Niebla roja (32 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Niebla roja
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Hay novelas, poesía y libros de autoayuda, y cestas de plástico llenas de correspondencia, blocs de notas y un tablero digital. No veo ninguna prueba de búsqueda, nada que sugiera que un equipo haya hurgado en las pertenencias de Kathleen, pero yo no esperaría signos evidentes de intromisión. Si se han llevado algo de su propiedad antes de que Chang llegase, el propósito no era la búsqueda de drogas o cualquier otra cosa prohibida por la prisión. El propósito habría sido buscar algo más que por el momento no puedo adivinar. ¿Qué puede haber estado buscando un funcionario de prisiones? No sé, pero no hay una razón legítima para que alguien haya quitado la bolsa de basura antes de que llegase el GBI, y las malas vibraciones son cada vez peores.

—Si le parece bien, me gustaría ver esto.

Indico el contenido de los cestos. Informo a Chang de todos mis movimientos.

—Seguro. —Recoge las muestras del lavabo de acero—. Sí, huele a algo, tiene razón. Y lo que sea, es de color gris. Un color gris lechoso.

Guarda los hisopos en un tubo de recogida de plástico y etiqueta el tapón de rosca de color azul con un rotulador.

Los cuadernos tienen las hojas pautadas con la tapa pegada y una contratapa de cartón, sin duda comprados en el economato, donde no venden cuadernos de espiral porque el alambre puede ser utilizado para improvisar un arma. Las páginas contienen poesía y prosa, textos intercalados con garabatos y dibujos, pero la mayoría están llenas de entradas de diario fechadas. Al parecer, Kathleen era una cronista fiel y elocuente, y de inmediato me llama la atención la ausencia de algo actual. Mientras hojeo los cuadernos de notas, compruebo que fue consistente en hacer anotaciones diarias detalladas que datan de unos tres años atrás, en el momento en que volvió a la GPFW por homicidio involuntario cuando conducía borracha.

Pero no hay nada después del pasado 3 de junio, cuando llenó el cuaderno hasta la última página con su caligrafía inconfundible.

Viernes, 3 de junio

La lluvia azota el mundo que he perdido y ayer por la noche cuando el viento golpeó la tela metálica en mi ventana en el punto exacto sonó como una sierra al doblarla. Discordante, luego gritando como los cables de acero que se tensan. Como una monstruosa bestia de metal. Como una advertencia. Yazgo aquí escuchando los fuertes gemidos y reverberaciones metálicas y pensé: «Viene algo».

En el comedor durante la cena hace un par de horas lo sentí. No puedo describir qué era. Nada tangible como una mirada o un comentario, solo algo que sentía. Pero me di cuenta con toda claridad. Algo se cuece.

Todas comiendo el misterioso picadillo de carne y sin mirarme, como si yo no estuviese allí, como si hubiese un secreto que se guardan. No hablé con ellas. No las vi. Sé cuándo toca reconocer a nadie y saben cuándo lo sé. Aquí todo el mundo lo sabe todo.

Sigo pensando que es por la comida y la atención. Las personas matan por la comida, incluso la mala comida, y van a matar por el mérito, incluso por el mérito inmerecido y estúpido. Publiqué aquellas recetas en Inklings y no di el mérito porque seguro que no fue ganado o remotamente merecido, y de todos modos no fue mi elección. Yo no tengo la última palabra y me preocupó cargar con la culpa. Un poco de culpa aquí da para mucho. No sé qué más pensar. Mi revista acaba de salir y de repente hay un cambio.

Un microondas en la unidad compartido por sesenta de nosotras, y todas hacemos las mismas malditas cosas en la Cocina de Prueba de Mamá, como las otras internas se refieren a mí y a mi creatividad culinaria. O solían. Quizá no lo harán nunca más, aunque los postres son idea mía. Siempre han sido lo mío y mi inventiva. ¿Quién más podría pensar en ellos cuando no hay absolutamente nada con que hacerlos aparte de basura y más basura?

Basura es lo que conseguimos en el economato. Basura lo que nos sirven en el comedor. Palitos de carne y queso, tortillas y porciones de mantequilla que les enseñé a convertir en albóndigas chinas, bases de tartas, galletas de vainilla y crema y jarabe de fresas para la tarta. Sí, todo el mundo lo hace cuando es el momento de hacer una tarta por que yo lo hice primero.

No me importa quién haya presentado qué. ¡Las recetas son mías!

¿Quién les enseñó el arte de raspar la crema de vainilla de las galletas y batirla con KoolAid para hacer el glaseado rosa? ¿Quién les enseñó el arte de disolver las bases de tartas y las galletas desmenuzadas en agua (reconstituir y reinventar, como explico una y otra vez) y cocinar las en el microondas hasta que el centro queda esponjoso?

