumentaba gradualmente.

—¿Qué te pasa? Pareces cansado. ¿Te acabas de despertar?

—Mmm.

—Pero si son las dos de la tarde…

—¿Tan tarde?

—Tenemos que vernos. Hemos discutido. Le dije a Olle que tenía que estar sola un tiempo. Al menos, unos días. Él se ha quedado con los niños en casa de su hermano y su familia en Burgsvik. Necesito verte.

P
arecía casi transparente. Apagada y encogida. Como si hubiera empequeñecido desde la última vez que se vieron. Sólo estaba allí, de pie. Con la nariz enrojecida y los ojos hinchados. La arrastró hacia dentro.

—¿Qué ha pasado?

—No ha pasado nada. Estoy totalmente agotada. No sé si voy o vengo.

—Siéntate.

Emma moqueaba. Johan fue a buscar papel higiénico. Se sentaron en la cama.

—La fiesta fue horrible —dijo ella—. Fuimos a casa de su hermano y de su familia. Pensé que tenía que alejarme de ti, hacer vida normal. Distanciarme, vaya. Nos hemos bañado, hemos jugado y hemos preparado barbacoas por la tarde. Los niños se lo han pasado muy bien, claro, con sus primos, los abuelos y todo. Ha sido muy duro. A veces me sentía completamente vacía. Ha sido una tensión enorme, porque todos se comportaban como si no hubiera pasado nada. Hacían todas las cosas normales, ya sabes. Aderezar los filetes, preparar café, jugar al kubb, cortar el césped… Es como si cuanto más caótica me siento por dentro, más difícil me resultara afrontar todas esas cosas normales que uno suele hacer. ¿Me entiendes? —Continuó sin esperar respuesta—. Se va a quedar allí con ellos unos días. Yo he dicho que tenía que volver a casa. Para poder estar sola. Olle cree que es por todo lo que ha pasado. Que he sufrido algún tipo de conmoción y se trata de una crisis que superaré. Ha llamado a un terapeuta y me ha concertado una cita. Pero yo no creo que sea sólo eso. No lo siento así. Es como si ya no tuviera nada que decirle. Como si no tuviéramos nada en común. —Se sonó varias veces—. No sé qué voy a hacer. No puede ser sólo por esta relación entre nosotros. Sólo nos hemos visto unas pocas veces. Esto es una locura. No sé lo que me pasa, me he vuelto loca.

—No he conocido nunca a nadie como tú, pero no quiero haceros daño, ni a ti, ni a tu familia.

—La culpa no es sólo tuya. Yo me he metido en esto conscientemente. ¿Y por qué lo he hecho? Pues tiene que ser porque a Olle y a mí no nos queda nada en común, así de sencillo. Ya no hay nada entre nosotros. Se ha terminado. En el fondo creo que no tiene nada que ver con que nos hayamos conocido. En cualquier caso, la relación entre Olle y yo se habría acabado, antes o después.

Se le saltaron las lágrimas.

Johan la abrazó.

—Tal vez debiéramos dejarlo. ¿Es eso lo que quieres?

—No, no quiero.

Se quedaron un rato en silencio. Johan le acariciaba el pelo. La abrazaba. Sentía el calor de su cuerpo.

—Tengo que fumar un cigarrillo —dijo Emma levantándose.

Se sentó en el sillón que había junto a la ventana.

—¿Tienes bebida?

—Sí; ¿qué quieres?

—Una Coca-Cola. ¿Hay algo de chocolate?

Johan abrió el minibar y sacó dos refrescos y una tableta de chocolate.

—¿Y qué sabes del último asesinato? Esto es como una pesadilla. Pronto no me atreveré ni a salir de casa. ¿Quién es? ¿Lo sabes?

—Una ceramista; se llamaba Gunilla Olsson. Treinta y cinco años. Por lo visto residió en el extranjero muchos años. Vivía sola. Era de Ljugarn. ¿Sabes quién es?

—No, no lo creo. ¿Por qué mata precisamente a estas chicas? No parece que haya nada en común entre ellas. Una estaba casada y tenía hijos, otra vivía con su pareja y la tercera, sola. Una vivía en Estocolmo, otra en Visby y la otra en el campo.

Emma bebió un trago de Coca-Cola y encendió un cigarrillo.

—Una trabajaba con ordenadores, otra era peluquera y la tercera, según dices, se dedicaba a la cerámica. Me pregunto si pertenecerían a alguna secta extraña o participarían en algún chat por Internet. A lo mejor llevaban una doble vida. ¿No has averiguado nada?

—No —reconoció avergonzado—. No he tenido mucho tiempo para indagar en ello.

Se vio obligado a aceptar que Emma tenía razón. ¿Cuánto había investigado para conseguir nuevos datos? No mucho. Por supuesto, estuvo en contacto con su confidente y con otras personas de la policía, pero él, personalmente, no había hecho ningún esfuerzo para averiguar la respuesta. No era propio de él. Se debía a Emma, pensó.

BOOK: Nadie lo ha visto
2.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Time & Space (Short Fiction Collection Vol. 2) by Gord Rollo, Gene O'Neill, Everette Bell
Destiny Abounds (Starlight Saga Book 1) by Annathesa Nikola Darksbane, Shei Darksbane
So Well Remembered by James Hilton
Gorillas in the Mist by Farley Mowat
Going for Kona by Pamela Fagan Hutchins
Heartland Wedding by Renee Ryan
The Dead Room by Ellis, Robert
Placebo by Steven James