Pero tontería no es. Desde luego que no, por lo menos para ella, que le sudan las manos sólo de pensar en sentirse encerrada, y ni siquiera es capaz de cerrar las puertas de los cuartos de baño, ni de los probadores de las tiendas, ni de los vestuarios del gimnasio del colegio. No. Tontería no es. Ella no puede. No puede. No puede.
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La tarde en que conoció a Roberto, antes de marcharse a su casa, acompañó a su prima a la suya para poder hablar sin que nadie las escuchase. Paula vivía en ese décimo piso al que Dafne subía y bajaba andando, tratando de aparentar que no le daba importancia a los veinte tramos de escalera.
La madre de Paula era prima hermana de la de Dafne. La misma con la que Teresa habría estudiado Económicas si no se hubiese quedado en el pueblo.
Estaba separada de su marido desde que Paula tenía siete años, pero ninguno de los dos había formado una nueva pareja y continuaba existiendo una muy buena relación entre ambos. Él había comprado una casa muy cerca de la de ella. Salían de vez en cuando al cine y a cenar, celebraban los cumpleaños y las navidades en familia, se llamaban continuamente para preguntarse cosas insignificantes, y acudía el uno a la casa del otro utilizando cualquier excusa. Incluso se marchaban juntos de vacaciones con el pretexto de que la niña no sufriera demasiados cambios con la separación.
En realidad, a pesar de que ninguno de los dos estaría dispuesto a volver, tampoco sabían vivir separados.
Ella trabajaba como economista en unos grandes almacenes desde que terminó la carrera, y él como gerente de una empresa de artículos para el automóvil, que suministraba material a las grandes superficies. Y así fue como se conocieron, entre pedidos, facturas y albaranes.
Fue a través de su prima como Teresa consiguió su puesto de secretaria cuando llegó a la ciudad, en las oficinas de aquellos mismos grandes almacenes. Y también a través de ella conoció al padre de Dafne y de Lucía, una tarde en que las dos salieron de compras y decidieron pasarse por el despacho del padre de Paula para invitarle a unas cervezas. Allí se encontraba en ese momento el hombre que le haría sentirse la mujer más importante del mundo.
Teresa no se veía preparada todavía para una nueva relación de pareja, y se resistió a quererle. Pero el padre de sus hijas pequeñas resultó tan adorable, tan dinámico, tan educado, tan sonriente, tan dispuesto a no robarle la independencia que le había costado tanto sufrimiento asumir, que no pudo evitar caer en sus brazos, por más que lo intentó.
Se casaron al año de conocerse, unos meses después que los padres de Paula, y supo que se había quedado embarazada unos días antes de que su prima le diese la misma noticia a ella.
Paula y Dafne se llevaban únicamente quince días y, a lo largo de su vida, desarrollaron una relación muy similar a la que unía a sus madres desde que eran pequeñas. Las dos se tenían un cariño muy especial, diferente al que sentían por cualquier otra persona. Eran mucho más que primas, mucho más que amigas, mucho más que hermanas, mucho más que confidentes. Se entendían sin necesidad de palabras, y no había secretos entre ellas.
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Paula subió en ascensor y esperó con la puerta de su casa abierta hasta que Dafne alcanzó el final de las escaleras. Llegaba con un no puedo más en los labios, que reprimió por si había alguien en casa de Paula, además de su prima. Pero cuando comprobó que estaban solas, se recostó contra la pared del recibidor y resopló para recuperar el aire de sus pulmones. Con Paula no tenía que disimular, ella conocía a la perfección el esfuerzo que le costaba llegar hasta arriba.
—¡Tía! Dame agua, que me arde la garganta.
Paula la empujó hacia la cocina y la obligó a sentarse en una banqueta. Después llenó un vaso de agua del grifo y se lo ofreció.
—A ti lo que te arde es el cerebro. ¿Qué te crees? ¿Qué no lo he pillado? ¡Tú flipas!
—¿Cómo que flipo?
—¡Que fliipas, tía, que flipas! ¡Que no sé cómo te has podido fijar en esa rata de alcantarilla!
—¿Le conoces?
—¡Pues claro que le conozco! ¡Es el tío más borde de todo el barrio! Siempre va rodeado de amigotes y de amigotas que le bailan el agua. ¡Le has tenido que ver mazo de veces!
Paula no vivía en el mismo barrio que Dafne. La casa de Dafne se encontraba a unas pocas paradas de autobús de la de Paula, en un barrio cercano, y la de Paula a sólo unas manzanas del colegio.
Dafne no podía creer que el Rata hubiera estado cerca de ella con anterioridad y no se hubiera dado cuenta. No podía ser. Aquella mirada no le habría pasado inadvertida. No era posible.
—¿Estás de coña?
—¡Que no, tía, que no! ¡Que hace mazo que le conozco! No te interesa para nada. Allí donde va él, siempre hay problemas. ¡Es un notas! Te lo digo porque lo sé. Estuvo saliendo con una vecina, y no veas las voces que se pegaban en el rellano de la escalera.
