Niebla roja (49 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Niebla roja
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Parece liviana, con las ruedas muy pequeñas, y ella ha incluido un artículo que bajó de internet. Una bicicleta plegable. Alguien que quizá tiene una vinculación militar y una bicicleta plegable.

—También podría ser inducida por un estrés grave —precisa Briggs—. El síndrome de luchar o escapar, y tu digestión se paraliza. Pero eso sería cierto solo si el inicio de los síntomas fue rápido. Una vez más, no hay casos para comparar. Un golpe directo al torrente sanguíneo, y me imagino que todos los órganos vitales comienzan a pararse. Los ojos, la boca, la digestión, los pulmones.

Una bicicleta de siete velocidades con un marco de aluminio con bisagras de liberación rápida, y la bicicleta se pliega entera en un paquete de treinta por ciento treinta y siete por sesenta y dos centímetros, y en una serie de fotografías ampliadas y mejoradas de la cámara de seguridad, Lucy muestra a la mujer en el momento de quitarse la mochila, abrirla y sacar la bolsa de comida de Savannah Sushi Fusion. La página siguiente es un anuncio de una página web de deportes y actividades al aire libre donde puedes comprar lo que parece ser el mismo tipo de mochila por veintinueve con noventa y nueve dólares. No es una bolsa térmica para el transporte de alimentos, sino una mochila plegable para llevar o transportar la bicicleta cuando no la usas.

—Pero en la práctica no sabemos qué podría hacer una dosis de la toxina botulínica muy potente producida en un laboratorio —continúa Briggs, y le escucho con atención sin interrumpir la lectura de las páginas en la cama, y mis pensamientos se mueven rápidamente en varias direcciones que de alguna manera apuntan a lo mismo.

Pero ¿quién, qué y por qué?

—No estoy al tanto de ninguna muerte por botulismo, ningún homicidio —añade—. Como dije, ni siquiera uno.

Lucy sugiere que la bicicleta plegable no es nada más que una estratagema, un truco, una justificación para el casco que interfiere con las cámaras de seguridad. Resultaría sospechoso llevar un casco de ciclista con luces de seguridad encendidas si no tienes una bicicleta, y también parecería extraño si llevas una gorra o una cinta reflectantes. Se me ocurre que es la razón para que la mujer cruzase la calle llevando la bicicleta por el manillar cuando llegó a la puerta del edificio de Jaime, casi en el mismo momento que yo. La mujer con el anillo y el reloj militar, que no montaba la bicicleta en absoluto y sin duda tenía un coche aparcado en alguna parte.

—Lo importante es la dosis —continúa Briggs—. Casi todo puede ser un veneno si recibes demasiada, incluida el agua. Puedes acabar envenenada por el papel si tiene un exceso de arseniuro de cobre. Es lo que pasó con Clare Boothe Luce y las escamas de pintura que caían del techo de su dormitorio cuando fue embajadora en Italia.

—Me pregunto si no hay nada nuevo en el intento de convertir la toxina botulínica en un arma. Cualquier tecnología que un sociópata violento podría haber conseguido. Por ejemplo, alguien del personal militar. Como aquel científico del ejército que trabajaba en la mejora de una vacuna contra el ántrax y llevó a cabo ataques con ántrax que dejaron al menos cinco muertos.

—Siempre tienes que fijarte en el ejército —afirma Briggs, que no podría ser castrense—. Fue muy amable de su parte hacernos la cortesía de suicidarse antes de que el FBI pudiera detenerlo.

—¿Algunos científicos más que hayan sido apartados de los laboratorios donde se realizan este tipo de investigaciones? —pregunto—. En particular alguien con vínculos militares.

—Si es necesario buscarlo, lo haremos —afirma Briggs.

—En mi opinión, es necesario.

—Lo es, sin duda, y por eso estás levantada a estas horas y me llamas a Afganistán.

—¿No hay nuevas tecnologías que los militares podrían conocer? —insisto—. Algo clasificado, no hace falta que me digas qué.

Solo que deberíamos considerar la posibilidad.

—No, gracias a Dios. Nada que yo sepa. Un gramo de la toxina pura cristalizada mataría a millones de personas si se inhala, y para convertirla en un arma, necesitarías encontrar la manera de fabricar un aerosol muy grande. Por fortuna, todavía no hay un método eficaz.

—¿Qué pasa con un aerosol pequeño, distribuido a una multitud de personas? —pregunto—. En otras palabras, un enfoque diferente, más laborioso. O una distribución de pequeños paquetes de veneno producidos en masa como los calentadores de raciones sin llama.

—Tengo curiosidad por saber por qué mencionas específicamente los calentadores.

Le hablo de Kathleen Lawler, de las quemaduras en el pie y el rastro en el lavabo, y que su contenido gástrico era similar a un menú de pollo con pasta y queso para untar de las raciones militares.

—¿Cómo demonios una reclusa puede conseguir una ración con calentador? —pregunta.

—Exacto —respondo—. Puedes envenenar casi cualquier alimento, entonces ¿por qué una ración militar? A menos que alguien esté experimentando con ellas para utilizarlas en un objetivo más grande.

