Hacía un calor insoportable. No se detectaba el más mínimo movimiento en los tendederos, ni en las copas de los árboles que sobresalían entre los edificios. Su madre le había contado que su padre, en esos días tórridos en los que no sopla el viento, decía que los árboles parecían pintados. En eso mismo pensaba Dafne mientras miraba por la ventana de Paula.
Una ciudad pintada bajo un azul blanquecino, intenso, que no dejaba pasar ni una brizna de aire. Un cuadro en el que resplandecían aquellas sábanas tendidas, bajo un sol de justicia, como el que abrasa a los que se pierden en el desierto.
Aquel sería el primer verano que la familia no iría a la playa para visitar a sus abuelos. Su madre se había empeñado en que ella debía recuperar en septiembre las siete asignaturas que le habían quedado pendientes, y no la dejaba tranquila con sus monsergas de «ponte a estudiar», «aprovecha el tiempo», «mira que después te vas a arrepentir», etc., etc., etc. Siempre con la cara larga. Con las facciones caídas hacia abajo, en un gesto que no se sabía si era de enfado o de amargura, con el que pretendía que cayera sobre ella todo el peso de la culpa.
Era tanta la presión que llegó un momento en que, para que la dejase en paz, no volvió a rechistarle. Recibía las clases de la profesora particular como si realmente la escuchase, y hacía los deberes en el salón, tal y como le gustaba a Teresa.
Y después, mientras pasaba las hojas del libro como si estuviera estudiando, se dedicaba a pensar en Roberto. Le encantaba imaginar el mensaje que la esperaría en el ordenador de Paula cada tarde. Un mensaje que no acababa de llegar nunca, pero con el que se negaba a dejar de soñar.
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Los días eran tan tediosos que parecía que se imitaban a sí mismos. Como si el que empezaba lo hubiera vivido exactamente igual al que había terminado. En la casa sólo se respiraba calor, quietud y tristeza. Su madre y su hermana Lliure apenas hablaban, ni entre ellas ni con Dafne; al único al que se dirigían era a Trufi, que casi no salía de su cesto para protegerse del calor, y Lucía siempre estaba en casa de una amiga, donde se quedaba a dormir un día sí y otro también desde que le habían dado las vacaciones. Era la única que parecía feliz de toda la familia.
De vez en cuando, Cristina llamaba por teléfono y se pasaba las horas muertas hablando con Lliure o con su madre. Muchas veces terminaban llorando las tres. Parecía como si no fueran a verse nunca más, cuando, en realidad, Cristina volvería al final del verano, por muy lejos que ahora se encontrase. ¡Y a eso le llamaba Lliure un problema! Como si haber suspendido siete asignaturas, y esperar con toda su alma un mensaje que nunca llegaba, pudiera compararse con nada. Como si aquel verano, en el que no se movía una hoja, no estuviera siendo el más horrible de su vida.
Su madre la llamaba a las nueve y media, sábados y domingos incluidos. Se levantaba, se duchaba, desayunaba, se sentaba frente a la mesa del salón hasta las doce y media con los libros abiertos, iba a darse un baño en la piscina de Paula, volvía a casa, comía, veía la tele hasta que llegaba la profesora particular, volvía a ponerse frente a los libros en la mesa del salón, y después iba otra vez a casa de su prima, tras subir uno a uno los escalones hasta el décimo piso, rezando para que le cambiara la suerte aquella tarde y desesperándose cada día más, cuando comprobaba que Roberto no enviaba una sola señal que indicara que seguía pensando en la chica de los ojos de gato.
Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Dicen que cuando Apolo contempló cómo Dafne se transformaba en un laurel, se refugió debajo de la copa que formaban sus brazos convertidos en ramas. Y así se le representa siempre, coronado con las hojas de ese árbol.
Aunque su amor eterno por Dafne no impidió que poco después cayera rendido sucesivamente ante la hermosura de las sibilas Casandra y Cumana. Las dos le rechazaron también. De una se vengó condenándola a que nadie creyera en las verdades que salían de su boca, y con esa maldición vivió hasta su muerte. A la otra le regaló tantos años de vida como granos de arena fuera capaz de recoger en sus manos, pero le negó la juventud eterna. Vivió más de mil años encerrada en una jaula, implorando la muerte como su único deseo.
Pero Roberto no es Apolo, y no tiene poderes para vengarse como él de las chicas que se atreven a despreciarle. Aunque sí puede castigarlas con un arma que siempre le ha resultado infalible, la indiferencia. Ésa era la táctica que se había propuesto utilizar para conseguir que la chica de los ojos bonitos se rindiera a sus pies, de la misma forma que se habían rendido otras muchas antes que ella.
No obstante, Dafne tenía razón, Roberto no hubiera llevado su indiferencia hasta tan lejos. No habría podido esperar más de una semana en contestar los mensajes de aquella preciosidad, y ya habían pasado casi tres desde el último sms.
