Authors: Patricia Cornwell
—La muerte es una empresa muy personal y solitaria, y nadie está preparado de verdad para ella, por mucho que nos convenzamos a nosotros mismos de lo contrario —le digo a Benton cuando vuelvo a sentarme con el café—. Es más fácil para Marino centrarse en todo lo que cree que le pasa a Lucy en este momento. O estar obsesionado por conseguir que sus armarios estén a rebosar.
—Está en la etapa de la negociación.
—Supongo que sí. Si equipa la cocina, acumula un montón de comida y pertrechos, no se va a morir —opino—. Si hago A y B, entonces no sucederá C. Tenía cáncer de piel y de repente decide convertirse en un contratista privado y en la práctica renuncia a su trabajo conmigo. Quizás eso también era negociación. Si hace un gran cambio de vida, significa que todavía tiene un futuro.
—Creo que Jaime fue el factor más importante. —Benton lee los emails mientras habla—. No el cáncer de piel. Ella siempre supo la manera de hacer que Marino viese castillos en el aire. Todavía no te ha sucedido lo mejor. Algo mágico está por venir.
Estar con ella validaba su falso engaño de creer que no te necesita, Kay. Que no ha pasado la mitad de su vida siguiéndote de un lado a otro.
—Es una pena si no le hice ver castillos en el aire —musito en el mismo momento que suena el timbre—. Todavía es peor si siente que ha desperdiciado la mitad de su vida por mí.
—No he dicho que la perdiese. Sé que no ha perdido nada.
Benton me besa.
Nos besamos de nuevo y nos abrazamos, y luego vamos hacia a la puerta. Colin está allí con un carro que no necesitamos, porque Lucy ya se llevó las maletas para cargarlas en el helicóptero.
—No lo sabía —dice Colin que empuja el carro vacío hacia el ascensor—. Me he acostumbrado a tenerte cerca.
—Con un poco de suerte, la próxima vez traeremos algo mejor a la ciudad —le contesto.
—Vosotros, los norteños, nunca lo hacéis. Fabricáis balas de cañón con las campanas de nuestras iglesias, quemáis nuestras granjas, voláis nuestros trenes. Haremos un pequeño rodeo, iremos al SCH en lugar del aeropuerto. No está mucho más cerca, pero Lucy no quiere vérselas con la torre y toda esa gente corriendo vestida con trajes encurtidos, algo que me imagino que no quiere decir literalmente.
—Militares —dice Benton.
—Vale, trajes de vuelo, los verdes, supongo. Me pregunté a qué se refería cuando hablaba a mil por hora al respecto, y me imaginaba a las personas vestidas como los encurtidos —continúa Colin y no estoy seguro de si se está haciendo el gracioso—. De todos modos, creo que las cosas están bastante resueltas, allí y en Hunter. Al parecer están haciendo inspecciones en pista y a ella ya la han inspeccionado una vez y quiere salir de allí, y me ha pedido que la avise cuando estemos cerca. No quiere esperar en el hospital y tener que moverse si llega una ambulancia aérea. Algo poco probable en el SCH, pero más vale prevenir que curar.
Entramos en el ascensor y la cabina de cristal comienza a bajar, y cuando pasamos por debajo de los balcones cubiertos de hiedras me imagino a las reclusas trabajando en el patio de la prisión y paseando a los galgos, todas ellas fantasmas de sí mismas, las abusadoras y las abusadas, y luego almacenadas en un lugar comprometido, en una empresa letal secreta. Me imagino a Kathleen Lawler y Jack Fielding la primera vez que se vieron en aquel rancho para jóvenes con problemas, una conexión que puso en marcha una serie de acontecimientos que han cambiado y quitado vidas para siempre, incluidas las suyas.
—Tú consigue entradas para los Bruins o, mejor aún, para los Red Sox y puede que te visite alguna vez —propone Colin.
—Si alguna vez piensas en dejar el GBI.
Cruzamos el vestíbulo, en nuestro camino hacia un viaje de calor intenso y viento ardiente.
—No insinuaba la posibilidad de un trabajo —me corrige y subimos al Land Rover.
—Siempre tendrás abiertas las puerta del CFC —declaro—. Tenemos algunos cuartetos muy buenos, y aquí dentro sí que hace calor —agrego, y él pone en marcha el ventilador—. Haría un buen servicio a las ventiscas, las borrascas de nieve, las tormentas de hielo.
Llamo a Marino y me doy cuenta por el ruido que todavía está en la camioneta, camino de Charleston o quizá marchándose. No tengo ni idea de lo que se trae entre manos.
—¿Dónde estás? —pregunto.
—A unos treinta minutos al sur —contesta y suena apagado, quizá triste.
—Aterrizaremos en Charleston sobre las dos y necesito que estés allí.
—No sé...
—Pues yo sí, Marino. Cenaremos tarde, celebraremos el Cuatro de Julio en el norte con una comida opípara e iremos a recoger a los perros todos juntos —le digo con el antiguo hospital a la vista.
El Savannah Community Hospital fundado poco después de la guerra civil, donde Kathleen Lawler tuvo gemelos hace treinta y tres años, es de ladrillo rojo con remates blancos y ofrece un servicio completo, pero no una muy buena atención. No es frecuente que los helicópteros aterricen aquí, explica Colin. El helipuerto es una pequeña zona de césped con una manga de viento naranja deshilachada al fondo, rodeada de árboles cuyas copas se agitan y sacuden cuando aparece el 407 negro y se posa con suavidad con los talones de los patines.
Le gritamos adiós a Colin por encima del estruendo del batir de las palas, y me acomodo en el asiento delantero izquierdo, y Benton ocupa el trasero, y nos abrochamos los cinturones de seguridad y nos ponemos los auriculares.
—Estamos un tanto apretujados aquí dentro —le digo a Lucy, vestida de negro, que observa sus instrumentos, ocupada en lo que más le gusta, desafiar la gravedad y saltar obstáculos.
—Un lugar viejo como este y nunca se tomaron la molestia de quitar unos cuantos árboles.
Oigo su voz en los auriculares y noto que despegamos dejando el hospital bajo nuestros pies.
Colin se hace más pequeño en el suelo y nos saluda con el brazo, mientras ascendemos en vertical por encima de los árboles.
Nos nivelamos y viramos hacia los edificios y tejados de la ciudad vieja, y más allá está el río y lo seguimos hasta el mar, con rumbo noreste hacia Charleston y luego a casa.