Le hubiese gustado pasar desapercibida. Rodear la plaza para evitar que Roberto y sus amigos pudieran fijarse en ellas, y llegar a casa de su prima cuanto antes para meterse en el agua y olvidarse del mundo. Pero no se atrevió a decir nada. Paula se lo habría notado. Habría sabido que aquellas mejillas rojas no se debían al calor, sino que respondían a algo que su prima no dejaba de preguntarle, algo que ella no admitiría jamás, y que no permitiría que nadie tratase siquiera de insinuar:
¡No! ¡El Rata no le gustaba!
Era guapo, sí, pero los dientes de arriba le sobresalían ligeramente hacia fuera, sobre todo las paletas, que destacaban en la dentadura como las de los roedores que le daban el mote. A pesar de ser alto y fuerte, la cabeza resultaba demasiado grande. Además, las cejas se le marcaban sobre un hueso muy pronunciado que le endurecía el gesto, y le daban un aspecto de chico malo que imponía respeto.
No. Definitivamente, no le gustaba.
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En el momento en que ellas se disponían a cruzar la plaza, Roberto y sus amigos se reían escandalosamente, bebiendo cerveza y sin parar de fumar. Él continuaba con aquella sudadera azul que debía de estar asfixiándole.
Paula no había reparado todavía en la presencia de Roberto y de sus amigos, y tampoco en que a su prima se le habían subido los colores. Dafne se lo agradeció a Dios y a todos los santos y pretendió que continuara siendo así, de manera que, para evitar ser vistas y que Paula descubriese a Roberto, se decidió por fin a proponer que rodearan la plazoleta, con la excusa de protegerse del sol bajo los soportales.
—¡Nos vamos a achicharrar, que hace mucho calor!
Pero su hermana estaba deseando darse el primer baño de la temporada y no accedió.
—No seas exagerada. Si sólo son unos metros. ¡Vamos! ¡Deprisa! ¡Ya he perdido media tarde por vosotras!
Dafne no quiso discutir, no quería que Paula se preguntase por qué insistía en no pasar por delante de la fuente. De manera que apretó el paso para que aquella situación terminara cuanto antes.
A medida que se acercaban al centro de la plaza, y sentía su cara más y más congestionada, pensó que la mejor forma de evitar que Paula viera al Rata sería ocultándolo con su propio cuerpo y se colocó al lado de su hermana, de manera que ambas le tapasen la vista de la fuente. Pero no había pasado un segundo cuando su prima le dio un codazo y señaló hacia el centro de la plaza.
—¿Has visto quién está ahí, tía? ¡Tu impresentable y sus dos amigotes!
Cristina se giró para mirar en la dirección en que señalaba Paula y se cruzó un instante con la mirada de los tres chicos. Dafne se limitó a bajar la cabeza para que no pudiesen verle la cara, que ya se había vuelto tan roja como los pimientos que adornaban las paellas que cocinaba su madre y que ella solía apartar hacia el borde del plato.
Hubiera dado lo que fuera para que se la tragase la tierra.
Pero la tierra ya se tragó una vez a la ninfa que terminó convertida en laurel, y a Dafne la dejó que atravesara la plaza, expuesta a que el Rata la reconociese como una de las pipas del grupo de pequeños, y descubriera cómo se le habían subido los colores.
El sol le pesaba en la cabeza como si llevara una piedra encima. Dafne pasó junto a la fuente tratando de no pensar en que los chicos las estaban mirando, intentando concentrarse en cualquier pensamiento que no fuesen ellos, para que el espacio que la separaba de la calle de Paula se acortase cuanto antes.
Pero por mucho que ellas avanzaban, la distancia entre la fuente y la esquina parecía cada vez mayor. El sol le abrasaba la espalda, y la cara le ardía cada vez más.
Mientras caminaban, sentía los ojos de Roberto clavados en su espalda, en la de Paula y en la de Cristina, acompañando sus pasos a lo largo de todo el recorrido.
Después de unos interminables segundos, cuando ya sólo quedaban unos metros para terminar con aquella pesadilla, escuchó algo que nunca debería haber escuchado, el detonante que desencadenaría los acontecimientos que se sucederían desde entonces, y que le cambiarían la vida.
La voz del Rata, ronca y fuerte, se dirigía hacia ellas.
—¡Morena! ¡Quién fuese sombra! ¡Me dejaría pisar aunque fuera de noche!
Por un instante, Dafne pensó que se dirigía a ella, pero sus amigos la sacaron enseguida del error, riéndole la gracia y jaleándole a gritos.
—¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Vaya ojazos azules! ¡Dile algo a este pobre, chiquilla, que nos lo has atontao!
Cristina rodeó con sus brazos los hombros de su hermana y de su prima, y apretó la marcha.
—¡No les hagáis caso! ¡No miréis!
Dafne no les miró. No lo habría hecho aunque su hermana no se lo hubiese aconsejado. Pero, en el mismo instante en que supo que aquel piropo no era para ella, comenzó a urdir el engaño con el que se vengaría de tanta humillación, una red de mentiras y de trampas en la que Roberto se convertiría en la única presa.
