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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

Nick (18 page)

BOOK: Nick
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Y lo deseaba. Pero no hay escondite posible cuando la verdad empuja.

Ya no podía evitarlo más, tenía que hablar si no quería que Roberto la tomara por una idiota.

Tragó saliva. Le miró tratando de controlar la respiración y el temblor de su ojo derecho, y se atrevió a decirle.

—Venimos de parte de Dafne, soy su hermana.

Roberto volvió a mirarla a los ojos. Se le veía muy pálido, las ojeras se le marcaban hasta los pómulos, y el hueso de las cejas parecía más abultado que nunca. Había adelgazado.

Dafne retiró la mirada y señaló a Paula con un gesto de la mano.

—Ésta es mi prima. Mi hermana nos ha encargado que averigüemos si algún amigo tuyo ha estado enviándole mensajes este verano como si fueras tú, utilizando el nick de
El que faltaba por aquí
.

Roberto no dejaba de mirarla ni de sonreír. Era una mirada parecida a la que ella creía que le dirigía a veces en el Chino. No parecía sorprendido, ni molesto, ni confuso, aunque simuló endurecer el tono de voz al preguntarle:

—¿Y por qué no ha venido ella para averiguarlo en persona?

—Está en Londres. Viene el lunes.

—Pues dile que no me gustan los recaderos. Que si quiere averiguar algo, que tenga lo que hay que tener y que venga ella misma el lunes a preguntármelo.

Dafne se dio la media vuelta. No podía soportar estar tan cerca de él. No podía controlar la respiración, ni el bombeo de su sangre, ni el latido del ojo derecho. Estaba claro que no debería haber ido a verle.

Antes de que Roberto pudiera decir nada más, cogió a Paula del brazo y salió con ella de la habitación al tiempo que contestaba.

—Vale.

Segundos después, en el pasillo que conducía hacia los ascensores, se cruzaron con el hermano de Roberto, quien las saludó como si las conociera de siempre. Llevaba un maletín en una mano y en la otra una bolsa de gimnasia. Eran las ocho y media de la tarde.

Paula se mordió la lengua hasta que llegaron al recibidor de los ascensores, donde se encontraba también la puerta que daba a las escaleras por las que había subido su prima.

—¿Pero tú eres tonta o qué, tía? ¿Para esto me has hecho venir? ¿No eras tú la que iba a contarle toda verdad aunque te costase la vida?

—No he podido, joder. ¿No has visto cómo me temblaba el ojo?

—¿Qué ojo?

—¡Éste! ¡Mira cómo me tiembla! Se habrá pensado que soy una pipa y una pringada.

—Pues claro que se lo habrá pensado. Y de paso me has hecho quedar a mí como una imbécil. ¡No te tiembla nada! ¡Qué ojo ni qué mierda!

Y era cierto, aunque Dafne sentía el latido del ojo como si fuese un tic que tendría que apreciarse a simple vista, en realidad era más una sensación debida a su nerviosismo que un auténtico temblor que se apreciase desde fuera.

Paula la miraba sin poder dar crédito a lo que había pasado. Estaba a punto de apretar el botón de llamada del ascensor, cuando vio cómo se acercaban los gemelos desde el pasillo de las habitaciones. El que había discutido con ella se colocó a su lado.

—¡Qué prisa tenéis! Para mí que sabéis que habéis metido la pata y por eso salís corriendo.

Paula estiró el cuello y giró la cabeza hacia un lado, para dejarle muy claro que no quería escucharle ni hablar con él. Pero el Pichichi insistió.

—Yo que vosotras no me iría sin lo que habéis venido a buscar. Las dos primas se miraron sin decir nada. Acababa de llegar el ascensor y Paula estaba sujetando la puerta para que no se cerrase. El otro gemelo se colocó al lado de Dafne.

—Roberto quiere veros.

-oOo-

El segundo gemelo se llamaba César, aunque todos lo conocían por «el Zamora» debido a su habilidad como portero de fútbol. Siempre llevaba las manos en los bolsillos.

Desde que eran pequeños, su padre les había entrenado a su hermano y a él como si algún día pudieran llegar a futbolistas profesionales. A su hermano siempre le tocaba disparar el balón desde el punto de penalti, y a él pararlo en la portería. Casi nunca fallaba, y cuando lo hacía era porque su hermano había conseguido un efecto con el que podría engañar hasta al mejor cancerbero de la Liga de Campeones. De manera que no había equipo que pudiera vencerlos cuando les tocaba jugar juntos en el mismo bando.

También llevaba los pelos de punta, aunque no tanto como el Pichichi. Pelirrojos los dos, y con cara de no haber roto nunca un plato, ni una taza, ni un vaso. A los dos se les escurrían lospantalones por la cadera dejando al descubierto su ropa interior.

-oOo-

Paula y Dafne los siguieron otra vez hasta la habitación de Roberto. Ellas en el centro y, los gemelos, uno a cada lado. Ninguna dijo una palabra.

