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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

Nick (23 page)

BOOK: Nick
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No hacía falta que Dafne le preguntase a su madre cómo había sabido que se había hecho pasar por Cristina con el nombre de Dafne. Cómo averiguó que había colgado en la web las fotos que habían servido para componer las que tenían ahora ante sí, guardadas en una de las cajas.

Era la única de la que no había fotografías trucadas. Sólo ella podía haber quedado con él hacía tres días. Nadie más podía haberle cogido a su madre el móvil, provocando las sospechas de que Cristina se encontraba en la ciudad y estaba jugando con su padre.

Teresa la abrazó mientras Dafne volvía a llorar desconsolada y le pedía perdón.

—Lo siento, mamá, yo no quería...

—¿Cómo se te ha ocurrido hacer una cosa así? ¿Te das cuenta del peligro que has corrido, criatura? ¿Y si llega a ser un desalmado?

—Lo siento. Yo no sabía...

—Está bien. Ya está hecho. No le demos más vueltas. Sólo te pido una cosa, que no vuelvas a mentir en tu vida. Ya hemos mentido bastante las dos ¿no te parece? Y, por favor, no hables con nadie de lo que hemos hablado tú y yo aquí. Ni siquiera con tus hermanas, ellas lo están pasando muy mal. Tienen que reflexionar mucho sobre lo que van a hacer de ahora en adelante, y no quieren que interfiramos en su decisión. ¿Me lo prometes, cariño?

—Te lo prometo. Pero, tengo que hablar con Cristina, mamá. Me hice pasar por ella...

—Sí, y aunque no lo puedas creer, te ha perdonado ya. ¡Anda! ¡Vamos a verla! Y le das un beso y le dices que te alegras de que haya vuelto tan guapa de Londres.

Capítulo 48

Cristina y Lliure esperaban la vuelta de Dafne y de Teresa tratando de que Lucía no prestara atención a lo que pasaba. Ya llegaría el momento de contarle a la pequeña lo que sucedía, aún no podía comprenderlo.

Cuando madre e hija volvieron a la cocina, restregándose los ojos después de haber llorado juntas durante un buen rato, Cristina abrazó a Dafne antes de darle tiempo a que ella dijese nada.

Dafne no podía dejar de llorar. Repetía «perdona, perdona, perdona» cargada de arrepentimiento, y tratando de imaginar qué habría sentido su hermana cuando se enteró de que su padre vivía.

Ella no hubiera podido soportar semejante noticia, habría corrido al encuentro de su padre aunque hubiese sido el peor del mundo. ¡Cuántas veces había soñado que no había muerto, sino que corría un gran premio de automovilismo al otro lado del planeta, en las antípodas, donde dicen que el agua del grifo gira en el otro sentido cuando se escapa por el desagüe, y el cielo es distinto, porque allí no se ven la Osa Mayor ni la Estrella Polar, sino la Cruz del Sur y Alfa Centauro, una de las estrellas más brillantes del universo!

¡Cuántas veces había imaginado que la iba a buscar al colegio para darle una sorpresa, o que la llamaba desde Australia para decirle que viese la carrera que transmitían por la tele, a ver si conseguía distinguir el corazón que había dibujado en su honor en la parte superior de su casco!

Ella no podría soportar la tensión de pensar que pudiera estar vivo. No podría. No podría.

Sus hermanas, sin embargo, no parecían nerviosas. Se comportaban como si aquella noticia no fuera a cambiarles la vida. Sonreían, hablaban y respiraban como si todo pudiese seguir como antes.

A ella le faltaría el aire sólo de pensarlo. Un padre no puede aparecer de repente después de haberle llorado durante tantos años.

Pero sus hermanas ya habían pasado por ese desconcierto. Lo sabían todo desde antes del verano, y habían tenido tiempo para tranquilizarse.

Cristina la besó y volvió a decirle cuánto había crecido. No le hizo ni una sola pregunta. Dafne se abrazó a ella y le dijo al oído.

—¿Ya sabes lo que he hecho?

En aquel momento, su hermana debería haberle reprochado su comportamiento. Tendría que haberle lanzado todos los insultos que se merecía. Una batería de reproches contra los que ella pudiera justificarse, para después pedirle perdón, y perdonarse ella también.

No veía otra manera de poder perdonarse a sí misma. La única sería que su hermana la perdonase primero. Pero Cristina ni siquiera le había dado la oportunidad de disculparse.

No debería haberla suplantado, ni cogido sus fotos, ni abrir un perfil en facebbok en su nombre, ni tratado de enamorar a nadie utilizándola. Cristina estaría en su derecho si la hubiese llamado mentirosa, y cretina, y manipuladora, y soberbia, y celosa, y estúpida. Pero en lugar de eso, la abrazaba y le sonreía.

