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Aquel lunes necesitaba toda la suerte del mundo, de manera que, una vez consumidos los cinco minutos que su madre le había concedido para salir de la cama, se levantó, se duchó, se acercó a su armario y se vistió de rojo como si tuviese que celebrar un estreno. El sujetador, el tanga, una camiseta cuyos tirantes podrían confundirse con los del sujetador y que dejaban ver los tirantes de éste, y otra camiseta encima de la primera, esta vez de rayas rojas y blancas, que dejaba ver los otros dos pares de tirantes. El pantalón vaquero fue la única prenda que se escapó de actuar como amuleto. El resto, incluida la cartera en la que llevó los trabajos de música y de plástica, debían ejercer su influencia benéfica sobre ella.
Por suerte, los profesores habían sido comprensivos, le habían guardado las notas de los dos primeros trimestres y no le pedirían en los exámenes ningún ejercicio que no apareciese en los libros de vacaciones.
Durante el fin de semana, le había dado tiempo a repasar casi todos los temas y a hacer más de la mitad de los ejercicios de matemáticas y de lengua, asignaturas que forzosamente debería aprobar para pasar al curso siguiente, las dos materias de las que se examinaba el lunes.
Ahora estaba segura de que aún había una oportunidad. La vida era maravillosa desde que el Rata le confesó que había soñado con ella durante su convalecencia.
Sin embargo, cuando llegó al colegio y se sentó frente a los cuadernillos que podrían salvarla de convertirse en una repetidora, el mundo volvió a convertirse en un lugar en el que ella no había pedido nunca vivir, y los profesores volvieron a su condición de seres injustos incapaces de entender a sus alumnos.
A pesar de la cantidad de rojo que había derrochado aquella mañana, en ninguno de los dos exámenes se sabía todas las preguntas.
Contestó lo que pudo, eso sí, y salió del colegio con la esperanza de que la evaluaran más por lo que había demostrado que sabía que por lo que no había respondido, pero temiendo que sus respuestas no fueran suficientes para llegar al aprobado.
Sólo quedaba esperar a tener mejor suerte el día siguiente.
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En la puerta del colegio le esperaba una sorpresa. Había quedado con Paula en que la acompañaría a su casa para recoger un CD de temas de ayuda para ciencias naturales, que Dafne había perdido entre el desorden de su cuarto. Y cuando la vio aparecer al fondo de la calle, tuvo que pellizcarse un par de veces para asegurarse de que lo que veía era real.
Paula venía con el Pichichi, agarrada de su mano y con la sonrisa incrustada en la cara.
Cuando llegaron a su altura, Dafne la cogió de un brazo y la empujó hacia el patio del colegio.
—¡Tía! ¿Qué haces tú con ese notas?
—No te lo vas a creer. ¡Es más tierno que las magdalenas de mi madre!
—Tú no estás bien de la cabeza ¿sabes?
—Eso mismo le he dicho yo a él cuando me ha pedido salir. Pero, hija, no me ha quedado otro remedio que decirle que sí. No sabes lo que gana cuando no se hace el machito. No he podido resistirme.
Y era verdad. Se habían encontrado en el Barrio hacía un par de horas, mientras Dafne se examinaba. Y esta vez no habían discutido.
La había llamado chiquilla con ese tono que a ella le resultaba tan irresistible. Con esa pizca de admiración y esa otra de chulería que saben darles los malotes a sus palabras cuando quieren. Y ella no pudo decirle que no.
Se la veía tan feliz que a Dafne no le quedó otro remedio que creerla y que alegrarse por ella. No paraba de hablar.
—No sabes qué emoción, prima. ¡Me ha dado un beso en la boca!
—¿Con lengua?
—¡Pues claro! ¿Cómo iba a ser? Ha sido increíble. Se me han puesto de punta hasta los pelos de las piernas.
El Pichichi se había quedado al otro lado de la cancela del colegio, esperándolas con la espalda apoyada contra un árbol. Se acababa de encender un cigarro cuando apareció el otro gemelo.
Paula se cogió del brazo de Dafne y señaló con la barbilla hacia los dos hermanos.
—¡Mira! Ahí tienes al otro. Si te falla el Rata, ya sabes. Tengo que contarte una cosa que me acaba de decir Edu. ¡Vas a flipar!
Dafne no pudo contener la risa cuando la escuchó llamarlo así.
—Edu, ¿el Pichichi?
—Sí, tronca, no te rías. Esto te va a gustar. ¿Sabes qué nombre decía el Rata cuando deliraba? ¡No te lo vas a creer! ¡Es muy fuerte! Me he quedado muerta cuando lo he oído.
—¿Clara?
—¡Exactamente! No me digas que ya lo sabías y no me habías dicho nada. ¡Qué fuerte! Por eso decían estos dos que sabían tantas cosas y que somos detectives de pacotilla. Resulta que lo sospechaban todo desde el principio. ¿Y no sabes que el otro gemelo está loquito por ti? ¿Y que le dijo Roberto que como volviera a guiñarte un ojo le partía la cara? Pero él decía que no quería tirar la toalla por si acaso no era verdad que tú eras Dafne. ¿Qué te parece?
