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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (13 page)

BOOK: Niebla roja
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—Vamos a empezar por cómo es que tú lo sabes —le pregunto a mi vez.

—Porque los federales han enviado al CFC una orden de conservación para que nada se borre de nuestro servidor —responde—. Eso me dice que llevan tiempo metidos en él. Están buscando en tus emails, quizá también en otras cosas que estén allí.

—¿Por qué no sé nada de una orden judicial emitida para mi oficina?

Pienso en las informaciones muy delicadas que hay en el servidor del CFC, algunas de ellas clasificadas como secretas e incluso como de máximo secreto por el Departamento de Defensa.

—¡Mierda! —exclama Marino—. ¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¿Has oído lo que te acabo de decir? El FBI te está investigando. Eres un objetivo.

—Desde luego lo sabría si soy un objetivo. Estaría a las puertas de ser acusada de un delito federal y ellos me entrevistarían. Me habrían puesto delante de un gran jurado. Ahora ya estarán en contacto con Leonard Brazzo. ¿Por qué nadie me ha hablado de una orden judicial? —repito.

—Porque se supone que no debes saberlo. Se supone que yo tampoco debería saberlo.

—¿Lucy está enterada?

—Es la responsable de las comunicaciones. Ella tiene la responsabilidad de que no se elimine nada en el servidor.

Es evidente que Lucy se lo contó a Marino. Pero a mí no me lo dijo.

—En cualquier caso, nosotros no tenemos nada que borrar, y una orden de conservación no significa que hayan mirado nada.

Solo intentan asustar. Marino no es abogado y Jaime le ha incitado hasta ponerle a tope por alguna razón que sirve a sus propósitos.

—Te comportas como si esto no fuese importante.

Su expresión es de incredulidad.

—En primer lugar, mi caso está siendo juzgado en una corte federal —le contesto—. Por supuesto, los federales, el FBI podría estar interesado en los archivos electrónicos, en particular los archivos de Jack, porque sabemos que estaba metido hasta el cuello en una serie de actividades ilegales y con personas peligrosas, mientras yo estaba en Dover y, lo más importante, la relación con su hija Dawn Kincaid. El FBI ya ha estado buscando en sus comunicaciones, cualquier cosa que pudiese haber y todavía no han terminado. Por lo tanto, me esperaría una orden de conservación.

Pero no es necesaria y en cualquier caso, ¿qué podría borrar? ¿Un itinerario para un viaje a Georgia? Me sorprende que Lucy haya logrado callárselo.

—Todos nosotros podríamos ser acusados de obstrucción a la justicia —dice.

—Pues yo estoy segura de que Jaime ha sido quien te ha metido esa preocupación en la cabeza. ¿Ha hablado también con Lucy?

—No habla ni con Lucy ni de ella. —Confirma mi creencia de que Jaime y Lucy no están en contacto—. Le dije a Lucy y Bryce que ellos serían los que te enviarían a la cárcel si no iban con cuidado y comenzaban a decirte cosas que se supone que no sabes.

—Te agradezco que les animases a mantenerme fuera de la cárcel.

—No es gracioso.

—Desde luego que no. No me gusta la sospecha de que si me dieran la información, mi respuesta sería hacer algo ilegal, como eliminar los archivos. Siempre estoy bajo vigilancia, Marino. Cada maldito día de mi vida. ¿Qué te ha dicho Jaime que te ha puesto tan agitado y paranoico?

—Ellos están interrogando a las personas que te conocen. En abril, dos agentes del FBI fueron a su apartamento.

Me siento traicionada, no por el FBI, Benton o Jaime, sino por Marino. Las cartas. Nunca supe que él me ridiculizaba, me menospreciaba ante el hombre que era mi pupilo, mi protegido Jack. Yo estaba empezando y Marino estaba envenenando a mi equipo a mis espaldas.

—Ellos querían preguntar a Jaime sobre tu carácter, porque te conocía personalmente y teníais una historia en común, que se remontaba a nuestros días en Richmond. —Es Marino quien habla, pero lo que oigo es lo que Kathleen Lawler dijo sobre las cartas—. Querían arrinconarla antes de que desapareciera en el sector privado —añade—. Tal vez incluso por rencor. La política. Sus problemas con la policía de Nueva York...

—Sí, mi carácter —le espeto antes de poder controlarme—. Porque soy una persona horrible con quien trabajar. Muy difícil. Alguien que solo puede relacionarse con los demás si están muertos.

—¿Qué...?

—Quizás estoy a punto de ser acusada por ser difícil. Un ser humano abominable que hace infelices a las personas que tiene a su alrededor y les arruina la vida. Tal vez debería ir a la cárcel por ello.

—¿Qué diablos te pasa? —Me mira fijamente—. ¿De qué estás hablando?

—Las cartas que Jack escribía a Kathleen Lawler —contesto—. Supongo que nadie ha querido mostrármelas. Por lo que tú y Jack decíais de mí en nuestros días de Richmond. Los comentarios que hizo y los que tú hiciste y él repitió en cartas que escribió a Kathleen.

