Nick (16 page)

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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Nick
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Roberto cerró los ojos y volvió a quedarse dormido. De nuevo soñó con el accidente, con los gemelos, con Dafne, con sus padres, con sus abuelos y con su hermano Kiko.

Media hora más tarde se despertó con la misma sensación de sequedad en la garganta, pero con más lucidez y más ganas de permanecer despierto. Allí continuaban sus abuelos, Kiko y sus padres, que mantuvieron con él una conversación similar a la anterior.

A lo largo de todo el día se adormiló y se despertó a cada rato, hasta que poco a poco los periodos de vigilia comenzaron a superar a los del sueño, y a última hora de la tarde recobró el sentido por completo.

-oOo-

Y mientras Roberto se despertaba, en casa de Paula, muy cerca del hospital, recién llegadas de la plaza en la que habían sufrido su primer plantón con el que habían tomado por el Rata, Dafne y su prima se dedicaban a diseñar una estrategia con la que poder salir de su laberinto particular. Paula trataba de tranquilizar a Dafne, que no paraba de moverse y de morderse los padrastros.

—¡Mira, prima! Lo primero que tenemos que hacer es encontrar el hilo por el que tirar de la madeja.

—¡Joder, tía, ya estamos con los refranes!

—¡Que no! ¡Que no es un refrán! Que tenemos que encontrar el quid de la cuestión.

—¿El quid de la cuestión? ¡Paula! Me estás poniendo de los nervios ¿sabes? ¡Dime de una vez qué vamos a hacer ahora!

Paula encendió el ordenador, colocó las manos sobre el teclado y se metió en la dirección de correo electrónico de Dafne.

—Ahora mismo lo vas a ver.

Con una rapidez asombrosa, pese a utilizar únicamente un dedo de la mano izquierda y dos de la derecha, le escribió un mensaje al Rata en el que le decía que tenían que verse para contarle algo que no podía esperar; que sentía no haber podido ir a la cita, pero que le juraba que esta vez sería la definitiva, que pusiera él la hora y el sitio. Después le escribió el mismo correo a la dirección del falso Roberto. Los mensajes terminaban advirtiendo al destinatario de que tenía un mensaje idéntico en la otra dirección, y que lo había escrito por duplicado para estar segura de que lo recibía, ya que sus teléfonos móviles, tanto el que utilizaban antes del verano para sus citas, como el que habían estado usando últimamente, se encontraban apagados o fuera de cobertura.

—¡Ya está! ¡Primer paso dado! Si los dos contestan lo mis- mo, o dicen algo del otro correo, es que son la misma persona.

Y eso querrá decir que alguien ha utilizado el ordenador del Rata. Alguien muy cercano a él, que conoce su contraseña y que sabe que él sigue todavía en el hospital. Es decir, su hermano o los gemelos. Pero si no son ellos, no habrá respuesta desde el correo del Rata, puesto que sigue en el hospital. El otro nos responderá con cualquier excusa sobre por qué no contesta el correo que hemos enviado a la otra dirección. Y eso sólo puede significar una cosa.

—¿Que
El que faltaba por aquí
ni siquiera sabe quién es el verdadero Roberto?

—¡Exacto! Y entonces tendremos que dividirnos en la próxima cita, para vigilar la vanguardia y la retaguardia. ¡Y no me vengas con el rollo de que vanguardia y retaguardia son un refrán, porque no lo son!

—Un refrán no, pero una chorrada sí. ¿Y si nadie contesta a ninguno de los dos mensajes?

—Entonces, seguro que no contesta nunca a ninguno más. Porque se habrá sentido pillado y no le quedará otro remedio que desaparecer. Si nadie contesta, se acabó el problema. Y, como dicen los ingleses, no news, good news, que sí es un refrán, pero no de mi madre.

-oOo-

Aquella noche, Dafne no pudo dormir. No podía imaginar lo que pasaría si su hermana Cristina y su madre llegaran a enterarse de lo que había hecho. Lo más probable sería que el ordenador de su cuarto volviera al trastero por una larga temporada. Aunque también corría el riesgo de que volviese al trastero por culpa del resultado de sus recuperaciones. Sólo faltaba un fin de semana para que empezasen los exámenes de septiembre y, desde luego, ni por asomo sabía ni siquiera una pizca más que cuando la suspendieron en junio.

Aparte de la hora y media diaria de clases con la profesora, no había conseguido concentrarse ni un solo minuto en todo el verano en las matemáticas, la lengua, el inglés, las naturales, las sociales, la música, la plástica o la tecnología. Estaba clarísimo que no la libraba nadie de repetir aquel curso. No había pensado en otra cosa que en Roberto. O, mejor dicho, en el falso Roberto.
El que faltaba por aquí
. El sinvergüenza que había jugado con sus sentimientos.