—Sería algo terrible y tendría que tener un enfoque sistemático, muy bien organizado. Alguien que trabaja en la fábrica donde se producen y envasan las raciones; de lo contrario estamos hablando de una gran cantidad de frascos de toxina, jeringuillas y secuestro de los camiones de reparto.

—No necesitas un enfoque sistemático, si el objetivo es el terror —señalo.

—Supongo que es verdad —admite—. Tener cien, trescientas o mil bajas a la vez en el teatro de operaciones, en las bases militares o en áreas operativas, y el impacto sería desestabilizador.

Sería desastroso para la moral, daría más poder al enemigo y hundiría todavía más la economía de Estados Unidos.

—Por lo tanto, nada que estemos haciendo o en lo que estemos trabajando —me aseguro—. Ninguna investigación en la que nuestro gobierno podría estar involucrado para dañar la moral y paralizar la economía del enemigo. Para aterrorizar.

—No es práctico —responde—. Rusia, como Estados Unidos, ha renunciado al intento de convertir la toxina botulínica en un arma, por lo cual estoy agradecido. Una idea terrible y espero que nadie invente la tecnología adecuada, pero eso es solo mi deseo. Una descarga de aerosol en un punto determinado, y un diez por ciento de las personas a favor del viento, hasta una distancia de medio kilómetro, acabarían incapacitadas o muertas. Dios no quiera que se desplace a una escuela o a un centro comercial. Una cosa que necesitamos descubrir es por qué algunas personas han muerto y otras no, o no eran los objetivos señalados.

—No creemos que Dawn Kincaid fuese un objetivo.

—Pero crees que su madre lo era y también la fiscal.

—Sí.

—Te basas en lo que me dices para creer que el responsable quería cargarse a la fiscal...

—Jaime Berger y Kathleen Lawler. Sí, creo que quien sea responsable las quería muertas.

—Entonces ellas no son necesariamente lo que tú consideras ensayos, como serían las muertes de las reclusas si tus sospechas son ciertas. Un proyecto científico. No pretendo trivializar la muerte de alguien que pudo haber sido asesinado con la toxina botulínica. Vaya una manera más terrible de morir.

—Tengo la sensación de que algo cambió —comento—. Creo que quien lo hizo era meticuloso y tenía un plan, y luego ocurrió algo que ella no esperaba. Quizá debido a Jaime. No le gustó lo que hacía.

—Crees que esta persona es una mujer.

—Una mujer trajo el sushi anoche.

—Si se confirma.

—Sospecho que sí. ¿Y luego qué? —le digo.

—¿Tres casos de envenenamiento homicida con toxina botulínica que incluye uno donde se manipuló una ración con calentador sin llama? Se abrirán las puertas del infierno, Kay —dice—. Tendrás que mantenerte apartada del camino. A millones de kilómetros.

32

El sol está alto en otro cielo límpido, la ola de calor se aferra tenaz a su dominio sobre Lowcountry, y lo que Colin Degate afirma sencillamente no es verdad. No todo el mundo se acostumbra a viajar en un coche sin aire acondicionado en un tiempo como este, aunque Benton tuvo la previsión de traerme ropa de verano, así que no me aso toda vestida de negro.

Son casi las diez del sábado 2 de julio, y el personal de Colin no trabaja, excepto quien esté de turno, y me dijo que tuvo que reclamar algunos favores para montar lo que necesito. Luego tuvo que venir a recogerme al hotel porque no tengo un medio para moverme por mi cuenta. Marino ha ido a comprar los suministros médicos que quiero tener a mano, y de paso ha llevado a Lucy al concesionario local de HarleyDavidson. Mi sobrina quiere disponer de una motocicleta mientras esté aquí, y yo no podía dejar a Benton sin el coche de alquiler, aunque su plan en este momento es quedarse en el hotel. Cuando lo dejé estaba al teléfono, y los agentes del FBI están en camino a Savannah desde la oficina local de Atlanta para informarles a fondo, mientras esperamos que la noticia haga su impacto.

Se ha confirmado la presencia de toxina botulínica serotipo A en el contenido gástrico de Kathleen Lawler y Jaime Berger.

La toxina se ha confirmado en la bandeja vacía de ensalada de algas y las sobras de comida de la nevera, el sushi que una envenenadora en serie trajo en una bolsa que entregó anoche en el edificio de apartamentos de Jaime. No le he pasado a Briggs la información más reciente, porque está a bordo de un avión de transporte militar que salió de Oriente Medio, pero no necesito que me repita lo que se espera de mí, que es no hacer nada. No quiero oír lo mismo una vez más y agradezco no tener que oírlo, porque no tengo la intención de hacerle caso, al menos no del todo.

La investigación está detenida y fuera de los límites a la espera de lo que esperamos que sea un rápido y decisivo traspaso de jurisdicción a Seguridad Interior, el FBI, o quien sea que decida el gobierno federal, y sé cuándo debo apartarme del camino, usar lo que yo llamo la regla de los diez metros. No acercarme para nada a estos casos de envenenamiento, y si Briggs o cualquier otro pregunta, diré que, técnicamente, no estoy. Los asesinatos de una familia de Savannah ocurridos hace nueve años y la mujer con problemas mentales que fue condenada por ellos no son de interés para el FBI, el Departamento de Defensa, el Pentágono, la Casa Blanca o casi nadie en este momento.

Esos casos continúan cerrados y Lola Daggette todavía tiene una fecha asignada para la ejecución, porque Jaime nunca presentó la petición para anular su condena a la pena capital. Los resultados de un nuevo análisis de ADN languidecen en un laboratorio privado, a la espera de que algún otro abogado penalista intervenga y acabe lo que comenzó Jaime. Hasta entonces, el caso Jordan seguirá siendo un caso viejo e irrelevante, máxime cuando la atención está puesta en una envenenadora en serie que podría estar planeando un acto terrorista de alcance masivo. Tras analizar todo lo sucedido, sigo preguntándome por qué. Sin embargo, mi pregunta no es el porqué de un plan terrorista para causar lesiones y muertes entre civiles inocentes o el personal militar. Por desgracia, hay una retahíla de personas perturbadas en el mundo que codician la posibilidad de causar semejante destrucción. Mi atención se centra en otra cosa.

Si las primeras muertes en la GPFW fueron asesinatos vengativos, que también sirvieron como ensayos para una envenenadora que planea un ataque generalizado, entonces, ¿cómo encajan Kathleen Lawler y Jaime Berger en el modus operandi y el objetivo final? La reapertura del caso Jordan no debería importarle a una envenenadora que planea un acto terrorista a menos que Jaime estuviese husmeando en algo que alarmó a esta persona lo suficiente para correr el riesgo de eliminarla. Pero con los asesinatos de Jaime y Kathleen, y por accidente matar a Dawn Kincaid, la asesina solo ha conseguido llamar la atención sobre sí misma cuando antes nadie lo hacía. Una serie de envenenamientos homicidas con la toxina botulínica, que podría incluir la manipulación de las raciones militares, y todo el gobierno norteamericano caerá sobre la cabeza del asesino. En última instancia, no se saldrá con la suya, y correr ese riesgo después de años de premeditación minuciosa no se puede atribuir a una pérdida de autocontrol o una escalada en el impulso de torturar y asesinar. Sucedió algo inesperado.

Los patólogos —y sin duda es mi inclinación natural— se centran más en la causa que en el efecto. Estoy menos interesada en los restos de sangre y tejido salpicado por todas partes que en el ángulo de entrada de una herida que podría sugerir que no fue la víctima quien apretó el gatillo, y no me preocupa el drama de los síntomas más allá del sufrimiento que causan. Mi método es rastrear la enfermedad, apartar las distracciones y diseccionar hasta el hueso, si es necesario, o en el caso Jordan, volver a la escena del crimen lo mejor que pueda. Tengo la intención de ver las fotografías y todas las pruebas como si nunca hubiesen sido examinadas, y quizá visite la antigua casa de los Jordan si decido que aún queda algo importante por ver.

—Los mismos registros que consultabas ayer —dice Colin mientras caminamos por el pasillo desierto, los móviles de murciélagos y huesos colgados del techo en su laboratorio vacío apenas si giran—. El cuchillo encontrado en la cocina. Ropa, algunas otras cosas que recogí en la escena y envié con los cuerpos. Todo enviado como pruebas en el juicio a menos que el fiscal las considerase irrelevantes. Mandy, mi técnica de patología, estará contigo en la habitación. Es muy amable de su parte porque no podemos permitirnos el lujo de pagar horas extraordinarias. De todos modos, la misma rutina de antes. Yo estaré en mi despacho, porque sé muy bien que prefieres echar un vistazo y no escuchar las opiniones de los demás, es decir, la mía. Tienes que interpretar las pruebas de la misma manera que hice y no voy a estar espiándote por encima del hombro.

Mandy O’Toole, con una bata y guantes quirúrgicos, está acomodando un par de pijamas para niños sobre la hoja de papel de carnicería blanco que cubre la mesa de la sala de conferencias, y los expedientes del caso que empecé a mirar ayer a un lado, apilados en una silla.

—Son las cosas de los niños, que, se lo juro, es lo más duro para mí —comenta, y reconozco la mayoría de lo que veo a partir de las fotografías que vi ayer.

Muy bien colocados en el papel blanco hay dos conjuntos de pijamas para niños, uno de Bob Esponja, el otro con un diseño de fútbol con los cascos de los Georgia Bulldogs. Un par de calzoncillos de hombre y una camiseta deben ser las prendas que llevaba Clarence Jordan cuando dormía y la apuñalaron hasta la muerte en la cama, y un camisón azul con encajes y un estampado de flores que sin duda era de su esposa. Todas las prendas tienen el color marrón oscuro de la sangre vieja y están acribilladas de cortes pequeños y pinchazos de por lo menos un instrumento afilado, y hay una multitud de agujeros redondos que corresponden a las muestras de tejido recogidas para el análisis de ADN.

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