La Julia Childs de la trena, quién si no. Que era yo. ¡NO VOSOTRAS! Yo lo sé desde hace mucho porque he vivido aquí más que la edad que tenéis vosotras, y mis recetas son tan legendarias que se han convertido en una cita o un cliché o un proverbio con un origen perdido en el olvido y, por lo tanto, para las que quieran apropiárselas en sus pequeñas mentes ignorantes. «Es difícil de encontrar un hombre bueno», no fue idea de Flannery O’Connor, era el título de una canción. Y «una casa dividida contra sí misma no se puede sostener» no era de Lincoln. Era de Jesús. Nadie se acuerda de dónde viene nada y se aprovechan. Roban.

Hice lo que me dijeron y publiqué las recetas —mis recetas— y no le otorgué el mérito a nadie ni siquiera a mí misma, esa es la ironía de mierda. Yo soy la estafada. Todas vosotras poniendo mala cara, de mal humor, comiendo vuestra comida para cerdos en frío silencio cuando estoy cerca, como si vosotras hubieseis sido tratadas injustamente. No hay espacio en vuestras mesas cuando l ego al í, el asiento está ocupado.

No crean que no sé la fuente. Lemmings conducidos hacia el mar.

Las luces se apagan en cinco minutos. Y de nuevo viene la oscuridad.

Consciente de los ojos y oídos que hay más allá de la puerta de la celda, no digo nada sobre lo que acabo de leer. No comento que parece faltar, por lo menos, un cuaderno, lo más probable un diario, quizá más de uno que Kathleen había estado llevando desde el 3 de junio, y lo más importante, desde que la trasladaron al Pabellón Bravo. No creo que dejara de escribir de repente, menos todavía después de haber sido transferida al aislamiento.

Yo más bien hubiera esperado que durante las últimas dos semanas escribiese más, no menos, dado lo poco que tenía que hacer veintitrés horas al día, excepto estar sentada dentro de esta celda minúscula sin vistas y la televisión que se ve fatal, aislada de las otras reclusas y de su trabajo en la biblioteca, y sin tener ya acceso a las revistas y al correo electrónico. ¿Qué pudo haber escrito que alguien no quiere que leamos? Pero no me pregunto ni menciono lo conmovida que estoy por su metáfora de los lemmings conducidos hacia el mar.

¿Son lemmings otras reclusas? Y si es así, ¿quién las guió? Veo de nuevo a Lola Daggette haciéndole a Tara Grimm el gesto de«¡chúpatela!» hace apenas unos minutos, y muy bien pudo haber sido Lola la instigadora de los puntapiés en las puertas de las celdas. Llena de bravuconería, hostilidad, sin control de los impulsos y un coeficiente intelectual bajo, era alguien a quien Kathleen temía. Pero Lola Daggette no es la razón por la que Kathleen esté muerta en su cama. Lola tampoco es la razón por la que las internas en una población general de seguridad media comiencen a rechazar a Kathleen en el comedor. ¿Cómo podrían las internas de los otros pabellones tener una pista de lo que Lola Daggette piensa o dice, o si tiene un problema con alguien? Ella está tan aislada y confinada en la celda de arriba como Kathleen lo estaba en esta.

Sospecho que Kathleen se estaba refiriendo a otra persona, y recuerdo la explicación de Tara Grimm sobre que Kathleen tuvo que ser puesta en custodia preventiva porque corrió la voz de que había sido condenada por abusar de un niño. ¿Qué voz? ¿De dónde salió? Una información de la cual la alcaide podía culpar a los demás, algo que se dijo en la televisión, oído por otra reclusa, por alguien que ella no tenía claro quién era, y no la creí cuando me ofreció esta explicación ayer en su despacho y no la creo ahora.

Sospecho que sé quién ha estado influenciando. Ha provocado a las reclusas para que se enfureciesen por algo tan mezquino como ser citadas en una revista, y no se publica nada en Inklings sin el visto bueno de Tara Grimm. Ella tenía la última palabra sobre las recetas sin incluir los nombres, y las reclusas se sintieron desairadas, y es verdad que los pequeños desaires pueden llegar a ser enormes, y tuvieron que trasladar a Kathleen. Quizás en su estado de paranoia y agitación se le ocurrió el motivo: Lola Daggette estaba detrás de una pérdida de libertad sin precedentes que debió de sentir como un castigo. O quizá le sugirieron algo a Kathleen. Los guardias como Macon pudieron habérselo dicho, mofarse de ella, hacerle creer que Lola estaba profiriendo amenazas, y quizá las hacía. No importa. Lola no la mató.

No menciono a Marino que haya nada inusual, cuando pasa por delante de mí, vestido con el mono blanco que cruje, y coloca un termómetro digital a los pies de la cama para registrar la temperatura ambiente. Le da un segundo termómetro a Colin para la temperatura del cuerpo. A pesar de los relatos de los testigos, que sitúan el momento de la muerte alrededor de las doce y cuarto del mediodía, la calcularemos nosotros mismos sobre la base de los cambios post mórtem. Las personas cometen errores. Están conmocionadas y traumatizadas y se equivocan en los detalles. Algunas personas mienten. Quizá todos lo hacen en la GPFW.