—¡Ya! Pero es el tío más guapo que he visto en mi vida, ¿sabes?
Paula le dio un pequeño golpe en la frente con la mano abierta, como le hacía a ella su madre cuando se desesperaba porque no entendía lo que le estaba diciendo.
—¡Y el más impresentable! No te vayas a obsesionar con él. ¡Que te conozco!
Algunos domingos por la tarde, Teresa se va al cine sola y deja a sus hijas al cuidado de Lliure, su hija mayor, que va a cumplir diecisiete años.
Le encanta sentirse libre. Hasta hace muy poco no se había atrevido, pero desde que conoció a una chica que había sido capaz de viajar a China, con un diccionario de inglés-mandarín y una mochila como únicos acompañantes, decidió que no hay por qué quedarse en casa porque nadie la invite.
Únicamente lo hace de vez en cuando, porque no quiere cargar a Lliure con la responsabilidad de las niñas, pero cuando lo hace, prepara las salidas como si se tratase de un acontecimiento. Se compra el periódico y alguna revista especializada, subraya los estrenos, se hace una lista de candidatas, y lee las críticas de los expertos. Con toda esta información, confecciona otra lista de películas recién estrenadas, en la que anota las calificaciones que les conceden los periódicos y revistas más importantes.
Finalmente, después de comparar los estrenos, y de haber averiguado cuál es el más interesante de su lista, termina por decidirse por aquel en el que trabaja el actor que más le gusta, sin importarle el número de estrellas que los críticos hayan otorgado a las películas en sus calificaciones.
Hace tiempo que averiguó que lo que más tiene en cuenta, a la hora de decidirse por una película o por otra, es que la entienda, que le guste el protagonista, que no sea de guerra y que salgan mujeres.
Con su segundo marido ya vio todas las buenas películas que tenía que ver, leyó todos los subtítulos que tenía que leer y admiró todas las maravillas de Arte y Ensayo que tenía que admirar.
Ahora sólo busca entretenerse y disfrutar de una tarde entera para ella sola.
Cuando vivía con el padre de Dafne y de Lucía, cualquier decisión que se tomase a la hora de salir resultaba inamovible. No se podía ir al cine si el día anterior habían programado que irían al teatro, ni a una exposición si habían pensado en asistir a un concierto, o a una película si ya se habían decidido por otra. Cualquier imprevisto resultaba un problema. Todo tenía que estar medido y calculado.
Por esta razón, ahora Teresa siempre cambia de película en el último momento.
En lugar de dirigirse al cine que había seleccionado, después de haber leído una crítica detrás de otra y de no haber hecho caso a ninguna, se dirige a un multicine y, allí mismo, delante de los carteles de las películas que se exhiben en cada sala, decide dónde se perderá en esa sensación que tanto le gusta, la de no ser absolutamente imprescindible para nadie.
Hasta que Dafne conoció al Rata, no había habido problema los domingos de cine que se había tomado su madre. Sin embargo, desde aquel día en el Chino, cada vez que Teresa se ausentaba de casa, aunque fuera para ir a comprar una barra de pan a la tienda de la esquina, le esperaba a la vuelta una bronca con Dafne de la que la mayor parte de las veces desconocía el motivo.
La primera vez que ocurrió, dos semanas después de que Dafne sintiera cómo latía su corazón con la fuerza de una locomotora, Teresa se encontró al volver del cine con que la niña no estaba en casa.
Lliure y Cristina lloraban como si no fueran a verla nunca más. Lucía trataba de consolarlas como si ella, con once años, fuese la mayor de las tres, y el perrito Trufi se había escondido debajo de la mesa de la cocina, como se escondía cada vez que sentía los pasos de Dafne subiendo por las escaleras como una apisonadora.
Dafne se había ido al Chino sin permiso de su hermana mayor.
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Dafne se encontraba en ese momento con Paula en el Barrio —nombre por el que también se conocía la zona donde se reunían los chicos y chicas de los colegios después de las clases—, ajena al drama que se estaba fraguando en su casa.
Como siempre, las dos primas habían estado pasándose canciones de unos móviles a otros con sus amigos y escuchado sus mp3.
Aunque habría que decir que, desde que Dafne había caído en el embrujo del Rata, ya nada era como siempre. Es cierto que fueron al Barrio con sus compañeros del grupo de pequeños, y que intercambiaron canciones de móvil y escucharon los mp3, pero también es cierto que Dafne se pasó toda la tarde distraída, vigilando de reojo a los chicos y chicas del corrillo de mayores, esperando que apareciese aquel impresentable.
Pero Roberto no apareció, ni ese día, ni al siguiente, ni al otro, como tampoco había aparecido los anteriores.
