De momento, seguiría sin contarle la verdad, pero rezaría para que algún día encontrase las fuerzas suficientes como para salir de aquel atolladero.
Cuando llegase el momento, pasaría del chat a las llamadas de teléfono e iría preparándole para lo que tenía que confesarle.
Pero Roberto continuaba en el hospital. Resultaba imposible que Dafne pudiera verle en la piscina, ni de lejos ni de cerca, por mucho que su madre le permitiera salir.
A pesar de que había pasado más de un mes desde el accidente, los calmantes lo mantenían aún adormilado. Le habían operado para reducirle las fracturas de las piernas, y la operación había sido muy complicada. Unos días después de pasar por el quirófano, habían tenido que volver a intervenirle para injertarle piel en una de las piernas, debido a la pérdida considerable de tejido que sufrió la zona por donde se abrió la fractura.
Los gemelos habían ido a verle. Siempre con cara de preocupación. Con el mismo gesto. Siempre juntos. Idénticos físicamente, aunque completamente diferentes por dentro. Tanto que en su caso fracasaba el principio de los polos opuestos que se atraen. Casi podría decirse que se repelían.
Nunca estaban de acuerdo. Las discusiones entre ellos parecían su única forma de relacionarse. El sí y el no en continuo enfrentamiento. Y sin embargo no sabían vivir el uno sin el otro. Nadie que les conociese, aunque fuera superficialmente, se atrevería a meterse con uno, sin contar que tendría que pelearse con los dos.
Adoraban a Roberto de la misma manera que Roberto les adoraba a ellos. Formaban un trío inseparable. Un triángulo rectángulo con dos lados iguales y uno diferente, que servía para unirlos y para limitarlos. No podía haber mejor combinación, porque los catetos de aquel triángulo también servían para que la hipotenusa tuviera sentido.
Desde bien pequeños, Roberto servía de contrapunto entre aquellos dos hermanos, que por un lado rechazaban su parecido físico, como si se tratase de un peligro para su identidad individual, y por el otro lo utilizaban en su propio beneficio, como si fuese la única ventaja que podían obtener de su condición de gemelos idénticos. No había profesor en el colegio, o amigo del barrio o del instituto, que no hubiera sufrido sus bromas y sus enredos. Excepto su familia y los amigos más íntimos, nadie conseguía distinguirlos.
Los padres de Roberto no lo habían hecho nunca. Les conocían desde los años de la guardería y les habían visto crecer hasta llegar al instituto con sus hijos. Pero no eran capaces de saber quién era cada uno si no se fijaban en unas manchas que ambos tenían en la nuca. La de uno de ellos era un poco más oscura que la del otro.
Cuando eran pequeños, cada vez que los veía aparecer por su casa, el padre de Roberto les gastaba la misma broma mientras les miraba la marca de nacimiento.
—Dejadme ver a cuál de los dos le picó la cigüeña más fuerte.
Pero ahora que eran mayores, y se dejaban crecer el pelo hasta taparles el cuello, nadie podía recurrir ya al truco de las manchas. Resultaba casi imposible reconocerlos.
Aunque a los padres de Roberto no les hacía falta. Para ellos siempre serían los gemelos. Los chicos que habían acompañado a Roberto en todas las fases de su vida.
Y cada vez que acudían al hospital a visitar a su hijo, a pesar de que no podían entrar en la habitación para verle, su sola presencia les animaba y les creaba nuevas esperanzas de que Roberto se recuperase muy pronto de sus lesiones y volviera a su rutina con sus amigos.
Desde el accidente, los padres de Roberto no se habían movido prácticamente del hospital. Debido a su profesión, estaban acostumbrados a convivir con el dolor. Creían entender a los familiares de sus pacientes cuando veían sus caras de angustia ante la enfermedad de los suyos, y siempre procuraban ponerse en su lugar a la hora de pedirles calma y de aconsejarles que se agarrasen con todas sus fuerzas a la última esperanza. Pero ahora que les había tocado a ellos, les resultaba imposible pedirse a sí mismos la paciencia y la fortaleza que les pedían a los otros.
Guardaban las apariencias en el hospital, para no influir negativamente en la recuperación del enfermo y para no contagiarles la ansiedad al resto de la familia, pero cuando se encontraban a solas, lloraban hasta la desesperación, rezando para que aquel accidente no dejara en su hijo secuelas irreversibles.
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Nadie puede explicar lo que se siente ante el sufrimiento de un hijo. La terrible certeza de no poder intervenir. El deseo de sustituirle en la desgracia. La inseguridad. El rechazo de lo inadmisible. Las ganas de llorar. La impotencia ante la espada de Damocles.
Nadie puede explicarlo. Tampoco los padres de Roberto. Aunque, cada vez que se acercan a la cama de su hijo, cuando éste consigue abrir los ojos entre entradas y salidas de la UVI, él sí puede apreciar en sus caras el cansancio, las ojeras, el miedo y la tensión que les está consumiendo.