Miro a mi alrededor un poco más, considero la posibilidad de que un cuaderno correspondiente a junio aparezca aquí en alguna parte, mientras observo las paredes grises llenas de páginas pegadas con los poemas y los pasajes de prosa manuscritos que Kathleen me mencionó en los emails. El poema titulado Destino, que me ha enviado, está sobre un estante de acero pequeño que sirve de mesa, atornillado en la pared. Cerca de un taburete de acero, atornillado en el suelo, hay otra canasta de plástico transparente de tamaño grande que contiene ropa interior, un uniforme bien doblado, paquetes de fideos Ramen y dos bollos de miel que Kathleen debió de comprar en el economato. Me dijo que no tenía dinero porque ya no trabajaba en la biblioteca, y sin embargo, parece haber hecho compras. Quizá no sean recientes. Esto me recuerda que ha estado aislada en el Pabellón Bravo solo dos semanas. Aprieto los bollos de miel con mi dedo enguantado. No se notan duros.

En el fondo de la canasta de plástico hay ejemplares de Inklings, varias docenas, incluido el de junio que Kathleen mencionó en la entrada del diario que acabo de leer. En la portada de la revista se ven representaciones artísticas de las colaboradoras, retratos al estilo de Andy Warhol de cada mujer que es famosa por un mes porque algo que escribió será leído por las reclusas de la GPFW o cualquier otro que tenga acceso a la revista. En la contraportada está la pastilla con los nombres de quienes la hacen: la directora y el equipo de diseño, y por supuesto el de la editora, Kathleen Lawler con un agradecimiento especial a la alcaide Tara Grimm por su apoyo a las artes, «por su humanidad y consejo».

—Todavía está muy caliente. —Colin permanece en cuclillas junto a la cama de acero con el termómetro en alto—. Treinta y dos grados y medio.

—Aquí la temperatura es de veintidós —dice Marino que sujeta en sus dedos enguantados el termómetro que estaba a los pies de la cama. Consulta su reloj—. A las dos y diecinueve.

—Lleva muerta dos horas y se ha enfriado unos cuatro grados—comento—. Un poco más rápido, pero dentro de los límites normales. —Es lo mejor que puedo decir.

—Está vestida y aquí dentro hace más o menos calor —asiente Colin—. Todo lo que vamos a conseguir es una estimación.

Está diciendo que si Kathleen lleva muerta treinta minutos, o hasta una hora más de lo que hemos sido llevados a creer por aquellos que nos dan información, no lo sabremos por los indicadores post mórtem, como la temperatura o el rígor mortis.

—El rigor apenas está empezando en los dedos. —Colin mueve los dedos de la mano izquierda de Kathleen—. El livor todavía no es evidente.

—Me pregunto si no habrá pasado un calor excesivo cuando estaba afuera en la jaula —dice Marino, que observa las páginas pegadas en la pared, sin saltarse ni un centímetro de la celda—. Quizá sufrió un golpe de calor. Eso puede suceder, ¿verdad? Vuelves al interior, pero ya tienes el problema.

—Si hubiera muerto de hipertermia —explica Colin, que se pone de pie—, la temperatura corpórea sería más alta que esta.

Sería superior a la normal, incluso después de varias horas, y su rigor probablemente se habría acelerado y resultaría desproporcionado con respecto a su livor. También los síntomas descritos por la interna de aquella otra celda son incompatibles con una exposición prolongada al calor excesivo. ¿Una parada cardíaca?

Eso sí que es muy posible. Y que sin duda puede ocurrir después de una actividad extenuante en un día caluroso.

—Lo único que hizo fue caminar en la jaula. Descansó en cada vuelta o dos.

Marino repite lo que nos han dicho.

—La definición de extenuante es diferente para cada persona—responde Colin—. ¿Alguien es sedentario porque pasa la mayor parte del tiempo en una celda? Sale al aire libre, hace muchísimo calor y humedad y pierde demasiado líquido. El volumen de sangre disminuye y eso causa estrés en el corazón.

—Bebió agua mientras estaba afuera —señala Marino.

—¿Pero bebió la suficiente? ¿Bebió la suficiente en el interior de su celda? Yo lo dudo. En un día normal, una persona normal pierde alrededor de diez vasos de agua. En un día de calor y humedad extremos, puedes perder doce litros o más si sudas lo suficiente —dice Colin.

Sale de la celda y le pregunto a Chang si tiene alguna objeción a que continúe revisando lo que está en los estantes y en el escritorio, y responde que no. Cojo una cesta de plástico transparente que contiene la correspondencia y una vez más recuerdo las cartas que se supone que escribió Jack Fielding, en las que describía lo difícil que soy, lo complicado que resulta trabajar conmigo.

Busco cualquier carta suya o de Dawn Kincaid y no la encuentro.

No encuentro nada de nadie que pueda ser importante a excepción de una carta que al parecer es mía. Me quedo mirando con incredulidad la dirección del remitente, el logotipo del CFC impreso en el sobre blanco de treinta por quince que Bryce compra en remesas de cinco mil para el CFC:

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