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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (12 page)

BOOK: Niebla roja
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—No es exactamente que esté cambiando de empleo, Doc.

—¿No es exactamente? Así que te ha metido en algo. Ya tendrías que saber cómo es.

Jaime Berger es tan calculadora que casi espanta, y Marino no es rival para ella. No lo era en su etapa de investigador en el Departamento de Policía de Nueva York cuando lo asignaron a su oficina y no es rival ahora y nunca lo será. Sea cual sea la razón que le ha dado para justificar su presencia aquí y cómo me ha manipulado para involucrarme en lo que parece nada menos que una maquinación calculada, no es toda la verdad o ni siquiera se acerca.

—Estás trabajando para ella de facto, porque estás aquí a su disposición —agrego—. Desde luego no trabajas para mí cuando cambias mi coche, cancelas mi hotel y te confabulas con ella a mis espaldas.

—Estoy trabajando para ti, pero también la ayudo a ella. No he dejado el trabajo, Doc —dice con una amabilidad sorprendente para Marino—. Yo no te haría una putada como esa.

No le digo que ha hecho un montón de putadas en los veintitantos años que hace que le conozco y trabajo con él, y no puedo dejar de pensar en lo que dijo Kathleen Lawler. A cada instante pasa por mi mente. Jack Fielding le escribió a ella a principios de la década de 1990, le escribió en hojas de papel pautado, como un colegial; un inmaduro colegial malvado que me detestaba. Él y Marino creían que necesitaba humanizarme, ser follada a base de bien, y por un instante el Marino que tengo delante de mí es el Marino de aquel entonces.

Le imagino en el interior de su Crown Victoria azul oscuro con todas sus antenas y luces de emergencia y las bolsas de comida rápida arrugadas, el cenicero repleto, el aire cargado con el olor rancio de los cigarrillos que los ambientadores colgados en el espejo retrovisor no podían eliminar. Recuerdo el desafío en sus ojos, la forma en que miraba con todo descaro, para dejar bien claro que yo podría ser la primera mujer jefe médico forense de Virginia, pero que para él era tetas y culo. Recuerdo volver a casa al final de cada día en la capital de la Confederación a la que ciertamente no pertenecía.

—¿Doc?

Richmond. Donde no conocía a nadie.

—¿Qué?

Recuerdo lo sola que estaba.

—Eh. ¿Estás bien?

Me concentro en el Marino que ha vivido unos veinte años desde entonces, que me domina con su estatura, tan calvo como una pelota de béisbol y curtido por el sol.

—¿Y si Kathleen Lawler se hubiera negado a participar en este juego, sea lo que sea? —pregunto—. ¿Qué hubiera sucedido si no me hubiese dado el trozo de papel con el número de teléfono de Jaime? Entonces, ¿qué?

—Me preocupaba esa parte. —Se acerca a una ventana y mira la noche—. Sin embargo, Jaime sabía a ciencia cierta que Kathleen te daría la nota —dice de espaldas a mí y mira la calle, lo más probable en busca de Jaime.

—Ella lo sabía a ciencia cierta. Comprendo —respondo—. No salto de alegría.

—Sé que no estás contenta, pero hay razones. —Se acerca un poco y se detiene—. Jaime no podía llegar hasta ti directamente en esta etapa de las cosas. Lo más seguro era que tú hicieses la primera llamada y hacerlo de una manera que no pudiese ser detectada.

—¿Es una estrategia legal o se está protegiendo por alguna razón?

—No puede quedar rastro de que Jaime propició esta reunión, de que te buscó en este momento, así de claro y sencillo —dice—. Te encontrarás con ella mañana, de manera oficial, en la oficina del forense cuando estéis allí por temas profesionales, pero nunca estuviste aquí. Ni aquí ni ahora.

—Quiero asegurarme de que lo he entendido bien. Se supone que debo fingir que no estoy aquí ahora y que no he visto a Jaime esta noche.

—Así es.

—Se espera que esté de acuerdo con la mentira que vosotros dos habéis inventado.

—Es necesario y para tu propio bien.

—No tengo planes de encontrarme con nadie y no tengo idea de cuáles son los temas a los que te refieres.

Pero tengo la sensación de saberlo cuando pienso en los expedientes de las autopsias de la familia Jordan asesinada y cualquier prueba de los casos archivados en la oficina del médico forense y los laboratorios forenses locales.

—Me voy por la mañana —añado.

Devuelvo la atención a los archivadores de acordeón apilados en el suelo junto a la mesa. Cada uno tiene una etiqueta de color diferente y están marcadas con iniciales o abreviaturas que no identifico.

—Te recogeré mañana a las ocho.

Marino está de pie en el centro de la habitación como si no supiese qué hacer consigo mismo, y su gran presencia física parece reducirlo todo a su alrededor.

—Tal vez sería útil que me dijeses de qué va la reunión.

—Es difícil hablar contigo cuando estás tan cabreada.

Me mira desde lo alto; no me gusta cuando estoy sentada y él no.

