Authors: Patricia Cornwell
Le pregunté a la recepcionista si quien llamó era de mi oficina en Cambridge y dijo que creía que sí. Le pregunté si su nombre era Bryce Clark, pero ella no estaba segura. Le sugerí que probablemente era mi oficina llamando para confirmar, no cancelar, y que había sido un malentendido. No, y sacudió la cabeza. Por supuesto que no. La recepcionista dijo que la persona llamó para cancelar con la explicación de que la doctora Scarpetta estaba muy decepcionada por no poder viajar a Savannah, porque era una de sus ciudades favoritas, y que esperaba que no hubiese ningún cargo por la habitación, pese a tratarse de una cancelación en el último minuto. La excusa era que había perdido mi conexión en Atlanta y, por lo tanto, no podría llegar a tiempo para la cita que tenía. El hombre era muy hablador, comentó la recepcionista, y eso me convenció de que era mi Bryce, mi extrovertido jefe de personal que todavía tiene que devolverme la llamada.
La habitación cancelada es como la camioneta, como la nota de Kathleen Lawler y el teléfono público, como todo lo demás que ha ocurrido hoy, y me digo que muy pronto sabré de qué va todo esto. Abro la puerta y entro en una habitación con vistas al río en el momento en que un barco portacontenedores tan alto como el hotel se desliza en silencio con rumbo al mar. Llamo a Benton, pero él no responde. Le envío un mensaje de texto, donde le digo que voy a una reunión y le doy la dirección que Jaime me dio, porque alguien de confianza tiene que saber dónde voy a estar.
Pero no le digo nada más, no a quién voy a ver o que estoy inquieta y sospecho de casi todo el mundo. Abro mi bolsa de viaje, pienso en cambiarme de ropa y decido no molestarme.
Jaime Berger está en una misión en Lowcountry y al parecer encargó a Kathleen Lawler la tarea de organizar una reunión conmigo mientras estoy aquí. Es más, Jaime puede haberla utilizado para atraerme hasta aquí. Sin embargo, no importa lo mucho que analice la información que tengo, todo parece inverosímil y no puedo dejar de buscar con la esperanza de que tendrá sentido.
Pero parece del todo ilógico. Si Jaime está detrás de mi presencia hoy en la GPFW y sabe que pasaré la noche en este hotel, entonces ¿por qué necesita a una reclusa que me pase de tapadillo el número de un teléfono móvil? ¿Por qué Jaime no me llamó ella misma?
Mi número de móvil no ha cambiado. El suyo tampoco. Tiene mi dirección de correo electrónico.
Podría haberse puesto en contacto conmigo, llegar hasta mí directamente de muchas maneras. Y ¿por qué un teléfono público?
¿A qué venía a cuento? La camioneta, la reserva cancelada, y pienso en lo que Tara Grimm me dijo. Coincidencias. No soy alguien que crea en ellas, y tiene razón, al menos sobre los acontecimientos de la tarde. Son demasiadas coincidencias para que sean al azar y sin sentido. Suman algo, pero de verdad no puedo imaginar qué y más me vale dejarlo o acabaré loca. Me lavo los dientes y la cara, con ganas de darme una larga ducha o un baño caliente que ahora mismo no puedo permitirme por falta de tiempo.
Me observo en el espejo del lavabo y decido que se me ve marchita por el calor y la lluvia, por las horas pasadas en una prisión y conduciendo una camioneta que es un desastre y sin aire acondicionado, y no es esta la manera en que quiero que Jaime me vea.
No puedo definir del todo la manera como me hace sentir, pero reconozco la ambivalencia y la vergüenza, un cierto malestar que nunca se ha ido en todos los años que la conozco. Es irracional, pero al parecer no puedo evitarlo. Ver como Lucy la adoraba sin tapujos era indescriptible.
Recuerdo la primera vez, cuando se conocieron, hace más de una década, la animación de Lucy, pendiente de cada palabra y cada gesto de Jaime. Lucy no podía apartar sus ojos de ella y cuando finalmente se convirtió en lo que estaba destinado a ser muchos años más tarde, me sentí sorprendida y contenta. Desconcertada e inquieta. Por encima de todo, no confiaba en aquello. Pensaba todo el tiempo en que Lucy acabaría herida, de una manera como nunca en toda su vida. Ninguna de las mujeres con las que ha estado se puede comparar con Jaime, que tiene casi mi edad y sin duda es poderosa y convincente. Es rica. Es brillante. Es hermosa.
Escudriño mi pelo rubio corto y lo esponjo con un poco de gel, atenta al rostro que me devuelve la mirada. La luz es poco favorecedora y crea sombras que acentúan mis facciones fuertes, profundizan las líneas finas en las comisuras de los ojos y las arrugas poco profundas de la nariz a la boca. Se me ve cansada. Se me ve mayor. Jaime resumirá todo esto de un vistazo y dirá que lo que he estado pasando se ha cobrado su precio. Que hayas estado en un tris de ser asesinada ha dejado su huella. El estrés es tóxico.
