Authors: Patricia Cornwell
—¿Puede esperar un minuto mientras voy a buscar mi portátil?
—Estaré en el pasillo.
Salgo de la sala de conferencias.
Mandy O’Toole vuelve del laboratorio de histología con un ordenador portátil y comienza a buscar los archivos de Barrie Lou Rivers, y yo rebusco en la ropa de Lola Daggette cualquier cosa que pudiera haber pasado por alto.
Examino la cazadora, el jersey azul y los pantalones de pana marrón que ella estaba lavando en la ducha, un acto incriminatorio que significó la única base para que la acusasen de múltiples cargos de asesinato en primer grado y fuera sentenciada a muerte.
Gran parte de la sangre desapareció con el lavado, solo quedan trazas de un patrón, trozos de color oscuro en los muslos de los pantalones, gotas y manchas en el dobladillo y en la pechera y las mangas de la cazadora. Lola hubiera tenido sangre en los zapatos, y mis pensamientos no se apartan de este punto.
—Tengo los archivos. Los informes de toxicología y los demás, los informes de la autopsia —dice Mandy, sentada en la silla junto a la ventana, con el ordenador portátil en la falda—. ¿Qué busca exactamente?
—Algo que quizá no esté ahí, pero Jaime Berger tenía. Un documento de una página incluido en el protocolo de la autopsia y los informes de toxicología —respondo—. Un formulario de la cadena de custodia de la GPFW relacionado con las drogas de ejecución. La farmacia las suministró pero nunca se utilizaron porque Barrie Lou Rivers murió cuando esperaba la hora de la ejecución. Solo una hoja de papel suelta que no pertenecía a los informes de la autopsia pero que por alguna razón acabó allí.
—Mi búsqueda favorita —comenta—. Los detalles que se supone que no deben ser incluidos. Pero están.
A medida que continúo buscando en la ropa de Lola Daggette, pienso en las prendas que vestían las víctimas en el momento de morir y la cantidad de sangre que había en ellas. El rastro enloquecido de las huellas de calzado en el suelo de la cocina a cuadros blancos y negros, y en el suelo de madera de abeto indican que el asesino siguió la sangre por toda la casa o alguien lo hizo o quizá más de uno. No todas las marcas de las suelas tienen el mismo aspecto. ¿Es la contaminación dejada por las personas que alteraron la escena del crimen después de la llegada de la policía o Dawn Kincaid tuvo un cómplice en sus crímenes horribles?
No era Lola. Si hubiera estado caminando por la casa de los Jordan aquella madrugada sus zapatos habrían acabado ensangrentados. Sin embargo, no lavaba los zapatos en la ducha cuando apareció la voluntaria. No estaba lavando su ropa interior o los calcetines. Nunca la examinaron para ver si presentaba lesiones como rasguños, y que no eran su ADN ni sus huellas dactilares las que recogieron de los cuerpos de las víctimas y la escena, y es trágico que nadie prestara atención a estos hechos. En cambio está el ADN de Dawn Kincaid, pero no hay ninguna coincidencia con sus huellas dactilares, y recuerdo lo que dijo Kathleen Lawler de dar a sus «hijos». Como si hubiera tenido más de uno.
—Lo tengo —exclama Mandy, y yo pienso en Payback. Un monstruo que todos consideraron una invención de Lola.
—Sí, es lo que buscaba —digo mientras leo el documento en la pantalla, una receta letal servida por una farmacéutica llamada Roberta Price, las drogas entregadas a la GFPW y la recepción firmada por Tara Grimm al mediodía del día de la ejecución de Barrie Lou Rivers, el 1 de marzo de hace dos años.
Las tildes en las casillas y los espacios rellenados indican que el bromuro de pancuronio y el tiopental sódico se guardaron en el despacho de la alcaide, y luego se llevaron a la sala de ejecución a las cinco de la tarde, pero nunca se utilizaron.
—¿Significa algo? Tiene la expresión de estar pensando en algo.
Mandy no puede resistirse a preguntar cuando le devuelvo el portátil.
—¿Hasta donde se sabe, estas son las únicas prendas que pertenecían a Lola Daggette? —Respondo a su pregunta con una de las mías mientras recojo la bolsa de pruebas con los medicamentos con receta, y leo las etiquetas de los frascos de plástico de color naranja—. En otras palabras, no hay zapatos.
—Si esto es lo que Colin tiene, lo que el GBI todavía tiene guardado, entonces estoy segura de que no había nada más.
—Bañado en sangre como debía estar el asesino es imposible pensar que los zapatos no lo estuviesen también —comento—. ¿Por qué lavar tu ropa en la ducha, pero no los zapatos ensangrentados?
—Una vez Colin rascó un trozo de chicle pegado en la suela de un zapato de tacón alto que llegó con el cuerpo y recuperó un pelo que dio el ADN del asesino. Mandamos hacer camisetas que decían «Colin Dengate, el chicle en el zapato».
—¿Le importaría ir a buscarle? Dígale que le espero afuera.