Cristina siempre llamaba la atención. Su sueño era dedicarse al mundo de la moda, primero como modelo, y después como diseñadora. De momento lo había conseguido. Desfilaba en algunas pasarelas con modelos para jovencitas y había logrado que algunas agencias admitieran los books con los que trataba de darse a conocer.
Era una de esas chicas en las que todos se fijan. Una belleza. Su piel morena y su pelo castaño oscuro contrastaban con el azul de unos ojos que cualquiera hubiese querido para sí. Se parecía a su madre y a su hermana mayor, pero tenía una peculiaridad que la hacía distinta, y que se daba con frecuencia en las mujeres de su familia. El iris le ocupaba una parte del globo ocular mayor de lo normal, y la forma alargada en que se le estrechaban las pupilas con la luz le daban a sus ojos un aspecto felino frente al que resultaba difícil permanecer indiferente.
Por otro lado, sus labios carnosos y su dentadura grande y perfectamente alineada, podrían llegar a ser la envidia de muchas modelos profesionales a las que ella admiraba.
No sabía que había heredado el color de los ojos de su familia paterna. Creció pensando que su padre era otro. Compartió con sus hermanas el dolor de haberle perdido sin que les diera tiempo de construir su recuerdo, y se lo imaginó como siempre se lo había descrito su madre, como un padre cariñoso que murió antes de haber cumplido la promesa con la que había recibido el nacimiento de cada una de sus hijas, la de que él las haría felices. Teresa nunca la sacó del error. Y a su hermana Lliure tampoco. No les mintió, porque ella nunca les dijo que el padre de sus hermanas pequeñas fuera su padre, pero tampoco les dijo que no lo fuera.
Las mayores dieron por hecho la desgracia que las había convertido en huérfanas a los ojos de todos; las pequeñas nunca se plantearon que podría ser de otra forma; y la madre calló como se callan las vergüenzas que no pueden confesarse, y olvidó como se olvidan los malos recuerdos, tapándolos con otros que se encargan de construir el pasado. Su segundo marido había muerto de una septicemia cuando se encontraba en un viaje de trabajo. Teresa se encontró otra vez sola para sacar adelante a sus hijas. La pequeña acababa de nacer, Dafne tenía un año y Lliure y Cristina cinco y cuatro respectivamente. Todas ellas crecieron con idéntica admiración hacia la misma figura paterna, aquella en la que Teresa dejó que creyeran, porque decidió que las cuatro tenían derecho.
Paula, tienes que ayudarme!
—¿Cómo?
—¡Tienes que conseguirme su correo electrónico y su móvil!
—¡Pero, tía! ¿Y de dónde crees que voy a sacarlos yo?
—¿No decías que había salido con una piba que era tu vecina? Pues pídeselos a ella. Seguro que los tiene.
—¡Sí, hombre! ¿Tú te has vuelto panoli, o qué? ¿Y para qué se supone que los quiero?
—¿Para gastarle una broma?
—¡Cojonudo! ¡Como que mi vecina se lo va a tragar...!
—Pues dile que le gusta a una amiga tuya que quiere enviarle un sms.
—¡Ya! ¡Para que la piba se crea que soy yo la que estoy pillada por el Rata! ¡Ni de coña, tía!
—¡Joder, Paula! ¿Eso es todo lo que dices que me quieres?
¿Así demuestras que soy tu prima preferida? No me lo puedo creer ¿sabes? Yo sí lo haría por ti.
—Pero ¿tú flipas? Es que yo no te pediría nunca una cosa como esa, tía.
—¡Ya! ¡Pero me has pedido otras! ¿Vale?
Y era verdad. En numerosas ocasiones, Paula le había pedido ayuda para resolver problemas sentimentales con algún niño del colegio o de su barrio. Y Dafne nunca se había negado. No sólo porque quería a su prima con locura, sino porque, por su carácter, ayudaba a todo el que se lo pedía. Y no eran pocos los que solían acudir a ella para pedirle cualquier favor, sabiendo que ella lo haría.
Dafne le guiñó un ojo en un gesto que Paula conocía muy bien, una mueca que solía hacer cuando sabía que conseguiría lo que se estaba proponiendo en ese momento.
Las dos eran bastante menudas. Estaban entre las más pequeñas de las chicas de su curso. La mayoría se habían desarrollado ya, pero ellas todavía no habían pasado por el trago de «convertirse en mujer», tal y como a sus madres les gustaba decir. Como si aquello supusiera un motivo de alegría.
De hecho, tanto a Cristina como a Lliure, Teresa les había organizado una fiesta familiar para celebrar el acontecimiento, fiesta que ambas disfrutaron como si realmente hubiese algo que festejar.