Nunca había visto a su madre tan pálida. Ojalá no hubiera tenido que verla así. Pero el tiempo no da marcha atrás, aunque lo deseemos con todas las fuerzas.
Y por mucho que él quiera despertar de un mal sueño, nunca podrá volver a aquel paso de cebra, a aquel momento en que se creyó el más malote de todos los malotes. Ya no hay marcha atrás. El cansancio de su madre se lo dice. La tristeza de sus ojos. Su padre. Sus abuelos. Su hermano Kiko. Hay cosas en la vida que no pueden recomponerse una vez que se han roto y, en aquel absurdo duelo con el deportivo, no sólo se había partido él las piernas, el brazo y las costillas, aquella estupidez les había destrozado a todos.
Cuando la madre de Dafne volvió de la estación, se encontró a su hija en el sofá del salón con la televisión enchufada. Se había quedado dormida. El reloj de la pared marcaba las nueve y media. Teresa se preguntó a sí misma si era posible odiar a un hijo, mientras se le quiere con toda el alma y se le teme al mismo tiempo. Aquella niña conseguía llevarla hasta extremos donde nunca pensó que llegaría. El amor y el odio unidos por una línea estrechísima, capaz de transformarlo todo en su contrario. El blanco en negro, la luz en sombra, las madres y las hijas en enemigas.
Desde hacía unos meses, no había día que no regresase a casa con el corazón encogido, preguntándose los motivos por los que empezarían los insultos, las protestas y los golpes a las puertas.
Si hubiera sido la hija de alguna amiga, le habría aconsejado que le diese una lección que la pusiera en su sitio de una vez por todas. Le diría que abriera la puerta de su casa tranquilamente, con toda la serenidad de que fuera capaz, y le enseñase el camino por el que tenía que salir hasta que cambiase de actitud. No se trataba de buscar un castigo con el que ella se revolviera aún más contra todo y contra todos, se trataba de establecer las barreras que nunca debería haber traspasado. Evitar que consiguiera medirle las fuerzas en cada enfrentamiento, y no mostrarle jamás su punto débil, por el que siempre conseguía colarse para ganar la partida. Mantenerse firme, y no intentar razonar cuando la tensión alcanza los momentos más álgidos. Porque ahí son inútiles los razonamientos. Cuando la razón se desborda, no hay manera de volverla a encauzar, pero hay que mantenerse de pie para que no nos arrolle.
Si Dafne no fuera su hija, le diría a su madre que tratase de marcar los límites que la niña le estaba demandando. A veces, los hijos, con su aparente rebeldía, lo único que hacen es reclamar normas a las que aferrarse para no caer por el precipicio.
Pero no era la hija de otra persona, era la suya, y no sabía cómo poner en práctica los consejos que parecían tan fáciles cuando se dirigían a otros.
-oOo-
En aquella época del año anochecía pasadas las diez de la noche; cuando Teresa vio a Dafne dormida en el sofá, mientras todavía entraba el sol por la ventana, no pudo evitar alterarse y gritar.
—¿Pero tú qué haces dormida, niña? ¡Deberías estar estudiando! ¿Para qué te crees que te has quedado aquí? ¿Para vaguear?
Dafne se despertó sobresaltada. No había oído la puerta de la calle. Sólo se había tumbado para descansar un rato. Últimamente dormía apenas cuatro o cinco horas. Su madre la despertaba todos los días a las nueve y media, y muchas noches le daban las tres o las cuatro de la mañana en internet.
Aquella tarde había vuelto contenta de casa de Paula, la última conversación con Roberto le había demostrado que, pese a que sabía que le estaba engañando con respecto a su estancia en Londres, se necesitaba algo más fuerte que una simple mentira para poder enfadarle. Quizá cuando le contase la verdad no reaccionara tan violentamente como ella esperaba.
Se quedó dormida sin darse cuenta, porque lo cierto es que hubiera querido agradar a su madre. Sentarse delante de los libros para cuando ella volviese y pedirle permiso para ir a la piscina municipal al día siguiente. Pero estaba claro que no había manera de sentirse feliz en aquella casa más de dos horas seguidas. Los gritos de Teresa la pusieron de mal humor.
—¡Joder! ¿También a las diez de la noche quieres que estudie, colega?
—¡Yo no soy tu colega! ¡Soy tu madre! ¡Y no son las diez!
—¿Y no sabes hablar sin chillar, hostias? ¡Madre!
—¿Pero qué estás diciendo, niña? ¡A mí no me hables así! ¡Te he dicho cien mil veces que en esta casa no se dicen tacos! ¡Ponte ahora mismo a estudiar!
—¡Llevo la mitad del verano estudiando! ¡Y todavía me queda la otra mitad! ¡Hay tiempo de sobra, no te sulfures!
—¡Cómo que no me sulfure! ¡Que has suspendido siete asignaturas...!
—No son siete asignaturas, son siete evaluaciones. Que no es lo mismo ¿sabes? ¡Madre!
Teresa trataba de parecer firme y segura, pero Dafne la conocía demasiado bien. Sabía que si tensaba la cuerda hasta el final, su madre terminaría llorando en su habitación, igual que terminaban la mayoría de las broncas, preguntándose a sí misma qué había hecho ella para merecer ese trato.