—No sé nada de ninguna carta. —Marino está sentado en el filo del sillón, con una expresión en blanco en su cara—. No había ninguna carta en su casa que fuese para o de Kathleen Lawler. No tengo idea de lo que ella pudo haber dicho de él, si es verdad que él le escribió. Pero lo dudo.

—¿Por qué lo dudarías? —exclamo, incapaz de detenerme.

—Nunca se quedó Jack solo mucho tiempo y a ninguna de sus esposas o novias le hubiese hecho muy feliz saber que intercambiaba cartas con la mujer que abusó sexualmente de él cuando era un niño.

—Se comunicaban por email. Es un hecho probado.

—Diría que sus esposas o novias no tenían acceso a su correo electrónico —admite Marino—. Pero las cartas que llegan a los buzones de correo, las cartas guardadas en cajones o en otros lugares, es un riesgo que no puedo imaginar que Jack corriese.

—No trates de hacerme sentir mejor.

—Estoy diciendo que nunca vi ninguna carta y que Jack ocultó cualquier mierda de Kathleen Lawler —continúa—. En todos los años que le conocí nunca la mencionó, ni a ella ni a lo que le ocurrió en aquel rancho. No sé todo lo que dije hace tanto tiempo. Para ser sincero, probablemente no era muy agradable. A veces, al principio, me comportaba como un imbécil cuando asumiste el cargo de jefe, y no deberías escuchar las estupideces de una reclusa de mierda. Sea verdad o no lo que te dijo Kathleen Lawler, ella quería hacerte daño y lo consiguió.

No digo nada mientras nos miramos el uno al otro.

—No sé por qué Jaime se demora tanto. —Se levanta de repente y mira de nuevo por la ventana—. No sé por qué estás tan cabreada conmigo, a menos que estés muy cabreada con Jack.

Hijo de puta de mierda. Vale, tienes que estar cabreada con él.

Maldito mentiroso de mierda. Después de todo lo que hiciste por él. Está muy bien que Dawn Kincaid se lo cargase primero, porque si no, quizá lo hubiese hecho yo.

Continúa mirando por la ventana, de espaldas a mí, y permanezco sentada en silencio. El estallido ha pasado como una violenta tormenta que se desató de la nada, y estoy sorprendida por lo que Marino dijo hace un momento de Jaime Berger. Cuando por fin le hablo a su espalda corpulenta, le pregunto si aquello de que Jaime ha desaparecido en el sector privado lo ha dicho en sentido literal.

—Sí —responde sin darse la vuelta—. Literalmente.

Añade que ella ya no está en la oficina del fiscal de distrito del condado de Manhattan. Renunció. Lo dejó. Al igual que muchos de los fiscales más prestigiosos, se ha pasado al otro bando. Casi todos acaban por hacerlo con el tiempo, abandonan trabajos mal remunerados e ingratos en los grises despachos gubernamentales plagados de burócratas, hasta terminar hartos del desfile interminable de tragedias, los parásitos, los matones despiadados y los tramposos. La gente mala haciendo cosas malas a la gente mala.

A pesar de la percepción del público, las víctimas no siempre son inocentes o incluso dignas de compasión. Jaime solía comentar que tenía la suerte de que mis pacientes no me mentían. Era como ver volar a un elefante cuando un testigo o una víctima le decía la verdad. Creo que es más fácil si están muertos, dijo, y tenía razón por lo menos en una cosa. Es mucho más difícil mentir cuando estás muerto.

Pero nunca pensé que Jaime se pasaría al sector privado. No creo que su decisión estuviese impulsada por el dinero, mientras escucho a Marino describir su rechazo a una fiesta por su retiro, o cualquier tipo de despedida, ni siquiera un aperitivo, un pastel o una copa en el pub local después del trabajo. Se marchó en silencio y sin fanfarria, casi sin previo aviso, más o menos por el mismo tiempo que llamó al CFC para preguntar por Lola Daggette, y sé que algo ha sucedido. No solo a Jaime, sino a Marino. Intuyo que en cierto modo ha cambiado el rumbo de la vida de ambos, y me decepciona no haberlo sabido antes. Es muy triste que ninguno de ellos pensara que podía decírmelo.

Quizás es verdad que soy muy dura con las personas, y oigo los comentarios crueles de Kathleen Lawler y veo la expresión triunfante en su rostro cuando los hace, como si hubiera estado esperando la mayor parte de su vida para hacerlos. Estoy destrozada. Me doy cuenta de lo destrozada que estoy y es porque sé que hay algo de verdad en lo que dijo Kathleen. Yo no soy fácil. Es un hecho que nunca he tenido amigos. Lucy, Benton, algunos antiguos compañeros de trabajo. Y a lo largo de todo esto, Marino.

Por mal que hayan estado las cosas, todavía está aquí y no quiero que eso cambie.

—Tengo la sensación de que no es todo lo que Jaime pidió cuando llamó al CFC —le digo, y no hay nada acusatorio en mi tono—. Sospecho que no es una coincidencia que cuando telefoneó al CFC y tú tomaste el tren a Nueva York, también empezaste a hablar de barcos, de pesca y a echar de menos el sur.