Para Dafne, en cambio, la sola idea de pensar en la regla le suponía un fastidio. Sabía que ese momento tendría que llegar tarde o temprano, pero si pudiera elegir, lo retrasaría tanto que terminase por no llegar nunca. Paula, por el contrario, lo deseaba con todas sus fuerzas. Crecer. Usar el primer sujetador en el que no le hiciera falta relleno. Ser mayor. Poder ir a la calle en los recreos, como los chicos de los últimos cursos del colegio. Comprarse minifaldas y zapatos con tacón de aguja, y salir los viernes y los sábados por la noche a las discotecas. Sacarse el documento nacional de identidad, y falsificarlo para entrar en los garitos de adultos, como hacían las niñas del grupo de mayores, que pegaban sobre el reverso de su DNI una fotocopia en color del de alguien que ya hubiera cumplido dieciocho años y lo volvían a plastificar.
Pero Dafne no. A ella no le gustaba el mundo de los adultos. No los veía felices. Incluso habría preferido no haber llegado a la adolescencia. La primera vez que sentía que dolía enamorarse. Le habría encantado quedarse siempre como cuando estudiaba los primeros cursos de primaria. Vivir en un mundo de colores, de novios de mentira, de fichas y de juegos en el parque. Un mundo en el que los mayores no tenían otro objetivo que vivir para que los niños se sintieran bien. Cuidarlos, mimarlos y llevarlos de allá para acá como si fueran animalillos indefensos.
Pero había crecido, y por primera vez se enfrentaba a un sentimiento que no sabía cómo controlar. Intenso. Real. Una emoción que no podría decir si le resultaba agradable o no, y que la llevaría a experimentar los momentos más extraños de su vida.
-oOo-
Paula terminó cediendo a sus peticiones y, a través de su vecina, consiguió el correo electrónico y el móvil de Roberto. Con ellos prepararían las primeras trampas con que atraerían a su presa.
La primera la planearon para el día de la exhibición de gimnasia que estaba a punto de celebrarse en su colegio, donde acudirían las familias y los amigos de los participantes en las pruebas.
Ese mismo día, Cristina estaría volando hacia Irlanda, en el viaje que organizaba su instituto para los alumnos que terminaban la Enseñanza Secundaria Obligatoria.
La tarde anterior a la exhibición, desde un móvil de tarjeta que compraron única y exclusivamente para comunicarse con él, Dafne y Paula le enviaron al Rata un mensaje sin firma:
«Si kiers pisar mi sombra, ven a la xhibición d gimnasia di colegio d ls pkeños. Tesperaré n la cancha d baloncsto a ls 5.»
Casi sin que hubiera dado tiempo a que Roberto leyera el sms, sonó el pitido que indicaba que acababa de contestarles:
«Iré si m dics tu nombre.»
Hasta ese instante, Paula no supo que su prima ya había elegido el nombre con el que engañarían a Roberto. Él desconocía el parentesco que las unía con Cristina, y estaba claro que debería seguir siendo así. De otra manera, habría sido muy fácil descubrirlas. Sólo un par de llamadas a los vecinos de Paula habrían bastado para localizar el móvil y el correo electrónico de todas, de la misma manera que ellas habían localizado los de él.
Había que inventarse un nombre que no tuviera que ver nada con ninguna de las tres.
Hacía algunos años, muchos chicos y chicas habrían dado lo que fuera por conocer a los protagonistas de una serie juvenil de televisión que habían llegado a ser auténticos ídolos para las jovencitas, sobre todo para las que aspiraban a convertirse algún día en actrices. La acción se desarrollaba en una academia de danza. Una de las protagonistas se llamaba Dafne, y tenía los ojos azules y el pelo largo y moreno como Cristina. No podrían encontrar un nombre mejor. Ése fue el que enviaron a Roberto cuando contestaron a su mensaje, y el nick que usarían en adelante para comunicarse con él por internet, y que terminaría por atraparlas en una pesadilla de la que no sabrían cómo salir, sobre todo a Dafne, que se identificó hasta tal punto con el personaje que terminó por mimetizarse con él.
Ella siempre había querido ser actriz. Lo quiso desde que vio la primera película en la que no aparecían dibujos animados, sino niños de carne y hueso a los que después entrevistaban en la tele. Desde entonces, no había obra de teatro en el colegio en la que no interviniera, aunque fuese en un papel secundario.
Aquella oportunidad le serviría para llevar a cabo la primera gran actuación de su vida.
Dafne pensó que algunas veces el destino se vuelve justo, y nos permite reírnos de los que antes se han reído de nosotros. Sabía que la venganza no era el mejor de los sentimientos, pero ver al Rata en la cancha de baloncesto, consultando el reloj una y otra vez, era la mejor reparación que podía regalarle la vida.
Paula y ella le observaban a través de la ventana de su clase.
Podían espiarle sin que él lo notara, ya que los cristales simulaban un espejo que impedía que se viese el interior del edificio. De vez en cuando, para que no se desesperase antes de tiempo, le enviaban un mensaje al móvil con el teléfono de tarjeta que habían comprado para poner en práctica su engaño: