Authors: Patricia Cornwell
—Nadie nunca me acusó de ser alguien con quien resultase fácil trabajar.
—Las personas como usted no llegan donde están por ser fáciles. Pisotean a los demás, los apartan a puntapiés de su camino o los menosprecian por el gusto de hacerlo.
—Esa es una cosa que no hago. Lamento que creyera lo contrario.
—Siempre la culpaba cuando las cosas no iban bien.
—Lo hacía a menudo.
—Lo que nunca hizo ni una sola vez fue culparme a mí.
—¿Le culpa a él por lo que le ha pasado a usted? —pregunto.
—Podía tener doce años, pero no era un niño. Seguro que no lo era, créame. Él empezó. Me seguía a todas partes. Inventaba excusas para hablar conmigo, tocarme, decirme cómo se sentía, lo loco que estaba por mí. Esas cosas pasan.
Sí, las cosas pasan, pienso. Incluso cuando no tendrían que pasar en absoluto.
—Se le partió el corazón cuando me llevaron esposada, y más tarde tener que verme en el tribunal casi le mató —afirma, y su hostilidad hacia mí desaparece tan repentinamente como apareció—. Ellos nos separaron, nos apartaron, pero no alejaron nuestras almas. Todavía teníamos nuestras almas. Jack la admiraba.
Por tedioso que resultase oírle quejarse, él le tenía respeto. Sé que se lo tenía. El problema de Jack era que no sentía nunca solo una cosa por cualquiera. Si te amaba, te odiaba. Si te respetaba, te despreciaba. Si quería estar contigo, huía de ti. Si te encontraba, te perdía. Y ahora se ha ido.
Se mira las manos en el regazo y los grilletes raspan y tintinean contra el suelo cuando mueve los pies y empieza a temblar. Tiene el rostro encendido y está a punto de llorar.
—Necesitaba descargarme. Sé que no ha resultado agradable.
No me mira.
—Lo comprendo.
—Espero que no me deje a un lado por lo que le he dicho. Me gustaría seguir teniendo noticias suyas.
—Está bien descargarse de vez en cuando.
—No sabía cómo me sentiría pasado un tiempo después de su muerte —explica con la mirada gacha—. Casi no lo puedo comprender. No es como si él fuese parte de la vida que tengo ahora, pero era mi pasado. Él es la razón por la que estoy aquí. Ahora la razón se ha ido pero yo no.
—Lo siento —digo.
—Se siente una tan vacía. Esa es la palabra que sigue apareciendo en mi mente. Vacío. Como un solar enorme vacío barrido por el viento y estéril.
—Sé que es doloroso.
—Si la gente nos hubiese dejado en paz. —Levanta los ojos y están inyectados en sangre y llenos de lágrimas—. No nos hicimos daño el uno al otro. Si solo nos hubiesen dejado solos, nada de esto habría sucedido. ¿A quién le hacíamos daño? ¿A quién perjudicábamos? Son los otros quienes nos hicieron daño.
No digo nada. No hay nada que decir.
—Espero que el resto de su tiempo en Savannah sea productivo.
Suena muy extraño la forma en que lo dice.
El guardia Macon pasa de nuevo por delante de las ventanas de cristal a ambos lados de la puerta de acero, para asegurarse de que todo está en orden, y si bien Kathleen no se fija en él, puedo decir que está en su radar.
—Me alegra que haya venido y que hayamos tenido la oportunidad de hablar. Me alegro de que su abogado y todos los abogados abriesen la puerta para nosotras, y agradezco cualquier foto o cualquier otra cosa que tenga la bondad de darme —añade y también suena extraño, como si significase algo distinto de lo que está diciendo, algo distinto de lo que sé, y ella espera que Macon desaparezca de nuestra vista otra vez.
Mete la mano en el interior del cuello de la camisa blanca del uniforme y saca algo del sostén. Desliza en mi dirección, por encima de la mesa, un papel plegado muy prieto.
El agua gotea de los robles y palmitos en el borde del aparcamiento, y huelo la lluvia y el dulce perfume de los arbustos en flor, sus pétalos cubriendo la tierra como confeti. El aire es denso y caliente, y el sol aparece de forma intermitente entre nubarrones negros en el oeste. Me siento al volante de la camioneta de carga, maravillada de que nadie me detenga.
Macon me escoltó fuera del Pabellón Bravo y por la acera todavía encharcada a causa de la tormenta, sin dar ninguna indicación de que algo no estuviese en orden o incluso fuera de lo habitual, pero no me lo creí. No podía imaginar que él o alguien, tal vez la propia alcaide, no fuese consciente de que Kathleen Lawler me había deslizado una comunicación que no debo tener. De vuelta en el puesto de control donde escanearon la mano debajo de una luz ultravioleta para dejar a la vista la contraseña «nieve» estampada en mi piel, no se dijo nada más allá de que Macon me diese las gracias por haber venido, como si mi visita a la prisión para mujeres de Georgia fuese algún tipo de favor al lugar. Le comenté que Kathleen temía por su seguridad y él me respondió con una sonrisa que a las internas les encanta contar «cuentos chinos», y que la única razón para el trasladado era garantizar su seguridad. Me despedí y me marché.
Estoy a punto de llegar a la confirmación de que mi sospecha inicial es correcta. Puede que mi conversación con Kathleen haya sido grabada, pero no nos filmaron con una cámara de vídeo. De lo contrario, cuando, con todo sigilo, me alargó la cometa por encima de la mesa, por lo menos lo hubiesen visto los guardias.
Sin duda alguna me habrían llevado de vuelta al despacho infestado de hiedra de la alcaide, donde me hubiesen obligado a entregar la hoja de papel doblada que noto en mi bolsillo trasero como si fuera una piedra o algo caliente. También se me ocurre que Kathleen no me hubiera pasado nada de haber sospechado que podrían pillarla, y tengo la sospecha cada vez mayor de que es parte de una manipulación más traicionera que cualquier cosa que pueda imaginar. Aunque en estos momentos no estoy en condiciones de decidir que acaba de aprovecharse de mí, me doy cuenta de que lo hizo.
Pongo en marcha el motor, y saco lo que me dio Kathleen al mismo tiempo que observo el aparcamiento para asegurarme de que no hay nadie cerca mirándome. Soy consciente de las estrechas ventanas cubiertas con tela metálica en los pabellones con los tejados de metal de color azul, del edificio de la administración de ladrillo rojo con columnas que acabo de dejar. El vapor se eleva del pavimento mojado y entra mezclado con el pesado aire caliente a través de la ventanilla abierta, y en un rincón del aparcamiento lleno me fijo en un Mercedes negro que parece un coche fúnebre, y una mujer sentada en su interior con el motor apagado, que habla por el móvil. Hace demasiado calor y mucha humedad para estar dentro de un coche con el aire acondicionado apagado y las ventanillas apenas bajadas. No parece estar prestándome ninguna atención. Estoy inquieta y nerviosa, y en este momento creo que tengo razones para estarlo.
Desde que Benton me dejó en Logan esta mañana, he tenido la sensación de que me vigilan o manipulan. Sin embargo, no tengo ninguna prueba tangible que pueda demostrarlo. Pero la sensación se ha fortalecido debido a otras cosas curiosas. Esta camioneta ridícula que nunca reservé, sucia y maloliente, con la guantera repleta de servilletas de papel y folletos de alquiler de barcos. Cuando intenté varias veces llamar a Bryce para quejarme, y le dejé un mensaje cáustico diciéndole que no me podía creer que una empresa de coches de alquiler de primera categoría pudiese tener algo como esto en su flota, no me respondió. No he tenido ninguna noticia de él en todo el día, como si mi jefe de personal me estuviese evitando. Luego está la información extraña que me han dado. Y ahora esto.