Dafne volvió a su casa después de recoger el CD de ciencias naturales en la de Paula, donde le contó la conversación que había mantenido con Roberto la noche anterior.
Cristina ya había regresado de Londres. Había dejado sus maletas en la entrada y varias bolsas cargadas de paquetes pequeños de regalos sobre la mesa del salón. Cuando vio a Dafne, se abrazó a ella y luego le pidió que se diera una vuelta sobre sí misma para ver cómo había crecido.
—Si estás enorme... ¡No te conozco! ¡Déjame que te vea bien! Qué guapa se ha puesto mi hermanita, madre mía.
Dafne pensó que ella sí que había vuelto guapa. Había adelgazado muchísimo, quizá demasiado. Estaría mejor si engordase un poco. Se había cortado el pelo y se había teñido las puntas de amarillo; parecía una cantante de rock, con unos pantalones anchísimos, una camiseta hasta casi las rodillas y un cinturón que le quedaba a la altura de la cadera. Dafne estaba embobada mirándola cuando oyó a su madre preguntarle por los exámenes.
—Bueno ¿y qué? ¿Cómo te ha ido?
—No hay derecho, mamá, todo el verano estudiando para que luego me pongan una pregunta que no me sabía. ¡No es justo!
Teresa la miró con cara de no querer discutir. No era el momento. Sus otras hijas no paraban de hablar y de reírse.
Sentadas alrededor de la mesa de la cocina, cada una le quitaba la palabra a la otra para contar sus experiencias del verano. Lucía y Lliure repasando uno a uno los nombres de los chicos y chicas del pueblo que mandaban recuerdos para Cristina y para Dafne, y Cristina maravillando a las demás con las anécdotas que le habían ocurrido con el idioma.
Trufi las miraba como si entendiese lo que estaban diciendo. Teresa lo cogió con un solo brazo y lo besó en la cabeza.
—¡Miradlo! Él también quiere contar lo bien que se lo ha pasado en el pueblo.
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De pie, sin haber traspasado apenas la puerta de la cocina, Dafne sintió un nudo en la garganta, mientras hacía verdaderos esfuerzos para que no se le saltaran las lágrimas.
El estómago se le encogió de repente, como si se le hubiera vaciado y desbordado al mismo tiempo, provocándole unas tremendas ganas de devolver.
A la primera arcada, salió de la cocina tapándose la boca y corrió a encerrarse en el cuarto de baño, donde no consiguió expulsar sino bilis y lágrimas, muchas lágrimas.
Su madre, que la había seguido, no paraba de llamarla para que la dejase pasar, preocupada por lo que pudiera estar ocurriendo allí dentro, ya que Dafne no cerraba jamás una puerta, estuviese donde estuviese.
Hasta después de un buen rato, cuando se le pasaron el hipo y las ganas de morirse, no consintió en abrir.
Teresa la esperaba con una toalla mojada en agua templada, con la que le humedeció la frente y la nuca. Después le secó las lágrimas y la abrazó.
—El año que viene tú podrás contar todas esas cosas y muchas más. Ya lo verás. Este curso ha sido un poco loco, pero el verano que viene tú también te irás a Londres. ¡Anda, cariño, no llores!
Aquella última frase le hizo soltar todas las lágrimas que aún le quedaban dentro. Aquel «anda, cariño, no llores» fue como la pesa que libera el vapor de la olla a presión, la compuerta de un embalse que se abre, la bandera de salida de una carrera de Fórmula 1. Dafne se abrazó a su madre y se desahogó. Hacía meses que no sentía aquel calorcito, aquella sensación de que su madre podría solucionar cualquier cosa que le ocurriese, aquella seguridad que le daban sus manos.
Al cabo de un rato, cuando Teresa comprendió que ya había llorado bastante, le secó de nuevo las lágrimas y la llevó hacia su habitación.
—Ven. Ha llegado el momento de que sepas una cosa que tengo que contarte.
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Si alguna vez le hubieran dicho a Dafne que su madre le revelaría el secreto que estaba a punto de confesarle, habría pensado que le estaban gastando una broma macabra. O peor aún, que Teresa se había vuelto completamente loca.
Los acontecimientos de los últimos meses habían sido tan asombrosos que a veces pensaba que en realidad estaba viviendo dentro de un sueño: Paula enrollada con uno de los gemelos, el otro tirándole a ella los trastos por si acaso no era quien él pensaba que era, Roberto diciendo su nombre cuando deliraba,
El que faltaba por aquí
utilizando sus fotos para un montaje, las broncas continuas con su madre, el coche de la policía, los suspensos, las visitas al hospital, el facebook, el falso Roberto en la plaza, y el resto de todo lo que le había tocado vivir en aquel verano de enredos y de mentiras. Todo había sido sorprendente. Pero lo que su madre tenía que decirle, superaba con creces cualquier historia que ella pudiese inventar.