Quiero que me lleve al lugar. Hacer una visita retrospectiva, si es posible.
Lola Daggette no lavó sus zapatos en la ducha porque no se incluyó un par de zapatos con la ropa teñida de sangre que dejaron en su habitación. Ella no asesinó a nadie y no estaba dentro de la mansión de antes de la guerra de los Jordan, ni en la madrugada de los asesinatos ni en ninguna otra ocasión. Sospecho que la adolescente con problemas no tenía ningún motivo para conocer a los distinguidos y ricos Clarence y Gloria Jordan, o a sus preciosos gemelos rubios, y con toda probabilidad no tenía idea de quiénes eran, hasta que la interrogaron y acusaron de los asesinatos.
Tengo la firme sospecha de que Lola tampoco tenía idea de a quién culpar, una persona o personas motivadas por algo más que las drogas, un poco de dinero o la emoción de matar, un monstruo o un par de ellos con un gran plan que una adolescente con problemas mentales en una casa de acogida no hubiera tenido ninguna razón para conocer. De haberla tenido, lo más probable sería que ahora estuviese muerta como lo están Kathleen Lawler y Jaime. Sospecho que hubo un plan orquestado que incluía culpar a Lola, de la misma manera que alguien intenta hacerlo conmigo, y no creo que estas manipulaciones sean obra exclusiva de Dawn Kincaid.
Saco el móvil de mi bolso y marco el número de Benton cuando salgo del edificio del laboratorio, y encuentro un lugar cerca de los arbustos limpiatubos con sus brillantes flores rojas, donde me veo cara a cara con un colibrí, y el sol ardiente es un alivio. Estoy helada hasta los huesos por culpa del aire acondicionado de dentro de la sala de conferencias, rodeada por unas pruebas tan obvias que parecen gritar sus secretos grotescos, y no estoy segura de quién va a responder.
Puedo contar con Colin, y por supuesto Marino y Lucy me prestarán atención, y les he enviado mensajes de texto preguntando si el nombre de Roberta Price les suena de algo, y qué más podemos descubrir de Gloria Jordan. Hay muy poco de la señora Jordan en los informes que he leído, algunos datos de carácter personal y nada que sugiera la posibilidad de problemas, pero estoy segura de que los había, y el momento no podría ser peor.
Si Benton no fuera mi esposo, no tengo ninguna duda de que no escucharía lo que suena como un cuento de horror, una fábula sensacional, algo inventado. Lo que yo sospecho muy convencida que sucedió hace nueve años no va a ser de interés ahora mismo para el FBI o la Seguridad Interior, y entiendo por qué, pero alguien necesita escucharme y de todos modos hacer algo al respecto.
—Suena como si hubieran llegado todos tus amigos de Atlanta —le digo a Benton, cuando atiende a mi llamada y las voces de fondo son fuertes, está en compañía de muchas personas.
Estoy a punto de probar su paciencia. Lo intuyo.
—Estamos empezando. ¿Qué ocurre?
Distraído y tenso, se mueve en una habitación ruidosa mientras habla.
—¿Quizá tú y tus colegas podríais echarle un vistazo a algo.
—¿A qué?
—Los registros de adopción, y necesito que prestes atención —contesto—. Sé que el caso Jordan no es una prioridad en este momento pero creo que debería serlo.
—Siempre te presto atención, Kay.
No suena enojado, pero sé que lo está.
—Todo lo referente a Kathleen Lawler, a Dawn Kincaid, aunque no era su nombre cuando ella nació, y no tengo ni idea de cuál es el nombre de la primera familia que la adoptó. Dawn pasó por varios orfanatos y familias y acabó en California con una pareja que al parecer falleció. Cualquier cosa que puedas encontrar que el FBI no haya encontrado ya, sobre todo relacionado con una persona con quien Dawn se puso en contacto. Tuvo que hacerlo con alguien, lo más lógico con una agencia de aquí en 2001 o 2002, cuando decidió averiguar la identidad de sus padres biológicos.
Tuvo que pasar por el mismo proceso que pasaría cualquier otro.
—No sabes si lo que Kathleen Lawler dijo es verdad y lo mejor sería hablar de esto más tarde.
—Sabemos que Dawn hizo una visita a Savannah a principios de 2002 y tenemos que hablarlo ahora —le contesto mientras recuerdo a Kathleen Lawler en la sala de entrevistas que me habla de estar encerrada en la «casa grande», cuando se puso de parto, y continúo pensando en sus comentarios.
Algo sobre estar encerrada como un animal y tener que «dar a tus hijos». ¿Y qué se suponía que debía hacer, dárselos a un niño de doce años, a Jack Fielding?
—Eso tampoco se ha demostrado —dice Benton, y cuando tiene prisa y no quiere tener una discusión, se pone a la contra.
—Los nuevos análisis de ADN la sitúan en la casa de los Jordan en 2002 —le informo—. Pero tendrás que solicitar una prueba diferente y ya llegaré a esa parte. ¿Recorrió todo el camino desde California para encontrarse con su madre biológica, o había otro propósito?
