Nick (17 page)

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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Nick
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Cualquier otro día habría pensado que aún era pronto para salir de la cama, pero aquel sábado hubiera deseado levantarse más temprano que nunca. Quería consultar cuanto antes la bandeja de entrada de su correo electrónico, en busca de la respuesta a los correos que había escrito Paula la tarde anterior para Roberto y para
El que faltaba por aquí
.

Por supuesto, lo primero que hizo nada más poner el pie en el suelo fue dirigirse a la mesa, encender el ordenador y pinchar el símbolo de su navegador de internet.

Mientras se realizaba la conexión, se dio cuenta de que la batería del móvil se había descargado durante la noche y se le había apagado. Acto seguido lo enchufó al cargador.

Al encenderse el teléfono comprobó que, a pesar de que Paula y ella creían haber previsto todas las posibilidades sobre las respuestas a los correos, había una que no habían barajado.

No había mensajes en la bandeja de entrada del correo electrónico. Tal y como habían imaginado que podía suceder, ni Roberto ni su impostor habían contestado. Pero en el móvil se encontró con un mensaje, enviado desde un número oculto, que cambiaba la situación por completo.

A Dafne le dio un vuelco el corazón. No podría explicar el por qué, pero antes de abrirlo supo que se trataba del Rata. Aquel mensaje le provocaba la misma sensación en el estómago que había sentido al principio de toda aquella historia: una especie de vértigo que no podía comparar con nada, excepto con la emoción de dejarse lanzar al vacío desde una de las instalaciones más altas del parque de atracciones.

Tenía que ser él.

Ninguna persona le había hecho sentirse de aquella manera excepto Roberto. Ni siquiera su impostor había conseguido nunca que el estómago le bailase así. Ahora se daba cuenta de que el falso Roberto siempre le había hablado midiendo las palabras, como si se estuviera conteniendo, cariñoso, sí, pero frío, sin coqueteos como el que se adivinaba en cada mensaje del verdadero Rata.

Pulsó el botón de abrir los mensajes con el corazón a doscientos por hora, conteniendo la respiración y rezando para que no le fallase su intuición.

Y, efectivamente, sólo con un golpe de vista, incluso sin leer el texto, comprobó que su intuición había funcionado.

A diferencia de la forma en que escribía el impostor, el autor del mensaje había utilizado abreviaturas.

El texto, por otra parte, no dejaba lugar a dudas.

«No creas q m he olvidado d ti. Stoy n el hspital. Tescribo desde el móvil de mi madre. Si fueras una wena chica vndrías a vrme. Habit 8 planta 8. No falts.»

Su primer impulso fue llamar a su prima Paula para leerle el mensaje, pero no la llamó, se quedó leyéndolo una y otra vez, saboreándolo como si realmente se lo hubieran enviado a ella y no a Cristina, pensando que algunas cosas, de entre tantas mentiras que había vivido aquel verano, eran reales. Era verdad que Roberto se había enamorado de su hermana, y que lo que ella sentía por él no lo había sentido nunca por nadie.

Si
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no lo hubiera suplantado, ella habría conseguido que Roberto sintiese lo mismo que ella sentía por él, aunque no supiera con quién hablaba realmente, y creyese que era de Cristina de quien se había enamorado, como en esa historia que contó una vez en clase la profesora de francés, la de un hombre con una nariz inmensa que escribía versos para que un amigo, oculto tras el embozo de una capa, pudiera enamorar a una chica de la que él también estaba enamorado.

En aquella historia, la chica se enamora de los versos del que escribe, y no de los ojos bonitos del amigo. Igual le habría ocurrido, a Roberto.

Sí. Estaba segura, él habría terminado por enamorarse de sus mensajes si los hubiera leído. Habría experimentado el mismo vacío en el estómago que ella, la misma sensación de que el corazón iba a estallarle, el mismo deseo de gritar.

-oOo-

Dafne leyó una docena de veces el mensaje antes de llamar a Paula. Sería la última vez que podría saborear aquella sensación de que el Rata estaba pensando en ella cuando lo escribía.

El juego se había terminando.

Podría haber continuado con la farsa hasta que el verdadero Roberto cayera rendido a sus pies. Sin embargo, ahora sabía que en aquella partida, en la que creía haber marcado toda la baraja, participaban muchos más jugadores de los que podía imaginar. Algunos habían buscado la manera de colarse en el juego sin haber sido invitados, y a otros no podría evitar el daño que iba a causarles cuando descubriesen que también les habían repartido cartas sin saberlo.

Es difícil que la traición y la mentira desaparezcan sin llevarse con ellos algún herido.

Capítulo 37

Estás segura, tía?

—Completamente.

—¿Y no sería lo mismo si le mandases un sms?

—No. No es lo mismo. Voy a ir.

—¿Y si no es él?

—Esta vez sí que lo es, Paula. Tengo que hablar con él aunque me cueste la vida. Si no me quieres acompañar no pasa nada.