Hubiera sido preferible no empezar nunca con aquella farsa. Le habría ido mejor en todos los aspectos de su vida. Se habría olvidado de Roberto. No habría suspendido. Se habría ido de vacaciones. Y no habría entrado en contacto con alguien del que no sabía ni su nombre. A lo mejor ni quiera le habría llegado la regla. Estaba segura de que le había venido por culpa de los nervios. De la ansiedad que la hacía temblar continuamente, pensando en la pesadilla insoportable del me querrá o no me querrá.

Y para colmo, había sido tan tonta que cuando utilizaba la razón y pensaba que aquella historia era imposible, porque Roberto, en caso de querer a alguien sería a su hermana y no a ella, desechaba inmediatamente aquellos pensamientos para no ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

La noche fue larga. Apenas conseguía quedarse dormida cuando la despertaba el ajetreo de su propio corazón. Cuando conseguía volver a dormirse, soñaba que tenía necesidad de ir al cuarto de baño y no encontraba ninguno en ninguna parte. Y cuando se despertaba otra vez se daba cuenta de que las ganas eran reales y por eso no podía dormir.

Y así, del sueño al duermevela, y de la cama al cuarto de baño, llegó la claridad.

La misma claridad que se colaba por las persianas del cuarto de Paula, que dormía a pierna suelta con la tranquilidad de quien no tiene que ponerse el despertador porque aún está de vacaciones.

La misma que inundaba la habitación de los gemelos, que un día amanecía a oscuras y al siguiente no, porque a uno le gustaban las persianas bajadas y al otro, subidas. Su madre había tratado de ponerlos de acuerdo de todas las formas posibles, pero no consiguió nunca que a los dos les gustasen las persianas subidas o bajadas, de manera que terminó con la discusión como Salomón con la de la niña a la que reclamaban las dos madres, la mitad para cada uno. Aquella noche había tocado las persianas subidas, por lo que uno de ellos dormía con la cabeza debajo de la almohada para evitar que le despertase la luz.

La misma de la que Kiko huía cerrando su ventana a cal y canto, porque su cuarto estaba orientado al este, y a él le molestaba cualquier rayito de sol que le diese en la cara.

La misma que había despertado a Roberto a primera hora de la mañana, antes de que la enfermera entrase en su habitación para tomarle la temperatura y darle su medicación.

La claridad de un día que les cambiaría a todos.

Capítulo 35

Roberto se había despertado aquel sábado con ganas de recuperar su vida. Nada más tomarse el desayuno que le llevó la auxiliar de enfermera, unas galletas que no sabían a nada, y un vaso de leche sin el menor rastro de cacao, le pidió a su madre el teléfono móvil y llamó a su hermano.

—¿Qué pasa tronco? ¿Hoy no vienes a verme o qué?

Kiko le respondió con la voz pastosa, reprimiendo un «todavía no me he levantado, a ver si te enteras de que a estas horas no se llama a nadie y mucho menos estando de vacaciones», que sustituyó por un «¿qué hora es?», para evitar empezar el día discutiendo.

Roberto le hablaba como si todo el mundo tuviera que levantarse a la misma hora que él. Como si la vida tuviese que empezar cuando él la empezaba, y acabar cuando él la acababa.

—Son las ocho y media, colega. Hora de que te levantes y me traigas el portátil y el teléfono móvil con el cargador.

—¿Y para eso me despiertas, macho? ¿No me lo podías pedir a una hora decente?

—Pues no. No pienso desperdiciar el primer día que la boca no me sabe a lata sin hacer absolutamente nada. ¡Venga, chaval! Levanta el culo y tráeme el ordenador.

—Pero si sólo tienes una mano... ¿Cómo piensas escribir, imbécil?

—Para cualquier cosa que yo tenga que hacer, me basta y me sobra con una mano. ¡Vamos! ¡Ponte las pilas y vente para el hospital cagando leches. Que ya has dormido más de la cuenta!

—¡Tu puta madre!

—Que es la tuya.

—Pues eso. Vete a tomar por culo.