Y mientras más la abrazaba su hermana, más rastrera se sentía ella. Había hecho cosas por las que mucha gente debería odiarla. Había mentido a Roberto, a su madre, a Cristina y a todos los que creyeron en la existencia de Dafne, pero ninguno de ellos parecía estar dispuesto a ponerle la penitencia con la que sentiría que había lavado su culpa. Su madre había resuelto su problema con un «no le demos más vueltas» que tampoco dejaba margen para demostrarle su arrepentimiento; Roberto no se había enfadado con ella porque, después de verle la cara a la muerte, había cambiado su forma de considerar la vida, lo que antes era importante, ahora no lo parecía, y las cosas a las que no solía darle valor, ahora le importaban más que nunca; y Cristina la había perdonado sin darle tiempo a pedírselo siquiera.

Pero Dafne no quería que los demás reaccionasen así. No era de esa forma como debían perdonarla. Así no. Así sólo conseguían hacerla sentir más culpable. Ella necesitaba pedir perdón. Admitir la culpa, para poder liberarse de ella. Necesitaba el castigo. No quería la comprensión de su madre, ni el relativismo de Roberto, ni la generosidad de su hermana. Ella sólo quería su pequeño acto de constricción. Una penitencia que le permitiera descargarse, aliviarse del peso que no la dejaba respirar. Pero nadie parecía darse cuenta.

Cristina debería haberle dicho que no tenía ningún derecho a comportarse como lo había hecho. Que había sido despreciable. Que su familia no se merecía el disgusto que les había causado. Y tendría razón. Pero en lugar de abrumarla con el no sé si podré perdonarte, que Dafne necesitaba, le impuso la única pena que no podía soportar. La misma que, en definitiva, le habían impuesto su madre y Roberto, una sonrisa con la que Cristina trató de tranquilizarla, mientras la arrimaba hacia Lliure para que se abrazasen las tres.

—No sufras, todo se arreglará.

Aún no sabía que Cristina, cuando se enteró de que su padre no había muerto, había proyectado su dolor contra sí misma. No sabía que mientras ella se enredaba en su particular historia con el Rata, y en los problemas que le habían acarreado sus absurdos celos por un simple piropo, su hermana luchaba en Londres contra el deseo de olvidarse de lo que su madre le contó antes de emprender el viaje. Contra las ganas de ver a su padre, las de matarle, y quererle, y odiarle, y perdonarle. Contra la furia que sentía hacia Teresa por haberles mentido. Las ganas de llorar y de reírse, de vivir y no vivir, de comer y no comer. Contra una enfermedad de la que ni siquiera se atrevía a decir su nombre. Contra el estómago encogido y las manos frías como el hielo, los vómitos, la piel reseca, el periodo que desaparece sin motivo aparente, el cansancio extremo, la colitis, el pelo que se cae, los espejos que devuelven una imagen deformada, más gorda cada día, a pesar de que la báscula dijera lo contrario. Contra las ganas de volver y de quedarse.

Dafne no podía imaginar que sus hermanas habían salido de casa aquel verano para tratar de distanciarse de su madre. Que su dolor era tanto que no podían ver más que una chiquillada en la suplantación de Cristina para enamorar a Roberto. Las dos se habían horrorizado por el uso irresponsable de internet por parte de su hermana, y por la situación de peligro en que se había colocado chateando con un desconocido, pero su mentira sólo era una broma, al lado de la que ellas habían vivido toda la vida.

Lliure abrazó a sus hermanas mientras Dafne continuaba diciendo «perdona, perdona, perdona». Su verano en el pueblo no había sido muy distinto al de Cristina en Londres. Las mismas ganas de llorar a todas horas, la desesperación, el deseo de despertar de una pesadilla, el desconcierto ante la traición de sus padres. La misma rabia.

Desde que volvió del pueblo había hablado con Teresa hora tras hora. Tratando de entender las razones que la llevaron a cometer un error cuyas consecuencias no calculó lo suficiente. Se abrazaron y lloraron como habían abrazado y llorado aquella misma mañana a Cristina, desde que fueron a recogerla al aeropuerto hasta que acabaron riéndose a carcajadas en la cocina. Habían hablado por teléfono entre ellas un día sí y otro también, desde que salieron de casa, supuestamente de vacaciones, hasta que volvieron a encontrarse. Y habían conseguido expulsar gran parte del lastre que acumularon desde que supieron la noticia. No podían entender lo que había hecho su madre, pero, después de las largas conversaciones, de las explicaciones y de las lágrimas, las dos llegaron a la conclusión de que tampoco querían juzgarla.

Dafne las abrazaba mientras pensaba que Teresa tenía razón cuando le aconsejaba que no convirtiera en tragedia un simple contratiempo. Al lado de los motivos de Lliure y de Cristina para llorar y para enfadarse con el mundo, los suyos resultaban insignificantes.

-oOo-

Lucía y Trufi las miraban sin poder entender qué sucedía. Teresa cogió al perrito con un brazo y sujetó con el otro a su hija pequeña, mientras se acercaba a la piña que formaban las mayores.

Las cinco se abrazaron por los hombros mientras Trufi ladraba. Parecían jugadoras de un equipo de baloncesto preparando una estrategia de contraataque en un tiempo muerto.