—Que no es eso, tía. Es que creo que te vas a meter en la boca del lobo. ¿Y si te pega?

—¡Cómo me va a pegar! ¡Si está en la cama! Además, los tíos no pegan a las tías.

—Pero sí se lo encargan a otras tías. ¡A ver! Parece que no conoces a los malotes estos. ¿Y sus amiguitas las malotas? Como si no lo hubieran hecho ya otras veces... ¿O no te acuerdas de cuando rodearon entre varias a aquella niña del cole en el centro comercial? ¡Menudo susto le dieron las muy cerdas!

¡Bueno! Pues ya sabré yo cómo defenderme, pero tengo que decirle la verdad en persona ¿vale?

—¿Y no tienes que estudiar hoy? ¿Cuántos exámenes tienes el lunes? A lo mejor deberías repasar esta tarde ¿no?

—¿Quieres dejar de parecerte a mi madre, tronca? ¡Dímelo ya de una vez! ¿Vienes o no?

—¡Que sí! ¡Que voy! No seas petarda.

-oOo-

—¡Hombre, aquí están las que faltaban!

—¿Las que faltaban? ¿Por qué precisamente las que faltaban, so capullo?

—Joder, guapa, ¿a qué viene tanto mosqueo?

—Ni mosqueo ni leches. Tú a mí no me conoces de nada, imbécil. ¡A ver! ¿Por qué coño iba yo a faltar? ¿No será que
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eres tú?

—¡Pues no! Porque yo ya estaba aquí antes de que tú llegaras. Y claro que te conozco, guapa. A ti y a tu amiga, que no paráis de espiarnos. ¿O te piensas que no nos hemos dado cuenta? Si parecéis nuestra sombra, joder.

—¿Sombra de qué? ¡Niñato!

—Pero bueno, tía, ¿a ti qué mosca te ha picado?

—La misma que os ha picado a tu hermano y a ti este verano. Por no decir la que le ha picado también al hermano de Roberto, que seguro que está con vosotros en el ajo.

—¿Pero de qué ajo me estás hablando, chiquilla?

Dafne estaba paralizada. Mientras el gemelo que discutía con Paula se iba encendiendo, el otro no dejaba de mirarla. Le había guiñado un ojo nada más verlas aparecer en el vestíbulo del octavo piso, y se había colocado a su lado como si quisiera protegerla del chaparrón que estaba cayendo. En el momento más álgido de la discusión, se acercó a su oído y le dijo en voz baja.

—¿Y tú no hablas?

—Yo vengo a ver a Roberto.

Acababa de subir ocho plantas por las escaleras y apenas podía respirar, pero no quería que nadie pensase que estaba nerviosa, por lo que trataba de regular la respiración aspirando y expulsando el aire muy lentamente, una técnica que solía utilizar para evitar que le dieran la lata por su empeño en no subir en los ascensores. El gemelo que le guiñaba los ojos le puso la mano en la espalda y continuó hablándole en voz baja.

—Pues tranquilízate, que no suele comerse a las pibas flaquitas como tú.

—No estoy nerviosa, es que he subido por las escaleras.

—Ah, es verdad, se me había olvidado que tienes miedo a los ascensores.

Dafne se giró hacia él.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Yo sé muchas cosas, flaca.

Paula se cogió del brazo de su prima y la empujó hacia delante. Frente a ellas se abrían dos pasillos, a derecha e izquierda del vestíbulo, uno conducía a las habitaciones y el otro, que terminaba en la zona de quirófanos, estaba reservado para uso exclusivo del personal sanitario.

Paula continuó empujándola en dirección al pasillo de las habitaciones, cogida de su brazo y sin dejar de discutir con uno de los gemelos.

—No te hagas el sorprendido, macho, porque se te nota mazo que estás disimulando.

—¿Disimulando de qué? Vosotras sí que no sabéis disimular. ¡Espías de pacotilla!

Las dos primas se miraron como si se adivinaran el pensamiento. Cada palabra que pronunciaban los amigos del Rata confirmaba sus sospechas de que eran los impostores.

La discusión continuó mientras caminaban hacia la habitación.

—Vosotros sois muy listos los dos. Pero ahora veremos quién sabe más. Veremos si Roberto sabe quién es
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.

—Pero, bueno, ¿se puede saber por qué te jode tanto que haya dicho que sois las que faltaban? Lo he dicho porque ha venido un montón de gente a verlo.

—Pues ahora han venido dos más. Justo las que le van a decir a Roberto lo que ha pasado mientras estaba enfermo. ¡A ver si él sabe una mierda de lo que habéis hecho!

—¡Pero qué borde eres, chiquilla! ¿Y qué mierda se supone que tiene que saber?

—Vosotros sabréis, que sois los que lo sabéis todo, y os habéis estado haciendo pasar por él.

—¡Pero qué dices! ¡Tú no estás bien de la olla! ¿Dónde nos hemos hecho pasar por él?

—Ahora lo sabrás.