—Que yo sepa, trabajas para mí, no para Jaime. Se supone que es a mí a quien debes ser leal, no a ella ni a nadie más. —Sueno furiosa, pero lo que estoy es dolida—. Me gustaría que te sentases.

—Si te hubiese dicho que quería ayudar a Jaime, que quería hacer algunas cosas un poco diferentes de la manera como las he estado haciendo, me hubieses dicho que no.

Se oyen los crujidos del cuero cuando se acomoda en el sillón.

—No sé a qué te refieres o cómo puedes saber lo que podría decir. —Siento que me acusa de ser difícil.

—No tienes la menor idea de lo que está pasando, porque nadie está en posición de decírtelo abiertamente. —Se inclina hacia delante, sus grandes brazos sobre sus rodillas desnudas, que son del tamaño de tapacubos pequeños—. Hay personas que quieren destruirte.

—Creo que se ha establecido que hay... —comienzo a decir, pero no me deja acabar.

—No. —Sacude la cabeza calva y la sombra de barba en su poderosa mandíbula bronceada parece arena—. Puedes creer que lo sabes pero no. Quizá Dawn Kincaid no pueda tocarte mientras está encerrada en el nido del cuco, pero hay otras formas y otras personas. Tienen planes para hacerte caer.

—No me puedo imaginar cómo iba a comunicar sus intenciones ilegales o violentas sin que el personal de Butler lo supiera, sin que lo supiera la policía, sin que lo supiera el FBI, sin saber... —digo, muy razonable y fría, mientras intento apartar de mi ánimo la emoción y el calor de la furia, no sentirse herida hasta la médula por los comentarios burlones que Jack y Marino hicieron hace unos veinte años, sobre lo que de verdad opinaban de mí, cómo me ridiculizaban y aislaban.

—Es muy fácil. —Su mirada está fija en la mía—. Para empezar, sus abogados de mierda. Pueden comunicarse con ella en privado de la misma manera como Jaime lo hizo con Kathleen Lawler. Si te preocupa que te estén filmando o grabando, te comunicas por escrito. Pasas notas. Escribes en un bloc y tu cliente lo lee y no dice nada.

—Dudo mucho que los abogados de Dawn Kincaid hayan contratado a un asesino a sueldo, si eso es lo que estás sugiriendo.

—No sé si no contratarían a un asesino a sueldo —señala—. Pero ellos quieren verte destruida y en la cárcel. Corres mucho peligro, lo mires por donde lo mires.

Veo que cree a pie juntillas lo que acaba de decir, y me pregunto cuánto procede de Jaime. ¿Qué ha inventado y por qué?

—Sospecho que corrí mucho más riesgo conduciendo tu camioneta que no que me liquidase un asesino a sueldo —respondo—. ¿Qué hubiera ocurrido si me hubiese dejado tirada en medio de la nada?

—Me hubiese enterado si tenías una avería. Sabía exactamente dónde estabas todo el día, hasta llegar a la armería a dos kilómetros al norte de Dean Forest Road. Tengo un dispositivo de rastreo GPS en mi camioneta y puedo ver dónde se encuentra en un mapa de Google.

—Esto es ridículo. ¿Quién orquestó todo esto y cuál es la verdadera razón? —pregunto—. Porque yo no creo que fuese idea tuya. ¿Jaime está aquí hablando con Lola Daggette? ¿Qué puede eso tener que ver conmigo? ¿O contigo? ¿Qué es lo que quiere en realidad?

—Hace unos dos meses, Jaime llamó al CFC. Yo estaba en la oficina de Bryce y me puse al teléfono, y ella dijo que estaba siguiendo una información relacionada con Lola Daggette, que resultaba estar en la misma prisión que Kathleen Lawler. Al parecer, a Jaime solo le interesaba saber si yo sabía algo de Lola Daggette, si había alguna razón para que su nombre apareciera durante la investigación de Dawn Kincaid.

—Y tú nunca me lo comunicaste —le interrumpo.

—Pidió hablar conmigo, no contigo —dice, como si Jaime Berger fuese la directora del CFC o quizá lo fuera Marino—. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que su llamada no era lo que parecía ser. Para empezar, en el identificador de llamadas no apareció la oficina del fiscal. Apareció como desconocido. Llamaba desde su apartamento en mitad del día, algo que me pareció extraño. Luego dijo: «Las cosas son tan profundas que necesito airearme, salir a respirar». Cuando yo trabajaba para ella, este era nuestro código y significaba que tenía que hablar conmigo en privado, no por teléfono. Así que me fui sin más a South Station y tomé el tren de alta velocidad a Nueva York.

Marino no se disculpa, está muy seguro de lo que hace y dice.

No tiene reparos por lo que me ha ocultado durante dos meses, porque la hábil y astuta Jaime Berger lo ha movido como a un peón de ajedrez. Sabía a la perfección lo que estaba haciendo cuando le llamó y le habló en código.

—Solo me sorprende —añade— que vivas en la misma maldita casa que el FBI y no sepas que tienes los teléfonos pinchados.

Se arrellana en el sillón de cuero y cruza sus piernas gruesas, y veo los restos de una fuerza pasada que debió de ser formidable.