—Nos llevamos mejor cuando no trabajo para ti. —Se da la vuelta y se sienta de nuevo en el sillón—. Solía sentirme mejor conmigo mismo cuando me llamaban como experto, ya sabes, como detective de homicidios, un sargento detective con una división de primera en lugar de trabajar para tu oficina, trabajando para la oficina de Jaime, otra vez trabajando para tu oficina. Soy un detective de homicidios experimentado y capacitado en la escena del crimen y la investigación de una muerte. Mierda, ¿todo lo que he hecho y visto? No quiero pasar el resto de mis días atrapado en un pequeño cubículo en algún lugar a la espera de recibir órdenes, esperando que algo suceda.

—Te vas —digo—. Es lo que estás tratando de decir.

—No exactamente.

—Te mereces la vida que deseas. Te la mereces más que nadie que conozca. Me decepciona que creas que no podías compartir lo que sientes. Es probable que sea lo que más me preocupa.

—No quiero irme.

—Suena como si ya te hubieses ido.

—Quiero ser un contratista privado —explica—. Jaime y yo hablamos del tema cuando fui a Nueva York. Ella trabaja por su cuenta y me dijo que yo debería pensármelo, que podía utilizar mi ayuda en algunos casos, y sé que tú puedes utilizar mi ayuda. No quiero ser propiedad de nadie.

—Nunca me pareció que fueses mío.

—Me gustaría tener un poco de independencia, un poco de autoestima. Sé que no puedes entenderlo. ¿Por qué alguien como tú podría alguna vez carecer de autoestima?

—Te sorprenderías —contesto.

—Quiero tener un lugar pequeño junto al agua, montar en motocicleta, ir a pescar y trabajar para la gente que me respeta.

—¿Jaime te contrató como consultor en el caso de Lola Daggette?

—No me paga. Le dije que no podía hacerlo hasta que no cambiara mi condición con el CFC, y que en algún momento hablaría del tema contigo —dice Marino, cuando oigo el sonido metálico de una llave en la cerradura y se abre la puerta.

Jaime Berger entra y huelo el apetitoso olor de la carne. Huelo las patatas fritas y las trufas.

10

Deja dos bolsas grandes de papel azul en la encimera de mármol de la cocina y parece muy relajada y contenta para ser una fiscal de Nueva York o incluso una antigua fiscal que ha puesto en marcha una operación clandestina en la costa de Georgia, lo que requiere cámaras de seguridad y lo que sospecho que es una pistola oculta en el bolso de cuero marrón que cuelga de su hombro.

Su pelo oscuro tiene un corte elegante, un poco más largo del que recuerdo, con rasgos bien definidos y muy bonitos, y ella es tan ágil como una mujer de la mitad de su edad, vestida con unos vaqueros desteñidos y una blusa blanca que lleva por fuera. No lleva joyas y muy poco maquillaje, y si bien puede engañar a la mayoría de la gente, a mí no puede engañarme. Veo la sombra en sus ojos. Detecto la fragilidad de su sonrisa.

—Lo siento, Kay —dice, sin más, mientras cuelga su poco atractivo y pesado bolso en el respaldo de un taburete, y me pregunto si lleva un arma por la influencia de Marino.

Puede ser también un hábito que adquirió de Lucy, y se me ocurre que si Jaime lleva un arma oculta, lo más probable es que la tenga de manera ilegal. No sé cómo podría tener licencia en Georgia, donde el hecho de alquilar un apartamento no basta para ser considerado residente. Las cámaras de seguridad y el arma que no son legales. Quizá solo sean las precauciones habituales, porque conoce las mismas duras realidades que yo sobre lo que puede suceder en la vida. O podría ser que Jaime se hubiera vuelto timorata e inestable.

—Estaría muerta de rabia si alguien me gastase semejante jugarreta —añade—, pero va a tener más sentido si es que no lo tiene ya.

Pienso en levantarme y abrazarla, pero ella ya está ocupada en abrir las bolsas de comida preparada, y lo interpreto como que prefiere mantener una distancia de seguridad respecto a mí. Así que me quedo donde estoy en el sofá e intento no sentir nada por la Navidad pasada en Nueva York y las muchas veces que estuvimos juntas antes, ni pensar en lo que Lucy haría si pudiera ver dónde estoy. No quiero pensar en cómo reaccionaría si pudiera ver a Jaime tan guapa, pero con los ojos atormentados y una sonrisa forzada, mientras abre los paquetes de comida en un viejo ático que recuerda al que Lucy tenía en Greenwich Village, y cerca de un bolso que podría contener un arma.

Estoy inquieta por una creciente desconfianza que rápidamente está alcanzando el punto crítico. Jaime es el tipo de mujer acostumbrada a conseguir lo que quiere. Sin embargo, renunció a Lucy sin luchar, y ahora me entero de que ha renunciado a su carrera con la misma facilidad. Porque convenía a sus propósitos, por alguna razón, entra en mis pensamientos como un juicio.

Tengo que recordarme a mí misma que no importa. Nada importa, excepto que yo estoy aquí y por qué y si lo que sospecho acabará siendo la verdad: que estoy siendo engañada y utilizada por la antigua amante de mi sobrina.

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