Había otro motivo por el que no daba señales de vida, uno que le impedía ponerse en contacto con ella, y con ninguna otra persona sobre la tierra, por mucho que él lo estuviera deseando. Y lo deseaba. No pensaba en otra cosa desde que le dio el primer plantón. Pero la fatalidad se atravesó en su camino cuando se disponía a cruzar una calle por un paso de peatones, junto a los gemelos que siempre le acompañaban.
Había visto que se acercaba un deportivo a toda velocidad desde el fondo de la calle. Pero él era más chulo que nadie. El deportivo tenía que pararse para que él cruzase a la otra acera, lo quisiera o no lo quisiera su conductor. El paso de cebra le daba a él la preferencia. El coche no tenía más alternativa que cederle el paso. Eso lo sabía él, los gemelos que siempre le reían las gracias y todo el que quisiera mirar cómo un deportivo de lujo se humillaba ante su hazaña.
—¡Ya veréis como le bajo los humos! Este menda levanta el pie del acelerador como que yo me llamo Roberto.
Lo que no sabía Roberto era que el conductor superaba en tres décimas la tasa de alcoholemia permitida. Ni sus reflejos ni su vista podrían reaccionar ante el menor contratiempo.
Los gemelos trataron de evitar que su amigo se precipitase hacia la calzada. Le gritaron que se detuviese y le tiraron de la camiseta para intentar sujetarle.
—¡No seas burro, coño, que ese cabrón no para!
—¡Quieto, joder!
Pero él se lanzó al paso de cebra como si fuera un torero a punto de dominar a un bicho de seiscientos kilos.
Una señora mayor, que esperaba a su lado para cruzar el paso de cebra, le siguió sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Ella sólo cruzó porque vio que otro cruzaba. Sin pensarlo. Sólo porque el movimiento de la persona que esperaba a su lado le hizo creer que había paso libre.
Cuando los gemelos vieron cómo la anciana ponía un pie en el asfalto, sus gritos se oyeron en toda la calle como una sola voz.
—¡Cuidado, señora!
Los chirridos de los frenos atrajeron la mirada de los que se encontraban en las inmediaciones. Era un sonido con olor a goma quemada. Un horror que se metía hasta más allá de los tímpanos, de la garganta, de la certeza de que aquel ruido penetrante, que se alargaba con desesperación mientras el coche derrapaba, terminaría en una desgracia.
El conductor trató de esquivarlos, pero no consiguió controlar el deportivo. En cuestión de segundos el coche hizo un trompo y se estampó contra el poste que sujetaba la señal del paso de cebra. La señora perdió el equilibrio antes de que una de las ruedas le pasara por encima de un pie. Roberto recibió el impacto del lateral del coche, que lo arrastró durante unos metros hasta que se estampó contra una farola.
Quedó tendido en el suelo, envuelto en un charco de sangre. El conductor salió ileso gracias a los airbags que saltaron desde la puerta y desde el frontal del vehículo. Lloraba con la cara hundida en los airbags desinflados, aterrado ante lo irreparable.
Media hora después, los tres ingresaban en el hospital. La señora, consciente, el conductor deseando no estarlo, y Roberto inmovilizado desde el cuello hasta las piernas, con numerosas contusiones en todo el cuerpo, las dos piernas con fracturas abiertas, y un brazo y unas cuantas costillas rotas.
Las lesiones no eran tan graves como para temer por su vida, pero una contusión cerebral le había producido una pequeña hemorragia, por lo que decidieron sedarlo hasta que se reabsorbiera la sangre. Después habría que operarle de las dos piernas.
Dafne habría sabido lo del accidente si hubiera escuchado alguna de las conversaciones del grupo de mayores. Durante los días siguientes no hablaban de otra cosa.
Pero, a raíz de que terminase el curso, y de que el calor se apoderase de las calles del barrio, en lugar de en el Chino, los mayores comenzaron a reunirse en la piscina municipal, donde ya era imposible espiarles, no sólo porque había demasiada gente y ellos se habrían dado cuenta, sino porque Dafne sólo tenía permiso para bañarse en la piscina de Paula. Y con la vigilancia a la que la sometía su madre últimamente, le resultaría imposible escaparse.
Había oído que alguien había sido atropellado cerca de la plaza porticada, pero decían que se trataba de un joven que cuidaba a una señora mayor que también resultó herida. Todo el barrio dio por hecho que se trataba de un inmigrante latinoamericano, a quien se le veía de vez en cuando paseando con los residentes del Hogar del Pensionista que había cerca de la plaza. De manera que Dafne, después de la conmoción que sintió por la noticia, como el resto de los vecinos del barrio, no volvió a pensar en el asunto, y mucho menos se le pasó por la imaginación que podría tratarse de Roberto.