Capítulo 38

Aún no se había recuperado del esfuerzo de subir las escaleras, y a medida que avanzaban por el pasillo, y pasaban por delante de los cuartos que precedían al de Roberto, le costaba más trabajo respirar.

No podía creer que fuera a verle.

Cuando llegaron a su habitación, los latidos se le salían por la boca, por la nariz y por todos los poros de la piel.

Detrás de aquella puerta la esperaba la persona que había ocupado su mente desde aquel maldito día en que pasó por debajo de su brazo.

En una sala de espera cercana, se encontraban varios chicos y chicas del grupo de mayores.

Dafne entró en la habitación detrás del gemelo que le guiñaba los ojos, seguida de Paula y del otro gemelo. El cuarto no era demasiado grande. El padre de Roberto había conseguido que no tuviese que compartirlo con ningún otro enfermo, pero había dos camas y dos mesillas de noche que se convertían en mesas auxiliares extendiendo unos rieles.

A Dafne le sorprendieron las dos camas vacías. Esperaba encontrar a Roberto tumbado, inmovilizado por las escayolas de las que habían hablado sus amigos y su hermano Kiko en la piscina.

Pero aquella misma mañana le habían quitado las vendas del pecho, la escayola del brazo y la que le llegaba hasta la ingle, y le habían sustituido la de la otra pierna por un vendaje. Dafne se topó de frente con él al entrar en la habitación, sentado en una silla en la que le habían colocado varias almohadas, dos alrededor de los brazos, una en la espalda y otra sobre una banqueta en la que apoyaba la pierna vendada. Él se quedó mirándola fijamente y le sonrió.

En el pasillo que formaban las dos camas, estaban sus abuelos y su madre.

Dafne se horrorizó al pensar que su primer encuentro con el Rata, después de todo lo que había pasado, se efectuaría ante aquella multitud. Pero la madre y los abuelos de Roberto abandonaron la habitación, aduciendo que había demasiada gente allí para el enfermo y que se bajaban a la cafetería a merendar algo.

El gemelo que discutía con Paula fue el primero en hablar, se llamaba Eduardo, pero todos lo conocían por «el Pichichi» debido a la habilidad para meter goles en los partidos de fútbol que le caracterizaba desde que era pequeño. Llevaba el pelo de punta y los pantalones caídos hasta la cadera.

—A ver qué te tienen que contar estas dos, que dicen que nos hemos hecho pasar por ti no sé dónde este verano.

Roberto no había dejado de mirar a Dafne desde que entró en la habitación. Sonreía como si todo aquello no tuviera nada que ver con él.

—No entiendo nada.

Dafne no podía hablar. Paula le dio unos pequeños golpes en un brazo, tratando de empujarla a decir cualquier cosa, pero su boca permanecía cerrada como si alguien o algo la obligara a callarse. Roberto seguía sonriendo.

—¿Me va a contar alguien qué pasa?

Al Pichichi se le habían subido los colores. Roberto no había escuchado su discusión con Paula, pero conocía muy bien a su amigo, sabía que tenía que haberse peleado con alguien.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué es eso de que se han hecho pasar por mí este verano?

El Pichichi miró a las dos primas y se encogió de hombros. Nadie decía una palabra. Se miraban unos a otros como si cada cual cediera su turno al que tenía al lado, Dafne a Paula, Paula al Pichichi, y éste a su hermano.

Roberto seguía sonriendo, como si todo aquello le divirtiese más que le intrigase o le irritase.

—¿Alguien se anima a decir algo?

El corazón de Dafne continuaba golpeándola tan fuerte que pensaba que los demás lo debían de estar oyendo.

Al contrario de lo que le pasaba normalmente, no le sudaban las manos ni se había puesto roja con aquella tensión, como le había sucedido al Pichichi, pero el párpado del ojo derecho le temblaba de tal manera que estaba completamente segura de que también tenían que verlo los que estaban en la habitación. Sobre todo Roberto, que no dejaba de mirarla fijamente a los ojos.

Paula levantó las cejas en un gesto de impaciencia, indicándole así que, llegados al punto en el que se encontraban, le tocaba llevar la batuta. Pero a Dafne le resultaba imposible. Seguía paralizada. Ni siquiera se atrevía a devolverle la mirada a Roberto. Al contrario, intentaba rehuirle escondiéndose detrás de su prima y del gemelo que había discutido con ella.

De no haber sido por Paula, que la empujó hacia delante hasta situarla justo enfrente de la banqueta donde el Rata reposaba su pierna vendada, no habría conseguido despegar los labios.

En aquel instante, se habría cambiado por cualquier persona que pasase por el pasillo del hospital, ya se tratase de una enfermera, de un familiar, o del más grave de los pacientes, aunque fuera en camilla camino del quirófano para que le operasen de la peor de las enfermedades. Pero sabía por experiencia que eso no sucedería. Que la tierra no podría tragársela, por mucho que lo deseara.

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