Teresa trató de prepararla antes de empezar a contarle el secreto que había guardado durante años.
—Verás, cariño, lo que voy a decirte es algo que te va a resultar muy difícil de entender. Lliure y Cristina ya lo saben, pero prefieren que no digamos nada de momento.
Teresa le pidió a Dafne que se sentase en la cama y acercó una silla para colocarse enfrente. Después comenzó su relato. Tampoco para ella resultaba fácil de contar. Apenas se paraba para tomar aire.
Dafne escuchó atónita cómo Teresa le contaba que sus hermanas mayores en realidad eran sólo medio hermanas, y que las únicas que habían perdido a su padre cuando eran pequeñas habían sido Lucía y ella.
Teresa le contó algunos detalles de su primer matrimonio, para que Dafne tratase de comprender por qué, en su momento, había decidido borrarlo de su vida para siempre. No estaba orgullosa de ello, pero no supo dar marcha atrás cuando debería haberlo hecho.
Cristina y Lliure lo sabían desde el principio del verano, cuando llegó un paquete sin remitente a nombre de las dos desde un pueblo cercano al de los abuelos. Teresa supo enseguida quién lo enviaba, y lo guardó durante cinco días en el armario de su habitación sin atreverse a entregárselo a sus hijas. Aquel paquete era una caja de Pandora. Su primera intención fue abrirlo para ver su contenido y seguir manteniendo el secreto, si aún era posible. Pero al sexto día, después de no haber pensado en otra cosa ni de día ni de noche, decidió enfrentarse a la tormenta que se le iba a echar encima. Llamó a sus hijas mayores y les explicó lo que ahora trataba de explicarle a Dafne.
—Yo nunca quise engañaros, pero tampoco os dije toda la verdad. Lo siento, cariño, ocultar una parte del total también es una forma de mentir.
Dafne no salía de su asombro.
—¿Entonces, Cristina y Lliure tienen padre y nosotras no?
—En realidad ninguna lo tenéis. Aunque el suyo todavía siga vivo, hace muchos años que decidió no ser su padre.
Dafne señaló la foto que su madre tenía sobre la mesilla de noche.
—¿Y él? ¿Es mi padre de verdad?
—Sí. Y es verdad que murió de una septicemia.
Teresa se levantó y colocó la silla frente al armario. Se subió a ella y abrió el maletero, de donde sacó dos cajas envueltas en idéntico papel de embalaje, una con los nombres de Cristina y de Lliure en letras mayúsculas, y otra a nombre de Teresa, escrito también en mayúsculas, con la misma letra que la anterior. Los apellidos de sus hermanas mayores coincidían con los suyos y los de su hermana Lucía.
—¿El padre de Lliure y de Cristina se apellida igual que el mío y de Lucía?
—No. Tus hermanas llevan el apellido de tu padre. Él las adoptó. Su padre dio su consentimiento. Él tenía otra familia. Le vino muy bien, porque así también se ahorraba la pensión por alimentos. No trató nunca más de saber nada sobre ellas. Pero ahora se ha quedado solo y ha vuelto para tratar de recuperarlas.
—¿Cómo?
—Quiere que le den una oportunidad. Salir de vez en cuando a comer... conocerse... en fin... Tus hermanas se lo están pensando.
Teresa abrió la caja dirigida a Lliure y a Cristina y le mostró a su hija su contenido. Al verlo, Dafne se tapó la boca y no pudo reprimir un grito.
—¡Dios mío!
La caja estaba repleta de fotografías de la boda de Teresa con el padre de Lliure y de Cristina, y de los dos con Lliure cuando era bebé. En algunas de ellas, Teresa salía embarazada.
A Dafne empezaron a sudarle las manos. Cogió una de las fotografías y la miró conteniendo la respiración. Aquellos ojos, que la miraban desde una foto en blanco y negro, eran los que se habían cruzado con ella el día anterior en la plaza.
No cabía la menor duda, estaba más delgado, tenía más pelo y era mucho más joven, pero era el mismo hombre que se había hecho pasar por el Rata. Se parecía a Cristina y a Lliure una barbaridad. La misma boca, la misma barbilla, el mismo aire. Por eso le sonaba tanto su cara.
Dafne dejó la fotografía en la caja y comenzó a morderse las uñas sin poder articular una sola palabra. Acto seguido, Teresa le enseñó la otra caja.
—Esta mañana ha llegado ésta.
Dafne palideció cuando miró el interior de la segunda caja. Empezó a sudar y sintió cómo le temblaba el ojo derecho. Tuvo que sujetarse a la cama para no marearse. Su madre se arrodilló frente a ella y le cogió las manos para tratar de tranquilizarla.
—Me ha llamado al móvil para asegurarse de que había recibido la caja. Sé que tenéis una cita mañana en la plaza, pero no vas a ir. Irán Cristina y Lliure. Cristina seguirá siendo Dafne un día más. Así él ya no tendrá que ponerse en contacto contigo nunca. No vuelvas a cogerle el teléfono ni a comunicarte con él por internet.