Delante de ellos, una auxiliar de enfermera empujaba un carro de comedor repleto de bandejas con tapas de aluminio que contenían las cenas de los enfermos.

El olor a desinfectantes, medicinas y alcohol, que a Dafne no le resultaba demasiado desagradable, se transformó de pronto en una mezcla de vapores de tortilla francesa, pescado hervido y sopa de verduras.

Dafne comenzó a sentir náuseas. No sabía qué le repelía más, aquel olor a comida insípida o el hecho de estar siguiendo a los dos hermanos sin haber emitido ni una simple protesta.

Tenía razón el gemelo que había discutido con su prima: habían metido la pata. Y la idea de que Roberto pudiera someterlas a un interrogatorio, después de haber recapacitado sobre su extraña visita, la ponía tan nerviosa que estaba a punto de marearse. A estas alturas debía de pensar que era una niñata que no sabía ni hablar.

Cuando llegaron a la habitación, encontraron a Roberto frente a una de las mesillas auxiliares, en la que, en lugar de la bandeja con la tortilla, el pescado y la sopa, había un portátil abierto.

La bandeja que le acababan de servir esperaba en la mesilla que le correspondía a la cama vacía, con la comida cubierta por la tapa de aluminio abombada.

Casi sin levantar los ojos de la pantalla, el Rata les soltó a bocajarro:

—En este ordenador no ha entrado nadie más que yo. Ha estado apagado desde que ingresé en el hospital hasta hace cinco minutos, que me lo ha traído mi hermano. Nadie sabe la contraseña ni la ha sabido nunca. ¿Os ha contado Dafne qué es eso que me tenía que decir tan importante?

Las dos primas se miraron desconcertadas. Roberto giró el portátil hacia ellas y les enseñó la pantalla, donde se podían leer los últimos comentarios de
El que faltaba por aquí
en el muro de «Gasolina sin plomo».

Después se dirigió a Dafne y la miró a los ojos de la misma forma que la había mirado desde que entró en la habitación por primera vez, como si buscase algo en ellos. No parecía molesto, pero se le había borrado la sonrisa que había mantenido hasta entonces.

—Dile a Dafne que tiene que buscar por otra parte. Ni mis amigos, ni mi hermano, ni yo, tenemos nada que ver con esto.

Y dile también que utilice una clave que no pueda averiguarse con un simple programa.

Paula y Dafne se miraron desconcertadas. Antes de que pudieran decir nada, Roberto continuó hablando con los ojos clavados en los de Dafne.

—Ah, y otra cosa. La próxima vez que alguien pregunte por ella en el Chino, os aconsejo que os escondáis mejor. Se me olvidó decíroslo antes.

Capítulo 39

Cuando regresó del hospital, su madre la esperaba con cara de pocos amigos y con la escopeta cargada. Se examinaba el lunes de tres asignaturas y no había tocado los libros en todo el sábado.

La bronca no tuvo nada que envidiarle a las del resto del verano. En un solo segundo, se evaporó el recuerdo de las risas que las habían unido el día anterior, mientras disfrutaban la una de la otra junto a su prima Paula y a su tía, como si fuera hija única. Un segundo nada más para volver a sentirse el bicho raro de la familia, la irresponsable que lo único que tiene en común con su madre es la preocupación por los exámenes de septiembre. En su caso, la falta de preocupación, y en el de su madre, la falsa esperanza de que todavía no estuviera todo perdido.

Y estaba claro que ya no podía recuperarse nada, ni los exámenes, ni la posibilidad de conseguir que algún día Roberto se fijase en ella en lugar de empeñarse en Cristina, ni el tiempo, que se había evaporado como el agua cuando se deja en una cazuela en el fuego.

Y es que hay cosas que no esperan al día siguiente. Se van acumulando en el cesto de las cosas por hacer y acaban olvidadas y cubiertas de polvo.

Su madre había tratado de hacerle entender que no siempre es posible recuperar al día siguiente lo que no se ha hecho hoy. Había colocado los libros uno sobre otro para que se los encontrase así cuando volviese a casa. Una torre de ladrillos a punto de desplomarse al menor contratiempo.

Hasta que no vio aquella pila de libros, no reparó en que ya se había acabado el verano. Todo el verano.

El tan repetido «tengo mucho tiempo por delante» se había transformado en una sensación de manos vacías que no había forma de remontar.

Había tenido más de dos meses para preparar las últimas evaluaciones de siete asignaturas. No era demasiada materia, las habría recuperado si hubiese estudiado. Quizá no todas, pero sí las suficientes como para no tener que repetir curso.

Sin embargo, había sido incapaz de mirar a largo plazo, y ahora se enfrentaba a la certeza de que había perdido aquellos dos meses y medio.

No sabía cómo superar aquella sensación de fracaso que se volvió contra su madre y contra los libros que le esperaban encima de la mesa como una acusación.