Despliego y aliso el trozo de papel blanco que plegaron con forma de diamante para dejarlo del tamaño de una pastilla para la tos. Escrito con un bolígrafo azul hay un número de teléfono que en un primer momento me es vagamente familiar, y luego me altera al situarlo. «Use un teléfono público», añade la nota escrita en letras de imprenta minúsculas, y no hay nada más, solo la directiva subrayada y el número del móvil de Jaime Berger. Se oscurece la tarde, llueve de nuevo, las gotas repican en el techo de la camioneta y pongo en marcha los limpiaparabrisas. Dejan arcos grasientos cuando lenta y ruidosamente barren el cristal, y recupero mi bolso de debajo del asiento. Observo el Mercedes negro que sale del aparcamiento, y veo una pegatina de «Buzo de la marina» en el parachoques, y me domina una sensación extraña. Entonces me doy cuenta de por qué.
Han revisado mi bolso. ¿Estoy segura? Creo que sí. Sí, estoy segura, me digo mientras reconstruyo lo que hice cuando llegué aquí hace varias horas. Le envié un mensaje a Benton y guardé el teléfono móvil en el bolsillo interior del bolso, donde siempre tengo el billetero, las credenciales, las llaves y otras cosas de valor.
Ahora mi teléfono está en el bolsillo lateral. Qué fácil y seguro revisar la camioneta mientras yo estaba en la cárcel. Los guardias tenían las llaves y yo estaba encerrada en el Pabellón Bravo hablando con Kathleen, pero no puedo pensar que hayan encontrado nada importante. Mi iPhone y el iPad están protegidos con una contraseña para que nadie pueda acceder a ellos, y no se me ocurre nada más de importancia. ¿Qué podrían haber estado buscando? Quizá los expedientes de un caso. O más probablemente algo que podría indicar que hoy vine aquí por razones distintas a las que mencioné a Tara Grimm. Enciendo el teléfono.
Mi primer impulso es llamar a mi sobrina Lucy y preguntarle sin rodeos si ha estado en contacto con Jaime Berger. Es posible que Lucy tenga una información que me pueda dar una pista sobre lo que está ocurriendo, sobre dónde me he metido, pero no me atrevo. Lucy no ha mencionado a Jaime desde que todos estuvimos juntos por última vez, hace unos seis meses, durante las vacaciones, y ella aún tiene que admitir que han roto, cuando sé que es así. Mi sobrina no se habría trasladado de Nueva York a Boston si no hubiera sido por una razón personal.
No se trata de dinero. Lucy no necesita dinero. Nada que ver con el deseo de aportar sus extraordinarios conocimientos de informática al Centro Forense de Cambridge, que solo comenzó a recibir casos el año pasado. No necesita trabajar para mí o el CFC.
Su decisión de trasladar toda su existencia es probable que se deba al temor a una pérdida que creía inevitable, e hizo lo que siempre ha hecho tan bien. Evitar el dolor y esquivar el rechazo de una manera agresiva. Sin duda puso fin a la relación antes de que Jaime tuviese la oportunidad de reaccionar, y en el momento en que Lucy lo hizo, ya se había organizado una nueva vida en Boston.
Mi sobrina tiene la costumbre de decirte que se va después de que se ha ido.
Me marcho de la GPFW por el mismo camino por donde vine, más allá del invernadero y el desguace de coches, y me pregunto dónde encontraré un teléfono público. Ahora no hay uno en cada esquina y no estoy segura de que deba llamar a Jaime ni a nadie. A Benton le preocupaba que se tratase de una trampa y estoy a punto de creer que tenía razón. ¿Por quién y por qué? Tal vez por la defensa de Dawn Kincaid. Quizá por algo mucho más siniestro. Dawn Kincaid intentó asesinarme y fracasó, y ahora quiere acabar la faena. La idea pasa a través de mi mente como una ráfaga del Ártico, y mi cabeza está empezando a dolerme como si volviese la resaca.