Kiko desconectó su móvil y volvió a taparse con las sábanas. No había nada que le molestase más que le despertasen con prisas o con estridencias. Cualquier grito, timbre o chirrido que se adelantara a la hora en la que tenía previsto levantarse —y cuando estaba de vacaciones era únicamente cuando se despertase, porque ya había dormido un siglo— le ponía de mal humor. Vale que su hermano había salido de un accidente que pudo costarle la vida. Vale que todos pasaron mucho más miedo del que ninguno quería reconocer. Él mismo había sentido tanto terror que cuando llegaba a casa ni siquiera se atrevía a pisar el cuarto de Roberto; ni a utilizar su maquinilla ni su espuma de afeitar; ni a ponerse las deportivas que a veces le cogía sin que él se diera cuenta, y volvía a dejar en su armario antes de que regresara; ni su gorra de visera; ni su cazadora del siete; ni nada de lo que él guardaba, a veces incluso bajo llave, como si con sólo mirarlo se lo fueran a estropear. La idea de que aquellas cosas podían quedarse sin dueño le ponía la piel de gallina. Sí. Había sido horrible, lo más horrible que había vivido nunca hasta ahora. Y vale que no hubiera soportado mucho tiempo más aquella sensación de que no podía hacer nada, excepto rezar, como le decía su madre algunas noches, cuando volvía a casa después de haber permanecido días enteros en la antesala de la UVI. Y había rezado. Desde luego que había rezado. Más que nunca en toda su vida. Más incluso que cuando se preparaba para la primera comunión. Le había pedido a Dios con todas sus fuerzas que no consintiera que su familia pasara por más angustias. Que los dejase ya, que no apretase tan fuerte, porque estaban a punto de ahogarse. Vale. Sí. Vale que había sido horrible. Pero lo que no vale es que ahora él se crea que los demás vamos a estornudar cuando él se resfríe. Eso no vale. No señor. Y mucho menos a las ocho de la mañana. Como si no supiera que las vacaciones son para dormir, y que eso es lo más sagrado. Pero claro que lo sabe, lo sabe muy bien, porque él no se ha levantado en vacaciones antes de las doce de la mañana en toda su vida. Por eso no ha llamado a los gemelos, porque ellos ni siquiera le hubieran cogido el teléfono. Pero a ellos no quiere molestarlos, claro, ellos estarán durmiendo ahora tranquilamente, en su cuarto que imita el camarote de un barco, forrado de madera por todas partes, y con una cama encima de la otra. Con las persianas subidas o completamente a oscuras, dependiendo de a cuál de los dos le haya tocado elegir. Había tantos juguetes en aquella habitación que parecía imposible que hubieran jugado con todos. Pero sí lo habían hecho. Y el caso es que cada uno sabía perfectamente de quién era cada velero, cada coche de carreras, cada moto, y cada juego de la consola. Hacía tiempo que su madre andaba detrás de que regalasen los más antiguos, decía que ya no tenían edad de jugar con la mayoría y que podrían hacer felices a muchos otros chicos, pero los gemelos se resistían a desprenderse de ninguno, todos les traían recuerdos de un cumpleaños, de unos reyes, o de un sobresaliente. Para eso sí que eran idénticos. Para otras cosas no. Como para las preferencias entre las matemáticas y la literatura, o entre los videojuegos de fútbol o los de tíos duros que atemorizan a toda una ciudad. Pero en cuestión de sentimientos los dos eran unos tolis. Aunque eso sí, gamberros y malos estudiantes como pocos, pero con la suerte de que podían darse la panzada el día antes del examen para sacar buenas notas; ni guapos ni feos, pero con una potra tremenda para quedarse con las tías más potentes; listos, imaginativos y simpáticos, pero sobre todo capaces de meterse y de salir de cualquier lío como el que entra y sale de su casa. En más de una ocasión, sus padres habían tenido que ir a por ellos a comisaría. Como cuando les dio por los graffiti, y se dedicaron a pintar todas las vallas que encontraban, incluso las de las cocheras del metro. ¡Menuda se armó con aquella movida! Acabaron todos en la Fiscalía de Menores, acusados de atentar contra la propiedad municipal. Roberto también participó. Su padre le castigó sin paga durante cuatro fines de semana seguidos. Se creía que así evitaría que se comprase los espráis. Pero no le sirvió de nada, porque, como buen grafitero, conocía multitud de alternativas. Rotuladores, pintura plástica, tizas, velas, destornilladores para chapas, piedras, bujías y fresadoras para rayar cristales, ácidos para corroerlos... Hubo hasta juicio. Casi todos tuvieron que hacer servicios a la comunidad, limpiando vallas y barriendo calles, además de pagar un pastón de multa. Algunos no volvieron a pintar un graffiti en su vida, pero los gemelos y Roberto parecía que lo llevaban en la sangre, no podían ver un trozo de muro sin dejar su sello personal. Eso sí, nunca dibujaron en los muros artificiales que la Junta Municipal había colocado en algunos parques, ni participaron en concursos con los que se quería llevar al redil a los artistas callejeros. A ellos lo que les atraía era el riesgo de que les pillasen, quedar para echarse unas piezas en los sitios más peligrosos, y dejar sus firmas como el artista que deja un autógrafo. Echarse unos tags en los vagones del metro cuando los encerraban en las cocheras era la hazaña de la que más habían fardado.

-oOo-

Kiko se durmió con la determinación de no levantarse hasta el mediodía. Había quedado con sus amigos en comer en la piscina, para celebrar la vuelta de las vacaciones de la mayoría de ellos.

Hasta que no cerrasen el polideportivo por la tarde, no tenía intención de ir al hospital. Entonces, y sólo entonces, le llevaría a su hermano el móvil y el ordenador, no cuando a él se le antojase. No había por qué correr tanto.

Capítulo 36

A las doce de la mañana, Dafne se despertó sobresaltada. Era la primera vez en todo el verano que su madre la dejaba dormir hasta tan tarde. El día anterior habían terminado las clases particulares, porque el lunes comenzaban los exámenes. Su madre debió de creer que ya estaba bien del suplicio de levantarla a las nueve y media incluso los fines de semana.

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