Mata las células. Hace que se te caiga el pelo. El estrés agudo interfiere con el sueño y nunca se te ve descansada. No es que esté horrible. Es culpa de la iluminación, y pienso en las quejas de Kathleen Lawler, quejas sobre la mala iluminación y los espejos baratos, mientras recuerdo, incómoda, los comentarios recientes que hizo Benton.
Estás empezando a parecerte más a tu madre, comentó el otro día cuando se me acercó por detrás y me rodeó con sus brazos mientras me vestía. Dijo que era el estilo de mi corte de pelo, tal vez porque es un poco más corto, y lo dijo como un cumplido, pero yo no lo interpreté así. No quiero parecerme a mi madre porque yo no quiero ser en lo más mínimo como mi madre, ni tampoco como mi única hermana Dorothy, ellas todavía viven en Miami y siempre se quejan de una cosa u otra. Del calor, de los vecinos, de los perros de los vecinos, de los gatos salvajes, de la política, de la delincuencia, de la economía y, por supuesto, de mí. Soy una mala hija, una mala hermana y una mala tía para Lucy. Nunca las voy a visitar y las llamo en contadas ocasiones.
Has olvidado tu herencia italiana, me dijo mi madre hace poco, como si crecer en un barrio italiano en Miami de alguna manera me convirtiese en nativa de la vieja patria.
Fuera del hotel, el sol ha desaparecido detrás de los edificios de piedra y ladrillo a lo largo de Bay Street, y el aire es caliente pero no tan húmedo. La campana del Ayuntamiento toca la media hora y el fuerte sonido metálico me acompaña cuando bajo las empinadas escaleras de piedra hasta River Street, y camino por detrás y debajo del hotel. A través de ventanas en arco iluminadas en el nivel inferior veo que preparan la sala de fiestas para un evento, y luego tengo el río delante. Tiene un color añil profundo en la luz menguante de la noche que se acerca, y el cielo se está despejando, la luna enorme y en forma de huevo mientras se eleva, y las calles y las aceras están llenas de turistas que acuden a los cruceros al atardecer, los restaurantes y las tiendas. Unos ancianos venden flores amarillas rígidas, tejidas con hierbas aromáticas, el aire fragante con el aroma de vainilla de las hojas largas y delgadas, y oigo las notas distantes y sentimentales de una flauta nativa americana.
Soy muy consciente de todo a medida que camino. Me fijo en todas las personas, pero no miro directamente a nadie. ¿Quién más sabe que estoy aquí? ¿A quién más le importa y por qué? Camino con una decisión que no siento de verdad, con el deseo de entrar en uno de los excelentes restaurantes y olvidarme de Jaime Berger y lo que puede querer de mí. Deseo olvidarme de Kathleen Lawler y su siniestra hija biológica y el horror de lo que le sucedió a Jack Fielding, que fue peor que la muerte. Jack degeneró en algo irreconocible en aquellos seis meses que estuve en la base aérea de Dover, en un curso de patología radiológica para que pudiésemos empezar a hacer las tomografías computarizadas o las autopsias virtuales, en mi nueva sede en Cambridge.
Había dado a Jack la oportunidad de su vida, confié en él para que dirigiese el lugar mientras yo estaba ausente y lo que hizo fue casi arrasarlo.
Podría haber sido por las drogas que tomaba, su hija convertida en una bestia enloquecida, y algo de lo que hizo pudo haber sido por dinero. Lo que no diré a nadie es que Jack está mejor muerto, y yo estoy agradecida por no haber tenido que enfrentarme a él y despedirle de una vez para siempre. No me puedo imaginar qué pensaba, a menos que no le importase, pero nos evitó a ambos el enfrentamiento más vil y brutal, y eso es exactamente lo que habría sido. Un cara a cara que había tardado toda una vida en llegar y que él hubiese perdido de manera decisiva. Tenía que haber sabido que cuando volviese a casa descubriría todo lo malo que estaba haciendo, todas las violaciones a cual más repugnante, que descubriría todos sus actos inmorales y egoístas. Jack Fielding sabía que estaba acabado. Sabía que no le perdonaría. Sabía que no lo aceptaría de nuevo o que esta vez no le protegería.
Cuando Dawn Kincaid le mató ya estaba muerto.
De un modo extraño, darme cuenta de todo esto me ha dado una satisfacción inesperada y ha hecho que sintiera un poco más de respeto por mí misma. He cambiado y es para bien. En realidad no se puede amar incondicionalmente. La gente puede arrancarte el amor a golpes. Puede matarte y no es culpa tuya que ya no lo sientas. ¡Y qué liberador es darse cuenta por fin de que es así! El amor no es para bien o para mal, a las duras y las maduras. Sé muy bien que no debería decirlo, pero si Jack siguiese vivo, no le querría. Cuando examiné su cadáver en el sótano de su casa de Salem, no sentí amor por él. Estaba rígido y frío bajo mis manos, inflexible y obstinado, aferrado a sus sucios secretos en la muerte de la misma manera que hizo en vida, y una parte de mí se alegró de que se hubiese ido. Sentí alivio. Agradecimiento. Gracias por la libertad, Jack. Gracias por haberte ido para siempre y no tener que sentirme obligada a desperdiciar más de mi vida en ti.