Tengo que alejarme de aquí todo lo que pueda. Es demasiado tarde para volar desde el aeropuerto Savannah Hilton Head, pero podría conducir hasta Atlanta, donde estoy segura de que conseguiré un vuelo a Boston esta noche. ¿En esta maldita camioneta?
Ya me imagino tirada en la cuneta, cerca de un pantano, en medio de la nada, y decido que lo más prudente es quedarme en Savannah como estaba previsto. No hagas nada precipitado. Sé prudente y lógica, me digo a mí misma mientras conduzco bajo la lluvia y la camioneta resopla y ratea, reduciendo la velocidad y acelerando a su aire. Las escobillas gastadas manchan el parabrisas con sonoras pasadas que dejan un rastro grasiento. La cabeza me duele como si tuviese una muela cariada y se me ha acabado el Advil, porque me tomé el último cuando venía en el avión.
Paso por delante de una concesionaria de camiones y un taller mecánico, y cada lugar por el que transito me parece aislado, impenetrable y siniestro, como si el mundo hubiese cerrado. No he visto otro coche en kilómetros y tengo la misma sensación extraña que noto justo antes de que suceda algo malo. Un silencio, un cambio en la realidad, una premonición que siempre precede a un anuncio trágico, la entrada de un caso brutal, un horror de una escena en la habitación que tengo delante. Mis pensamientos encuentran su camino de regreso a Lola Daggette.
No recuerdo mucho de los asesinatos del médico de Savannah y su familia, solo que fueron salvajes y que todavía quedan dudas sobre si hubo un autor o dos, o si el culpable, sea quien sea, tenía alguna relación con las víctimas. Recuerdo que estaba en un hotel en Greenwich, Connecticut, cuando oí por primera vez información sobre la familia asesinada «durante su sueño», tal y como se describió en todas las noticias. El 6 de enero de 2002. Coincidió en un momento en que yo estaba metida en casi todo lo que te puedes meter. Las carreras, las relaciones, las residencias y el mundo antes del 11S y el que tenemos desde entonces. Fue una etapa realmente terrible, tan desestabilizadora y deprimente como cualquier otra que pueda recordar, y yo estaba viendo las noticias de la noche y cenando en mi habitación cuando me enteré de los asesinatos en Savannah que presuntamente habían sido cometidos por una adolescente. Recuerdo su rostro joven que aparecía una y otra vez en la pantalla del televisor, y la mansión de estilo federal de las víctimas, el pórtico adornado con la cinta amarilla de la escena del crimen.
Lola Daggette.
Recuerdo que sonreía a las cámaras de televisión en su comparecencia y saludaba a la gente en la sala como si ella no tuviese ni la más mínima pista del problema en que se encontraba, y me llamó la atención el aparato de ortodoncia plateado y las manchas de la adolescencia en las mejillas regordetas. Parecía una niña inofensiva, aturdida por la atención y el drama, pero disfrutándolo, y me recordé a mí misma que las personas raras veces se parecen a lo que hacen. No importa cuántas veces me enfrento con ejemplos de este tipo, todavía me sorprendo y me estremezco por lo fácil que resulta hacer juicios basados en las apariencias. La mayoría de las veces nos equivocamos.
Aminoro la velocidad y salgo de la carretera para entrar en el aparcamiento de las primeras tiendas abiertas que he visto por aquí, un True Value Hardware, una farmacia y una armería, donde están aparcadas varias camionetas y todoterrenos, y un teléfono público junto a un cajero automático. Por supuesto tendría que haber un teléfono público y un cajero automático en una tienda donde el cartel de la fachada muestra un cuerpo dentro de un círculo rojo cruzado con una barra, y el lema: «No sea una víctima. Compre un arma». A través del cristal veo un armero a todo lo largo de la pared con rifles y escopetas y varios hombres reunidos delante de una vitrina, y a la izquierda de la puerta principal, un teléfono público negro, dentro de una caja de acero inoxidable fijada a la pared.