Sin embargo, en aquella ocasión, Teresa no se intimidó. No sabía cómo tratar a su hija para que volviese a ser la niña dulce y cariñosa que siempre había sido, no encontraba la forma de solucionar aquella situación que la desbordaba la mayor parte de las veces. No. No sabía tratarla. Pero lo que sí sabía era que no podía consentir cómo la trataba Dafne a ella.
—¡Ponte a estudiar ahora mismo!
—¡No me da la gana, coño!
—¿Cómo? ¡Ahora mismo te vas a tu cuarto y no sales de allí hasta que no te llame para la cena!
—¡Que te lo has creído tú eso!
Dafne se dirigió hacia la puerta de la calle con la intención de demostrarle a su madre que a ella no la dominaba con castigos. Pero Teresa se interpuso en su camino y se cruzó delante de la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, sacó la llave de su bolsillo, le dio dos vueltas a la cerradura, y se la guardó otra vez.
—¿Adonde te crees que vas? ¡Vete a tu habitación ahora mismo! ¡Ya! ¡Y no hace falta que salgas de allí hasta mañana, hoy no hay cena!
Dafne se acercó a su madre con la barbilla levantada y los puños cerrados, apretando los labios como si de un momento a otro la fuese a atacar. Teresa levantó también la barbilla y dio un paso hacia delante.
—¿Serías capaz de pegarle a tu madre?
Dafne se dio media vuelta y se dirigió a su cuarto. Se tiró encima de la cama y se lamentó a gritos de que siempre le pasaran a ella las peores cosas del mundo.
Nunca le pidió perdón a Teresa.
Al cabo de un par de horas, en la pantalla de su móvil apareció el nuevo número del móvil del Rata. Era la primera vez que la llamaba. Hasta entonces, había respetado los tiempos que ella iba marcando. Le hubiera gustado ser ella misma quien decidiese el momento de dar el siguiente paso. En otras circunstancias, no sabía si le habría respondido, pero después de la discusión con su madre, la idea de que podría desahogarse con él le hizo coger el teléfono.
—¿Roberto?
—¡Por fin! No puedes imaginarte las ganas que tenía de hablar contigo.
La voz de Roberto sonaba diferente. No era la misma que ella había escuchado tantas veces en el Chino, sino más grave y más pausada, como de una persona mayor que él.
—¿Qué te pasa en la voz?
—Nada, ¿por qué? Es que ayer fui al fútbol y grité un montón. Estoy un poco ronco. ¿Lo dices por eso?
—No sé, te noto distinto.
—¿Distinto a qué? Si nunca hemos hablado.
—Bueno, sí, una vez oí cómo me decías que te gustaría ser mi sombra, y que te dejarías pisar aunque fuera de noche.
—¡Qué cursi! ¡Dios! Eso fue hace mucho tiempo, ya me ha cambiado la voz.
—¡Vaya! Yo creí que la voz cambiaba con doce o trece años.
—Eso depende de las personas. No todos somos iguales. ¿No te parece?
Ella pensó que tenía razón. Le creyó porque necesitaba creerle. No hubiera soportado pensar que la persona con la que había estado chateando durante casi un mes no fuera Roberto. No podía ser nadie más que él. Ni siquiera se le pasó por la imaginación que la voz fuese distinta por otra razón que la que él le daba.
Había vuelto a su vida para sacarla del hoyo de tedio en el que acabó aquel verano, y no estaba dispuesta a plantearse ninguna duda sobre su repentina aparición. Sólo Roberto podía ser
El que faltaba por aquí
. Nadie más faltaba en su vida cuando él apareció. Nadie más.
—¡Claro! Cada uno es como es. ¡Estaría bueno!
—Pues sí. Cada uno es como es. ¿Y tú? ¿Cómo eres en realidad? ¿Qué haces ahora? ¿Quieres que nos veamos un rato?
—No puedo, ya sabes que estoy en la playa.
—Y tú sabes que yo no me lo creo. ¿En cuál? Si quieres voy a verte yo. Ahora mismo me cojo un tren. Tengo que contarte una cosa muy importante para ti. ¡Venga! ¡Dime! ¿En qué playa?
—No puedo. De verdad, tío. Cuéntamelo por teléfono.
—No, por teléfono no puede ser. Ya te he dicho muchas veces que tiene que ser en persona.
—Entonces tendrás que esperar a que vuelva.
—¿Y cuándo será eso?
—Al final del verano.
—Bueno, pues si es así esperaré. Me voy mañana a la playa, pero cuando vuelva no te escapas. Tengo mucha paciencia ¿sabes?
—Sí, lo sé.
Dafne lo sabía, claro que lo sabía.
Había tenido paciencia en la primera cita, para esperar a Cristina en la cancha de baloncesto durante casi una hora; también la tuvo cuando le pidió otra cita en decenas de sms, y después del plantón de la moto, cuando continuó enviándole mensajes pidiéndole esperanzas.