Ella continuó yendo al Chino con sus compañeros. Se reía, asentía cuando contaban anécdotas sobre los profesores, y simulaba interesarse por lo que hacían los demás, pero nunca le contó a nadie, ni a Paula siquiera, que a pesar de que seguía pensando que el Rata sólo inspiraba desprecio, ella no podía dejar de vigilar por el rabillo del ojo al grupo de mayores, con la esperanza de que algún día apareciese.
No sabía por qué le esperaba cada tarde. Aquel chico no le gustaba, Dafne se lo repetía a sí misma una y otra vez. Y sin embargo, todas las noches soñaba con que le sujetaba la puerta de la tienda de chucherías y la dejaba pasar por debajo de su brazo, con una media sonrisa en los labios que probablemente sólo había visto ella.
No comía, no dormía, no atendía en clase, y no conseguía interesarse por las conversaciones de los chicos de su grupo.
Y así, a medida que el tiempo pasaba y seguía sin verle, la relación con su familia se iba volviendo más irritable, más agresiva, más irreconocible.
—Pero tú quién te has creído que eres, niña? ¡A ver si te piensas que con doce años te vas a subir a mi chepa! ¡Estaría bueno! ¡Que soy tu madre! ¡Entérate de una vez! ¡A mí no se me habla como a las amigas!
—¿Y quién te ha dicho que yo quiera ser tu amiga?
—¡No me contestes y ponte a estudiar ahora mismo!
—¡Pero si acabo de terminar los deberes, joder!
—¡Que no me contestes te he dicho!
—No te contesto. No me has preguntado nada.
—¡A mí no me vengas con chulerías ni con palabrotas, a no ser que quieras que te castigue sin ordenador!
—¡Inténtalo y verás!
—¿Cómo? ¡Ya lo has conseguido: un mes sin ordenador! ¡Y quítate de mi vista y ponte a estudiar ahora mismo si no quieres que sean dos!
Las manos de Teresa se hundieron en los bolsillos del pantalón convertidas en puños cerrados. Nunca había pegado a sus hijas, ni siquiera un cachete en el culo cuando eran pequeñas. Es más, siempre había sido radicalmente contraria a los castigos, físicos o no, y a cualquier método educativo que utilizase la represión o las amenazas en lugar de los estímulos. Pero desde que Dafne había salido sola mientras ella disfrutaba de su tarde de cine, las broncas entre madre e hija se repetían a diario, y Teresa no estaba segura de que algún día no se le escapase el bofetón que siempre la había horrorizado. La niña la sacaba de sus casillas.
Le constaba que fuera de casa podía convertirse en la chica más dulce del mundo, tal y como había sido hasta hacía unos meses. Decía tacos, claro, como casi todos los chicos que quieren parecer mayores, pero no decía tantos como su prima Paula. Incluso resultaba a veces hasta tímida.
A Teresa le parecía increíble que aquel puercoespín pudiera transformarse de esa manera cuando cruzaba la puerta de su casa.
Le habría encantado verla por un agujerito cuando no estaba con ella. ¡Otra persona!
Jamás habría creído que la relación con una de sus hijas pudiera llegar a los extremos que estaba alcanzando con Dafne. La ponía tan nerviosa que, en más de una ocasión, había barajado la posibilidad de enviarla una temporada fuera de casa. A Londres quizá, o a Estados Unidos, donde dicen que los chicos espabilan, lo quieran o no. Pero aún le parecía muy pequeña, no estaba preparada todavía para separarse de la familia, por mucho que estuviera viviendo antes de tiempo la revolución hormonal que debería haber esperado por lo menos un año más.
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A veces, para no tomar partido por unas o por otras, cuando Dafne se enredaba en una absurda discusión con sus hermanas, a pesar de que las pobres trataban de mantenerse lo más alejadas posible de ella, Teresa procuraba ponerse en su lugar, y trataba de imaginarse aquel cuerpo menudo, rebosante de hormonas en pleno proceso revolucionario.
Sabía que debería intentar comprenderla. La adolescencia es una transición muy difícil. Dafne estaba a punto de emprender un camino donde abundan las preguntas sin respuestas. Una metamorfosis en la que, por primera vez en su vida, se encontraría sola frente al resto del mundo, perdida en la búsqueda de su propia identidad. ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué habría pasado si mis padres fueran otros distintos?
Teresa sabía que su hija se acercaba sin remedio a ese torbellino, pero no sabía que la arrastraría tan deprisa. Tan pronto. Tan de repente. Y mucho menos podía imaginar que la encontraría a ella inmersa en su propia crisis hormonal. También para ella se adelantaban las etapas.
De la misma manera que Dafne era aún muy pequeña para la crisis de la adolescencia, Teresa también era muy joven para los cambios que se le habían echado encima por sorpresa. La irritabilidad, el insomnio, los cambios de humor sin motivo aparente, la retención de líquidos, la tensión. La edad en la que cualquier malestar se achaca siempre al mismo motivo. Pero ahí estaban también sus síntomas, acechando antes de tiempo, amagando, como había ocurrido con muchas mujeres de su familia.