A partir de ese momento, y durante toda la tarde del lunes, Dafne no hizo otra cosa que reírse con sus hermanas y con su madre y preparar los exámenes que le esperaban el martes.

Lliure, Cristina, y Lucía se quedaron en la cocina, forrando los libros del curso siguiente entre risas y voces, y ayudando a su madre a preparar las galletas de nata de la abuela, que podían olerse en todo el edificio. Un olor a tostado que se quedaría para siempre en la memoria de las cuatro hermanas. El olor de la infancia, de la falta de preocupaciones y de las tardes en familia.

Dafne las oía reír desde su habitación y, cada cierto tiempo, cuando se cansaba de estudiar o se moría de la envidia, se acercaba a la cocina para compartir con ellas aquel escándalo.

Teresa parecía feliz. Había recuperado el brillo que había perdido en los últimos meses. Incluso en la piel y en el pelo se apreciaba el cambio. Se la veía relajada, más sana, más joven, más cercana a la que había sido siempre.

Dafne la miraba tratando de no sentir la culpa contra la que intentaba luchar. Le gastaba bromas de vez en cuando y la besaba cada vez que iba a la cocina. Aún le faltaba buena parte del camino para llegar a encontrarse con su madre, aún quedaban muchas discusiones, muchos portazos, muchos «estáis todos contra mí», y muchos «quiero morirme», pero aquel día se había abierto una puerta a través de la cual algún día conseguirían entenderse. No sería aquella tarde, ni siquiera aquel mes o aquel año, pero llegaría un momento en que volvería a ser su niña, dulce, alegre, pequeña, aunque hubiera crecido hasta pasarle casi una cabeza.

Tampoco se había reconciliado aún con el mundo, todavía le quedaba mucha incertidumbre por vivir, pero por primera vez desde hacía meses sintió que pertenecía a un lugar en el que merecía la pena quedarse de vez en cuando. Sus hermanas ya no eran las arpías que solían parecerle, su madre ya no cerraba la puerta de la calle con llave, el perrito no le mordía continuamente los tobillos, y el calor había dejado de aplastarla contra los libros abiertos de la mesa del salón.

No. Aún no había hecho las paces con la vida, faltaba un gran trecho para que dejara de ver al enemigo en cada gota de aire. Para enfrentarse a un espejo y sonreír porque le gustase lo que veía, ponerse derecha, dejar que le crecieran las uñas sin morderse los padrastros, y saber que todos los caminos empiezan dando un solo paso, que a veces podía resultar el más difícil de todos.

Pero, pese a que le quedaban muchos días de buscar explicaciones a las que la razón no siempre responde, de preguntas sin respuesta, de desesperación y de volverse contra todos, Dafne había aprendido algo en lo que se apoyaría desde entonces para siempre. Había aprendido a mirar a los demás de otra manera.

-oOo-

Roberto no dejaba de enviarle mensajes al móvil para recordarle que la esperaba al día siguiente en el hospital. Ella le contestaba únicamente con caritas sonrientes y con fotos que se hacía a sí misma. La primera fue la de sus ojos. Únicamente los ojos. Como aquella de Cristina que le envió antes de citarle en la cancha de baloncesto.

Él le respondió con la misma expresión de admiración que a su abuela le hubiera horrorizado, y que utilizó la vez anterior.

«¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Hostiaaaaaaaaaaaaaaassssssssssssssssssssssss!!!!!!»

Y después no dejó de enviarle piropos sobre sus ojos de gata.

Dafne le había avisado por correo electrónico de que los gemelos no debían ir el martes a la plaza bajo ningún concepto. No podía decirle por qué, pero las cosas iban a solucionarse sin necesidad de tener que ver más a
El que faltaba por aquí
.

A Paula le había contado por teléfono lo poco que podía decirle sin faltar a la promesa que le había hecho a su madre.

—Se han enterado de todo en mi casa, ¿sabes? Lliure y Cristina irán mañana a la plaza para intentar arreglarlo. Ni se te ocurra aparecer por allí.

—¡La leche! Pues no veas lo que me jode perderme el final. ¿Y no podemos escondernos en un soportal para verlos?

—A ver, tía, que esto es muy serio. ¡Júrame que no irás! Te lo contaré en cuanto pueda.

Paula le juró por lo que más quería que no iría al día siguiente a la plaza y rápidamente cambió de conversación hacia el que sería su único tema durante una buena temporada. Había quedado aquella tarde con Eduardo, y sólo pensaba en que llegara la hora de encontrarse con él para darse otro beso en la boca.

—¿Sabes lo que te digo, prima? Que esta vez no voy a esperar. Se lo voy a plantar yo en cuanto lo vea. Y además le voy a dejar que me toque una teta.

—¿Y no deberías dejar que empiece él esas cosas?

—¿Pero en qué siglo vives tú, tía? ¿Estás zumbada? ¿O es que te arde el cerebro de tanto estudiar?

Capítulo 49

Al día siguiente, Dafne se examinó con el mismo o parecido resultado que el de los otros exámenes. Algunas preguntas pudo contestarlas sin problema, pero otras se quedaron en blanco.

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