En lugar de agachar la cabeza, y admitir el error, se enzarzó con Teresa en una de sus broncas. Nada más entrar en el salón, señaló los libros y miró a su madre con un gesto de desprecio.

—¿Qué mierda se supone que es esto?

—Tú sabrás. No soy yo la que tiene que examinarse pasado mañana. ¿Dónde has estado? ¿A quién le has pedido permiso para salir?

Dafne había aprovechado que su madre había preparado una de sus tardes de cine para quedar con Paula e ir al hospital. Pero no contaba con que Teresa había cambiado de planes en el último momento y regresó a casa antes de lo que Dafne había calculado.

—¿Y a ti qué te importa?

—¿Cómo no me va a importar? Te estás jugando el curso. ¿Es que no te das cuenta?

—¡Tú sí que no te das cuenta de nada! ¡Nunca te ha importado lo que me pasa! ¡Estoy harta! ¡Harta! ¡Harta! ¡Harta!

Y comenzó a llorar mientras gritaba dándose golpes en la cabeza.

—¡No puedo más! ¿Por qué me tiene que pasar todo siempre a mí? ¿Por qué? ¡No es justo! ¡Todos os habéis vuelto contra mí!

Teresa trató de acercarse para calmarla, pero antes de que lo pudiera evitar, Dafne tiró al suelo los libros con toda la furia que pudo descargar en un puñetazo.

—¡No tienes ni idea de lo que estoy pasando, joder! ¡Me va a estallar la cabeza! ¡Déjame en paz! ¡Quiero morirme!

El mundo entero tenía la culpa de que hubiera pasado el verano encerrada. Ella sólo era una víctima de las manías de los profesores y de la presión a la que la había sometido su madre para que estudiase.

La vida le resultaba tan injusta que no podía admitir ninguna responsabilidad en lo que le estaba sucediendo. Ni en los suspensos, ni en su comportamiento con Teresa en los últimos tiempos, ni en la mentira en la que había vivido desde hacía meses, ni en no haber sabido evitar que la historia con Roberto le hubiera estallado en la cara.

Para todo encontraba una explicación que darse a sí misma.

Si le había faltado el respeto a su madre era porque ella no la comprendía. Si había suspendido siete evaluaciones era porque no podía soportar las injusticias del colegio. Si no había aprendido nada con la profesora particular era porque no había sabido enseñarle. Y si la farsa que había montado para atraer al Rata había salido mal era porque se había metido por el medio un desconocido que lo había estropeado todo.

No tenía la culpa de que todos se hubiesen puesto de acuerdo para volverse en su contra. La rabia no la dejaba ver otra cosa que enemigos por todas partes. Ni un solo error que pudiera achacársele a ella.

—¡La vida es una mierda!

Teresa trató de ayudarla. Pero mientras más dulcemente le hablaba su madre, más se encerraba ella en su furia.

—Tienes que mirar dentro de ti misma. Es ahí donde está el problema, no en los demás.

—¡Déjame en paz!

—Pero, hija, no lo comprendes, no puedes convertirlo todo en una tragedia.

—¡Que me dejes, joder!

No hizo ni un solo gesto de acercamiento para tratar de entender lo que Teresa le decía. Ni una palabra que pudiera interpretarse como un sencillo mea culpa, ni una actitud que pudiera confundirse con una señal de arrepentimiento. Nada que mostrase la sensación de vacío que empezaba a pesarle como una piedra. Únicamente gritos, llantos y acusaciones. Y una distancia cada vez más grande con el resto del mundo.

Delante de Teresa mantuvo hasta el último momento la postura de la víctima con la que se ceban todos los males de la tierra, no podía hacer otra cosa.

Pero la frustración y la sensación de culpa fueron en aumento cuando, después del último «déjame» que le dirigió a su madre, se encerró en su habitación y se encontró sola en la cama.

No sólo tenía la casi total seguridad de que en un par de semanas comenzaría las clases en el mismo aula que el curso anterior, lo que suponía separarse de Paula y volver a pertenecer al grupo de pequeños, a quienes ahora ella consideraba unos pipas que sólo sabían jugar con los móviles y con los mp3, sino que ni siquiera había conseguido que Roberto la conociera, aunque sólo fuera por dentro, a través de las cosas que le había dicho a su impostor.

Todo el verano perdido para nada. O mejor dicho, para darse cuenta de que, por mucho que queramos evitarlo, el tiempo corre siempre en contra.

Y para colmo, la historia de
El que faltaba por aquí
no hacía más que complicarse. El gemelo que discutía con Paula las había acompañado hasta la plaza tratando de congraciarse con ellas. Les había contado que había salido una noticia en la televisión sobre una red de pederastas que captaban a sus víctimas en internet. La televisión había dicho que los pederastas se ganaban la confianza de los chicos poco a poco, y que terminaban averiguando todo sobre ellos. La ciudad en la que vivían, su dirección, y los datos sobre los miembros de su familia; y lo que era más importante, las razones que podrían utilizar para someterlos a un chantaje para que acudieran a sus citas.

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