Recuerdo las fotografías que he visto de sus tiempos de boxeador.

Un peso pesado y un bruto, no hay nada civilizado en él. ¿Cuántas personas deben andar por ahí con lesiones en la cabeza hechas por él? ¿A cuántas personas les causó daños cerebrales? ¿Cuántos rostros destrozó?

—Leen tus emails —dice mientras advierto las cicatrices pálidas en sus rodillas grandes y me pregunto cómo se las hizo—. Puede que te sigan el rastro, que te persigan.

Me levanto del sofá.

—Ya sabes cómo funciona. —Su voz me sigue a la muy bien equipada cocina de Jaime Berger que no parece usada—. Pueden conseguir una orden judicial para espiarte y luego informarte de ello cuando ya sea demasiado tarde.

9

No le ofrezco nada de beber. No le ofrezco nada cuando abro la nevera y miro los estantes de cristal. Vino, agua mineral, CocaCola light, yogur griego, wasabi, jengibre encurtido y salsa de soja baja en sal.

Abro los armarios y encuentro muy poco en el interior, solo la vajilla barata que puedes esperar en un apartamento de alquiler amueblado. Sal y pimienta, pero ninguna otra especia, una botella de cuarto de Johnny Walker Blue. Cojo una botella de agua de la despensa, donde hay más bebidas dietéticas, una variedad de vitaminas, analgésicos y antiácidos, y reconozco el patrón desolado de una vida que se ha detenido. Sé lo que hay en los armarios, las alacenas y las neveras de las personas aterrorizadas por la pérdida. Jaime no se ha recuperado de perder a Lucy.

—¿Cómo diablos se las ingenia para ocultarte algo como esto?

—Marino no deja de hablar de Benton—. Yo no lo hubiese hecho. Me importa una mierda el protocolo. Si yo sabía que los federales iban a por ti. Te diría que les den por el saco, que es exactamente lo que estoy haciendo mientras él está sentado, tan tranquilo, y es el chico bueno del buró, que juega según las reglas, sin hacer una puta mierda, mientras su propia maldita agencia investiga a su esposa. Como tampoco no hizo ni una puñetera cosa la noche que pasó sentado frente al fuego con una copa mientras salías sola a la maldita oscuridad.

—No fue así.

—Sabía que Dawn Kincaid y tal vez otros estaban en libertad, y te dejó salir sola en plena noche.

—No es lo que pasó.

—Es un milagro que no estés muerta. Le culpo, maldita sea. Se podría haber acabado en un abrir y cerrar de ojos, porque Benton no se podía molestar.

Camino de vuelta al sofá.

—No se lo perdonaré.

Como si fuese a Marino a quien le tocase perdonar, y yo me pregunto qué ha conseguido Jaime despertar en él contra Benton.

¿Cuánto atizó los celos que siempre están ahí, listos para lanzarse o golpear a la menor provocación?

—No quería que vinieses aquí, pero no se ofreció voluntario para venir contigo, ¿verdad? —dice Marino en voz alta, con vehemencia, y pienso en las cartas, en lo inseguro y egoísta que puede ser.

Cuando me nombraron jefa médica forense de Virginia, y Marino era detective estrella de Richmond, no pudo haber sido más adusto y desagradable. Hizo lo que pudo para echarme del trabajo hasta que se dio cuenta de que más le valía tenerme como aliada y amiga. Quizá sea, después de todo, lo que le motiva de verdad. Mi autoridad y la manera en que he cuidado de él. Es mejor tenerme de su lado. Es mejor tener un buen trabajo, especialmente cuando los buenos trabajos son pocos y distantes entre sí, y se va haciendo mayor. Si lo despidiera, tendría suerte si lo contrataran como un maldito guardia de Pinkerton, pienso furiosa, y al instante me siento destrozada por dentro y al borde de las lágrimas.

—Yo no hubiese querido que Benton viniese a Savannah conmigo y desde luego no podría haber ido a la prisión. No habría sido posible —le contesto y bebo agua de la botella—. Incluso si lo que dices es cierto y el FBI me está investigando por alguna ridícula razón infundada, Benton seguro que no lo sabe.

Me siento de nuevo en el sofá de cuero.

—No se lo dirían —continúo y me repito a mí misma mientras pienso en los comentarios de Kathleen Lawler sobre mi reputación, y que, a diferencia de ella, tengo una que perder.

Recuerdo haberme sentido alertada por lo que pareció una alusión, como si me estuviera advirtiendo y disfrutase con la idea de que el destino me tenía reservado algún infortunio. Pienso en las cartas, en lo que ella dice que está en ellas, y me quedo atónita por cómo me siento de herida. Después de veintitantos años, no debería importarme, pero me importa.

—¿Cómo puede trabajar en inteligencia criminal del puto FBI y no saberlo? —pregunta Marino con firmeza, y es en momentos como este que me doy cuenta de lo mucho que detesta a Benton.

Marino nunca aceptará que Benton y yo estemos casados, que puedo ser feliz, que mi marido, aparentemente distante, tenga una dimensión y un atractivo que él nunca comprenderá.

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