—Sé que esto es importante para ti —señala Benton, y eso significa que la supuesta visita de Dawn Kincaid a Savannah en 2002 no es importante para él. El FBI y el gobierno de Estados Unidos, quizás incluso el presidente, están preocupados por el terrorismo en potencia.
—Lo que sugiero es la posibilidad de que quisiese encontrarse con alguien además de su madre —continúo de todos modos—. Quizás hay registros que nadie ha pensado en comprobar. Esto es importante. Te lo prometo.
Se está moviendo y una voz en el fondo dice algo sobre el café, y Benton dice gracias y luego me pregunta:
—¿Qué estás pensando?
—¿Cómo es posible dejar huellas dactilares ensangrentadas en el mango de un cuchillo y una botella de jabón de lavanda en la escena del crimen si no tienes nada que ver con los asesinatos?
—¿Qué pasa con el ADN de las huellas con sangre?
—El ADN de las víctimas y también de un donante desconocido, un perfil que ahora sabemos que es Dawn Kincaid. Pero las huellas no son suyas —respondo—. Está el ADN de los Jordan y se supone que el de Dawn. Pero las huellas dactilares son de otra persona.
—¿Se supone?
—Las transferencias de sangre hechas por quien fuese que tenía las manos ensangrentadas y tocó el cuchillo de cocina y la botella de jabón, pero las huellas no son de Dawn Kincaid. Nunca las identificaron, al parecer por la contaminación de una gran cantidad de personas presentes en la escena, incluidos los periodistas, que quizá pisaron la sangre y recogieron pruebas, las tocaron, incluso los policías y los técnicos de la escena del crimen. Al parecer, la escena no estaba bien protegida. Es la explicación que me han dado.
—Es posible. Si las personas no tenían sus huellas en los archivos con fines de exclusión y tocaron cosas. Me tengo que ir, Kay.
—Sí, es posible, máxime cuando todos los participantes están dispuestos a aceptar esa explicación porque tienen a Lola Daggette y no están buscando a nadie más. Parece ser el problema en todos los ámbitos, hacer la vista gorda, sin cuestionar, no buscar hasta el fondo, porque el caso está resuelto, los asesinatos cometidos por alguien a quien detuvieron cuando lavaba unas prendas ensangrentadas y dijo todo tipo de mentiras que rayaban en lo absurdo.
—Dile que la llamaré dentro de unos minutos —le pide Benton a otra persona.
Veo a Colin salir del edificio. Cuando ve que estoy al teléfono, me señala con gestos que me esperará en el Land Rover.
—A ver qué podéis averiguar tú y tus colegas de Roberta Price —le digo a Benton que guarda silencio—. La farmacéutica que sirvió las recetas de Gloria Jordan hace nueve años. Quién es y si está relacionada con Dawn Kincaid.
—Te recuerdo que si alguien es el farmacéutico titular, su nombre aparecerá en cada frasco del medicamento, incluso si no lo llenaron.
—Puede que no, si se trata de un pedido hecho por el médico de una cárcel o el verdugo —le señalo—. Si eres el farmacéutico titular y no atendiste la receta para el bromuro de pancuronio y el tiopental sódico, quizá no desees que figure tu nombre. Es posible que no quieras ver tu nombre ni siquiera remotamente relacionado con todo lo que tenga que ver con una ejecución.
—No tengo ni idea de adónde quieres ir a parar.
—Hace dos años, una farmacéutica llamada Roberta Prince, presuntamente la misma persona que atendió las recetas de la señora Jordan, también atendió la receta del tiopental sódico y el bromuro de pancuronio que iban a ser utilizados en la inyección letal de Barrie Lou Rivers, si ella no hubiese muerto antes en circunstancias misteriosas. Los fármacos fueron entregados a la GPFW y Tara Grimm firmó la entrega. Es difícil imaginar que ella y Roberta Price no se conocieran.
—La farmacéutica de Farmacia Monck’s. Una farmacia pequeña propiedad de Herbert Monck.
Benton ha debido de buscar el nombre de Roberta Price mientras me escuchaba.
—Donde compraba Jaime, pero el nombre de Roberta Price no aparece en los frascos de Jaime. Me pregunto por qué —digo.
—¿Por qué? Lo siento, estoy confundido.
Benton suena muy distraído.
—Solo tengo el presentimiento de que tal vez cuando Jaime iba a la farmacia, Roberta Price se mantuvo a distancia —agrego, y recuerdo que el hombre de la bata que me vendió el Advil mencionó el nombre de Robbi, alguien que debía estar en el local un minuto antes y de repente no estaba—. No creo que puedas decirme qué marca de coche conduce Roberta Price y si podría ser un Mercedes familiar negro.
Una larga pausa y luego responde:
—No hay ningún coche registrado a su nombre, al menos no con el nombre de Roberta Price. Podría estar a algún otro. ¿Gloria Jordan compraba sus medicamentos en esta misma farmacia?
—Una cerca de su casa. Una Rexall en aquel entonces, reemplazada después por una CVS.