Ella continuaba mandándole cada día un mensaje desde el ordenador de su prima Paula, y esperando sus respuestas sin saber que él no podía enviárselas.
Debería haber dejado de escribirle cuando vio que pasaban las semanas y no daba señales de vida, hubiera sido lo más sensato. Pero Dafne continuaba pensando que el mutismo de Roberto se debía a una estrategia. Algún día le respondería y, entonces, ella le obligaría a contestar todos los mensajes que le había enviado desde que él le mandó el sms que decía que nunca perdería la esperanza. También le obligaría a responder cada uno de los comentarios que ella dejaba en su álbum de fotos del facebook, debajo de las fotografías de su hermana Cristina. Estaba convencida de que tarde o temprano volverían a establecer contacto. De la misma manera que pensaba que, al contrario de lo que iba a suceder muy pronto, nadie más que Roberto tendría acceso a «Gasolina sin plomo».
Las primeras frases que Dafne dejó bajo las imágenes que etiquetó para Roberto solo trataban de avivar la atracción que él había sentido desde que la conoció en la fuente:
«Stoy en Londres, xro vuelvo pronto, ¿me sperarás?»
Las siguientes fueron demostrando poco a poco la ansiedad que le producía su silencio:
«Dónd t mets? Xq no m scribes? »
Y las últimas, se fueron transformando en súplicas a medida que el tiempo pasaba y no había respuestas:
«Stás nfadado? Lo snto, tuve q irm sin dspedirm d nadie. Mis viejos m castgaron xq he sacado muxos suspnsos y m mndaron a Lndres sin prvio aviso.»
«Cnt x favor. Dim algo. »
Y así pasaron los primeros días de julio. Hasta que una tarde, cuando casi había perdido las esperanzas de encontrar en internet algo distinto a los días anteriores, descubrió que le esperaba una sorpresa en el correo de «Dafne huele a gasolina».
Mientras su prima navegaba por la red, Paula solía jugar con el teléfono móvil tendida en la cama. Aquella tarde, Dafne tecleó la clave de entrada al facebook casi con desgana. Una vez en la página de inicio, a la izquierda de la pantalla, junto a los iconos que representaban el número de mensajes y notificaciones nuevos recibidos, se encontró con la alegría más grande de su vida. Sobre el icono que avisaba de las solicitudes de amistad reinaba un número uno que acababa con todas sus angustias. Un número blanco sobre un cuadrado rojo, como la pasión y lo prohibido, sobre aquella especie de busto sin rasgos que se encontraba permanentemente a cero, excepto cuando ella misma invitaba a sus amigos imaginarios.
En un principio se quedó sin habla, pero después de la primera impresión no pudo reprimir un grito de alegría.
La mano que manejaba el ratón empezó a sudarle, y los músculos del cuello se le tensaron como si estuviera haciendo un esfuerzo enorme.
Paula se levantó de la cama y se acercó al ordenador. Las respuestas que tanto esperaban habían llegado por fin. Roberto había aparecido con el nick de
El que faltaba por aquí
.
Dafne pulsó el botón de confirmar y después el de añadir a la lista de amigos y, antes de que pasaran cinco minutos, debajo de cada fotografía de Cristina comenzaron a aparecer más y más comentarios.
«¿De dónde has sacado esos ojos, chiquilla? Seguro que en persona no son tan enormes.»
«¿Te han dicho alguna vez que esos ojos no son tuyos?»
«¿Es verdad que Dafne huele a gasolina?»
«¿Cuándo vuelves de Londres? Me gustaría enseñarte una cosa que tiene mucho que ver contigo.»
«¿Quieres que te cuente dónde he visto unos ojos iguales?»
Dafne se llevó las manos a la boca y lazó un nuevo grito que debió de oírse en toda la manzana. Las piernas también le temblaban. Los latidos se le dispararon fuera de control. Y la cara le ardía más que en la peor de sus pesadillas.
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
Paula la abrazó. Saltó y rio con ella, y la dejó que llorase de alegría. Pero cuando se le pasó el primer impulso de emoción, que compartía de verdad con su prima, la previno otra vez contra aquella historia, de la que presagiaba un final que sólo podía acarrearle daño.
—¿Seguro que quieres seguir con esto, tía? Deberías dejarlo ahora que sabes que él sigue pillado. Si no te olvidas de este rollo, luego no vas a saber cómo parar. Más vale retirarse a tiempo. Ya sabes que se coge antes a un mentiroso que a un cojo.
Paula tenía razón, Dafne lo sabía. Sabía que debía dejarlo, pero su corazón palpitaba demasiado deprisa. Era demasiado feliz en aquel momento como para dejar que aquella emoción se acabase antes de haberla saboreado aunque solo fuese un poco.
Debería hacerle caso a su prima, pero no podía. Y no lo hizo. Esperó un momento para tranquilizarse, activó el chat del facebook, seleccionó el nick
El que faltaba por aquí
, y escribió: