Authors: Patricia Cornwell
—No soy fatalista —le respondo.
—Mejor para usted, todavía cree en la esperanza —afirma con un claro sarcasmo.
—Así es. —Pero pienso: «No creo en ti».
Saco el sobre blanco del bolsillo de atrás y lo deslizo encima de la mesa hacia ella. Lo recoge con las manos pequeñas de piel blanca translúcida en la que se ven las venas azules, y las uñas cortas sin pintar son de color rosa. Cuando inclina la cabeza para mirar la fotografía, veo las raíces grises de su pelo corto teñido.
—Supongo que esta fue tomada en Florida —dice como si estuviese hablando de más de una fotografía—. Lo que veo en el fondo bien podrían ser gardenias a través del agua de la manguera que está usando. Un momento. Espere un jodido minuto.
—Observa la foto con los ojos entrecerrados—. En esta se ve mayor. Es más reciente y las flores blancas pequeñas son reinas de los prados. Hay un montón de reinas de los prados por aquí. No se puede pasear por una calle sin verlas y ahora estoy pensando en Savannah. No en Florida, sino aquí mismo, en Savannah. —Después de una pausa, añade en un tono tenso—: ¿Por casualidad sabe quién se la hizo?
—No sé quién la tomó ni dónde —contesto.
—Pues yo quiero saber quién la tomó. —Sus ojos cambian—. Si se trata de Savannah o de algún lugar de por aquí, y es lo que me parece, tal vez sea el motivo para mostrármela. Para inquietarme.
—No tengo ni idea de dónde fue tomada ni por quién, y no estoy tratando de perturbarla —respondo—. Pedí que me hicieran una copia y pensé que podría gustarle.
—Pudo haber sido aquí mismo. Jack estuvo aquí con el coche y yo no me enteré. —El dolor y la ira afilan su tono—. Cuando lo conocí le dije lo mucho que le gustaría Savannah. Que era un lugar bonito para vivir, y que se alistase en la marina para que le destinasen a la nueva base de submarinos que estaban construyendo en Kings Bay. Usted sabe que tenía pasión por los viajes, era alguien que debería haber navegado a los lugares más exóticos del mundo, o hacerse piloto para convertirse en otro Lindberg.
Tendría que haberse enrolado en la marina y dado la vuelta al mundo en barcos o en aviones en lugar de ser un médico de muertos, y yo me pregunto por influencia de quién.
Me mira, furiosa.
—Me pregunto quién diablos tomó esta foto y por qué no me enteré de que estaba aquí, si es que lo estuvo —continúa, con acritud—. No sé qué pretende mostrándome de sopetón algo como esto, quizás hacerme creer que vino aquí y no intentó verme. Pues yo ya lo sé.
Me pregunto dónde estaba Dawn Kincaid hace cinco años, más o menos en el tiempo en que conjeturo que tomaron la fotografía y la frecuencia de sus visitas a Savannah para ver a Kathleen, y quizá Jack podría haber venido hasta aquí para ver a Dawn, pero no estaba interesado en ver a su madre mientras permanecía en la zona. Ahora que me enfrento a Kathleen en carne y hueso, esta mujer de la que he oído hablar tanto, pero que nunca conocí, tengo serias dudas de que Jack estuviese al volante de su Mustang, aquí o en cualquier parte, para verla en fecha tan reciente como hace cinco años, o incluso diez. Me resulta imposible imaginar que a partir de cierto momento hubiese seguido amando a Kathleen Lawler o preocupándose por ella. Es implacable y despiadada, carente de empatía por cualquiera, y con décadas de drogas, una vida autodestructiva y el encarcelamiento se han dejado sentir. No ha sido encantadora y hermosa desde hace tiempo, y eso le hubiese importado y mucho a mi vanidoso director delegado.
—No sé de dónde se tomó la fotografía o cualquier otro detalle —repito—. Esta foto estaba en su despacho y pensé que le gustaría tener una copia, y esta se la puede quedar. No siempre sabía dónde estaba durante los más de veinte años que trabajamos juntos a temporadas.
Abro una puerta para que me dé más información sobre él.
—Jack, Jack, Jack —suspira—. Lo único que hacías era largarte. Estabas aquí un minuto y al siguiente desaparecías, mientras yo me quedaba en el mismo maldito agujero negro. He estado aquí mismo en una celda u otra la mayoría de mi vida, todo porque te amaba, Jack.
Mira la imagen, luego a mí y sus ojos son más duros que tristes.
—No parece que sea capaz de durar en el exterior —añade, como si yo hubiese venido aquí hoy para saberlo todo de ella—. Como cualquier otro adicto que recae, solo que no recaigo de abstinencia. Recaigo de éxito. Nunca he podido permitirme el éxito de que soy capaz, porque no está en las cartas que lo tenga.
Yo misma me busco siempre el fracaso. A eso me refería con lo de la genética. El fracaso es parte de mi ADN, lo que Dios decidió para mí y para todos los que viniesen detrás de mí. Le hice a Jack lo que me hicieron a mí, pero él nunca me culpó. Está muerto y no me importaría morir, porque las cosas que importan en la vida tienen una mente propia. Ambos somos víctimas, quizá víctimas del Todopoderoso.
—¿Y Dawn? —continúa Kathleen—. Supe desde el primer día que no estaba bien. Nunca tuvo una oportunidad. Nació prematura, una cosita pequeña conectada a tubos y cables en una incubadora, es lo que me dijeron. Yo no la vi. Nunca la tuve en mis brazos. ¿Cómo una cosa pequeña como ella aprende a vincularse con otros seres humanos cuando se pasa los dos primeros meses de su vida en una olla eléctrica y mamá está en la Casa Grande?
Después de una serie de familias adoptivas con las que no podía llevarse bien, acabó con una pareja de California que se mató en un accidente de coche, cayeron por un acantilado o algo trágico por el estilo. Por fortuna para Dawn, en ese momento ya estaba en Stanford con una beca completa. A continuación, la Universidad de Harvard, y ahí es donde acabó.
Dawn Kincaid estaba en Berkeley, no en Stanford antes de ir al MIT, no a Harvard. Pero no corrijo a su madre.
—Como yo, ella tenía todas las posibilidades del mundo, y su vida ha terminado, terminado antes de empezar —dice Kathleen—. No importa el veredicto, solo ser sospechosa es lo que todos recuerdan. Se le ha acabado la suerte. No puedes tener los trabajos que tenías en laboratorios de alto secreto, si has sido sospechosa de un crimen.
Dawn Kincaid es más que una sospechosa. Está acusada de múltiples cargos incluidos asesinato en primer grado e intento de asesinato. Pero no digo ni una palabra.
—Y después lo que le pasó en la mano. —Kathleen sostiene la mano derecha en alto con la mirada clavada en mí—. El tipo de tecnología en que está metida, donde ella tiene que trabajar con nanoherramientas y todo lo demás. Ahora está incapacitada de forma permanente por la pérdida de un dedo y el uso de la mano.
Parece como si hubiese recibido su castigo. Me imagino que debe de hacerle sentir mal. Mutilar a alguien.
Dawn no perdió un dedo. Perdió la punta de uno y sufrió daños en los tendones, y su médico cree que recuperará el funcionamiento total de su mano derecha. Borro las imágenes lo mejor que puedo. El cuadrado negro donde estaba la ventana, el viento que sopla por el hueco, y un rápido desplazamiento de aire frío en la oscuridad cuando algo me golpeó muy fuerte entre los omóplatos. Recuerdo que perdí el equilibrio mientras movía violentamente la linterna de metal y sentí que golpeaba contra algo sólido.
Luego, las luces del garaje encendidas y Benton apuntando con su pistola a una mujer joven con un abrigo negro grande, boca abajo en el suelo de goma, las brillantes gotas de sangre cerca de la punta cortada del dedo índice con la uña pintada a la francesa, y cerca, el cuchillo de acero ensangrentado con el que Dawn Kincaid intentó apuñalarme por la espalda.
Me sentí pegajosa, envuelta por el olor y el sabor de la sangre, como si hubiese caminado a través de una nube de ella, y recordé los relatos que he oído de los soldados en Afganistán, que fueron testigos de cómo un compañero voló por los aires al impactar en él un artefacto explosivo improvisado. Estaba allí y al minuto siguiente se había convertido en una niebla roja. Cuando la mano de Dawn Kincaid deslizó la hoja afilada como una navaja de aquel cuchillo de inyección mientras soltaba gas de dióxido de carbono comprimido a cincuenta y siete kilogramos por centímetro cuadrado, acabé aerografiada con su sangre y me sentí manchada en lugares que no puedo alcanzar. No corrijo a Kathleen Lawler ni le ofrezco ningún hecho, porque sé cuándo alguien me provoca y me miente, o tal vez se burla, y mis pensamientos continúan volviendo a la advertencia de Tara Grimm. Kathleen simulará una separación con su hija, cuando en realidad las dos están muy unidas.
—Parece conocer un montón de detalles —comento, en cambio—. Estoy segura de que ambas se han mantenido en contacto.
—¡Qué va! No estoy dispuesta a mantenerme en contacto con ella —niega Kathleen, y sacude la cabeza—. No sacaría nada bueno con todos los líos en que está metida. Lo que menos necesito ahora son más problemas. Me enteré por las noticias. Tenemos el acceso a internet supervisado en el aula de informática, y una selección de revistas y periódicos en la biblioteca. Yo trabajaba en la biblioteca antes de que me trasladasen aquí.
—Parece un buen lugar para usted.
—La alcaide Grimm no cree que la rehabilitación de las personas se consiga privándolas de información y haciéndolas vivir en un vacío de noticias —dice, como si la alcaide pudiera estar escuchando—. Si no sabemos lo que ocurre en el mundo, ¿cómo podemos volver a vivir en él? Por supuesto, esto no es rehabilitación. —Señala el Pabellón Bravo—. Esto es un almacén, un cementerio, un lugar para que te pudras. —No parece importarle quién pueda estar escuchando ahora—. ¿Qué quieres saber de mí? No estarías aquí si no quisieras algo. No importa quién pidió primero. De todos modos, fue cosa de los abogados. —Kathleen me mira como una serpiente a punto de atacar—. No creo que solo quieras ser amable conmigo.
—Me pregunto cuándo vio a su hija por primera vez —contesto.
—Nació el dieciocho de abril de 1979, y cuando la vi la primera vez acababa de cumplir veintitrés años. —Kathleen comienza a recitar la historia como si hubiese preparado el guion de antemano, y es como si la rodease un helor, parece haber desistido del intento de ser amable—. Recuerdo que no fue mucho después del 11S. Enero de 2002. Dijo que el ataque terrorista fue en parte porque quería encontrarme. Y la muerte de esas personas en California, con las que acabó después de haber sido pasada como una patata caliente. La vida es corta. Dawn lo dijo muchas veces la primera vez que nos vimos y que había estado pensando en mí desde que tenía uso de razón, preguntándose quién era yo y qué aspecto tenía.
—Dijo que había comprendido que no podría tener paz hasta que encontrase a su verdadera madre —continúa Kathleen—. Así que me encontró. Aquí mismo, en la GPFW, pero no por el delito por el que ahora cumplo condena. En aquel entonces eran cargos relacionados con las drogas. Salía en libertad por un tiempo y luego de vuelta otra vez, y me sentía todo lo mal que podía sentirme porque era rematadamente inútil e injusto. Si no tienes dinero para pagarte abogados o no eres famosa por hacer algo de verdad horrible, a nadie le importas un rábano. Te meten en un almacén, y aquí estaba otra vez almacenada, y un día, como surgida de la nada, nunca olvidaré mi sorpresa, recibo el aviso de que una joven llamada Dawn Kincaid quiere hacer todo el camino desde California para visitarme.
—¿Sabía que era el nombre de la hija que dio en adopción?
Ya no tengo cuidado en lo que pregunto.
—Ni por asomo. Por supuesto, sabía que quienes adoptan a un bebé le pueden poner el nombre que prefieran. Supongo que la primera familia que tuvo Dawn fueron los Kincaid, quienesquiera que fuesen.
—¿Usted la bautizó con el nombre de Dawn o fueron ellos?
—Por supuesto que no le puse ningún nombre. Como le he dicho, nunca la abracé, nunca la vi. Yo estaba aquí cuando me puse de parto antes de tiempo, aquí mismo, en la GPFW, en mi celda, y me trasladaron de urgencias al Hospital Comunal de Savannah. Cuando terminó, yo estaba de vuelta en mi celda como si nunca hubiera sucedido. No tuve ningún tipo de seguimiento.
—¿Fue decisión suya darla en adopción?
—¿Qué otra opción había? —exclama—. Regalas a tus hijos porque estás encerrada como un animal y es como funciona.
Piense en las malditas circunstancias.
Me mira furiosa y yo no digo nada.
—Para que después hablen de ser concebido en el pecado y los pecados de los padres que se transmiten —dice con sarcasmo—. Es una maravilla que alguien quiera niños nacidos en esas circunstancias. ¿Qué demonios se supone que debía hacer, dárselos a Jack?
—¿Dárselos a Jack?
Parece desconcertada por un momento y al borde de las lágrimas.
—Él tenía doce años. ¿Qué diablos iba a hacer con Dawn, conmigo o con lo que fuese? No estaba permitido legalmente y tendría que haber sido así. Nos hubiese ido muy bien. Por supuesto, siempre me preguntaba por la vida que él y yo creamos, pero me decía a mí misma: ¿quién querría a una madre como yo?
Así que imagínese mi reacción veintitrés años más tarde cuando recibí la petición de venir a verme de una persona llamada Dawn Kincaid. Al principio no me lo creí, pensé que tal vez era un truco, que era una estudiante que estaba haciendo una investigación, escribiendo un trabajo de licenciatura. Me pregunté: ¿cómo sabré que esta persona es de verdad mi bebé? Pero no tuve más que ponerle los ojos encima, ella se parecía tanto a Jack, al menos en la forma que le recordaba de sus primeros años. Fue algo siniestro, como si hubiera vuelto transformado en una muchacha para aparecer ante mí como una visión.
—Usted ha mencionado que ella había descubierto de alguna manera quién era su verdadera madre. ¿Qué pasa con su padre? —pregunto—. Cuando la vio por primera vez, ¿ella ya conocía la existencia de Jack?
Nadie ha sido capaz de encontrar esta pieza del rompecabezas, ni siquiera Benton y sus colegas en el FBI, en el Departamento de Seguridad Nacional y los departamentos de policía locales implicados en los casos. Sabemos que durante meses antes del asesinato de Jack, Dawn Kincaid vivió en la vieja casa de un capitán de barco que él estaba renovando en Salem. Ahora sabemos que había estado en contacto con ella por lo menos durante varios años, pero no había habido ninguna otra nueva información que nos dijese durante cuánto tiempo llevaban relacionados los dos o el alcance de esta relación.
He buscado en mi memoria hasta mis primeros días en Richmond, cuando Jack era mi compañero patólogo forense. Todavía tengo que recordar todo lo que pudo haber dicho o indicado sobre una hija ilegítima o la mujer que la parió. Sabía que había sido víctima de un abuso por un miembro del personal, en algún tipo de rancho especial cuando era un niño, pero hasta ahí llegaba la información que tenía. Él y yo no hablamos nunca del tema, y yo tendría que habérselo sonsacado. Debería haberme esforzado más en un momento de su vida cuando podría haberle ayudado, e incluso mientras este pensamiento pasa por mi mente una parte más profunda de mí está convencida de que nada hubiese ayudado. Jack no quería ser ayudado y no creía que lo necesitase.