Doy un paso para quitármelo de mi mente, para armarme de valor, para enjugarme los ojos, y espero que no estén rojos. Voy por Houston Street, lejos del río, y la campana del Ayuntamiento toca nueve veces. Me adentro en el centro histórico, giro a la derecha en East Broughton y me detengo en Abercorn de la OwensThomas House, una antigua mansión de piedra caliza y columnas jónicas, construida hace dos siglos y que ahora es un museo. A su alrededor hay otros bellos edificios y casas de antes de la guerra civil y recuerdo la vieja casa de ladrillo de tres pisos que vi en las noticias hace nueve años. Me pregunto dónde vivieron los Jordan y si puede ser cerca de aquí, y si el asesino o asesinos tenían a la familia en su objetivo, o si fueron víctimas al azar de la oportunidad. La mayoría de la gente de esta zona tiene alarmas antirrobo y me fastidia que los Jordan no tuviesen protección, incluso la gente rica debería protegerse mejor que nadie.
Pero si pensabas irrumpir en una casa de gente rica en las horas de la madrugada, cuando la familia estuviera dormida, ¿no se te hubiese ocurrido en primer lugar que había una alarma conectada? Advertí en los artículos que ojeé mientras estaba aparcada delante de la armería que Clarence Jordan había salido la tarde del sábado del 5 de enero para ir a su trabajo de voluntario en un refugio de emergencia para hombres, y regresó a su casa a las siete y media de la tarde. No se mencionaba la alarma y por qué no se molestó en conectarla cuando se fueron a dormir, pero al parecer no lo hizo. La alarma no podría haber estado conectada cuando el robo se produjo en algún momento después de la medianoche del día siguiente.
El asesino —supuestamente Lola Daggette— rompió el vidrio de la puerta de la cocina en la planta baja, metió la mano por el agujero, quitó el cerrojo y entró. Si aceptamos que el sistema de alarma no tenía sensores de rotura de cristales o de movimiento, debería de tener contactos, e incluso si el asaltante sabía el código, en el instante que se abrió la puerta, la alarma hubiese sonado, con pitidos o timbrazos hasta que se desactivase el sistema. Es difícil imaginar que cuatro personas continuasen durmiendo con tanto jaleo. Quizá Jaime tiene la respuesta. Tal vez Lola Daggette le ha dicho lo que sucedió en realidad y estoy a punto de descubrir por qué estoy aquí y qué tengo que hacer con lo que sea.
Estoy en la acera en la oscuridad, disipada a medias por el brillo de las altas farolas de hierro, y llamo a mi abogado Leonard Brazzo. Es aficionado a las parrillas y, cuando atiende el móvil, me dice que está en Palm y que el lugar está abarrotado.
—Espera, que salgo afuera. —Su voz suena en mi auricular inalámbrico—. Vale, mejor —añade, y oigo las bocinas de los coches—. ¿Cómo te ha ido? ¿Cómo estaba ella? —Se refiere a Kathleen Lawler.
—Mencionó algo de unas cartas que Jack le escribió —respondo—. No recuerdo que encontrasen cartas y no vi ninguna cuando revisé sus efectos personales en su casa de Salem. Pero es posible que nadie me mencionase las cartas —añado mientras observo el edificio de ladrillo blanco donde se hospeda Jaime Berger al otro lado de la calle, ocho pisos con grandes ventanas de guillotina.
«Estaba hasta los cojones de usted.»
—No tengo ni idea —contesta Leonard—. ¿Pero por qué Jack iba a tener las cartas que le escribió a ella?
—No lo sé.
—¿A menos que se las devolviese en algún momento? Perdón por el viento. Espero que me oigas.
—Solo te repito lo que dijo.
—El FBI —dice—. No me sorprendería que obtuvieran una orden judicial para buscar en su celda o donde quiera que pudiese tener guardados efectos personales, en busca de cartas o cualquier otro tipo de comunicación referente a Jack Fielding o Dawn Kincaid.
—Y nosotros no necesariamente lo sabríamos —comento.
—No. La policía, el Departamento de Justicia no se verían obligados a compartir las cartas con nosotros. Si es que existen.
Por supuesto que no se verían obligados a compartir. No soy yo quien se enfrenta a un juicio por asesinato o intento de asesinato, y esa es la ironía que más duele. Durante la fase de apertura, Dawn Kincaid y su equipo legal tienen el derecho de acceso a todas las pruebas que la fiscalía ha obtenido incluidas las cartas con burlas referentes a mi persona, que Jack podría haberle escrito a Kathleen Lawler. Pero no me dirán nada de ellas o de su contenido hasta que se presenten en el juicio y se usen en mi contra. Las víctimas no tienen derechos cuando están siendo victimizadas y unos pocos durante la lenta y tediosa rutina del proceso de la justicia penal. Las heridas no se curan, sino que se siguen reabriendo por obra de los abogados, los medios de comunicación, los jurados, los testigos que declaran que alguien como yo se lo había ganado a pulso o lo causó.
«Solía decir que no tiene ni idea de lo dura que es con las personas una puta que necesitaba que se la follasen.»