Entonces algo encajó en la cabeza de Dark. Siete. No los pecados capitales. Ésos ya los conocía todo el mundo. ¿Quién prestaba atención, en cambio, a sus opuestos, las siete virtudes celestiales?
—Seguro que las recuerdas —dijo Sqweegel—. Al fin y al cabo, tu familia de pega te matriculó en una escuela supuestamente católica. Vamos, recítalas conmigo. Prudencia…
La mente de Dark empezó a revisar el pasado y aplicar sus enseñanzas al presente. La definición de la virtud a la luz de la reciente carnicería. No pudo evitarlo. Le resultaba imposible no pensar en ello.
La prudencia consistía en obrar con juicio. Si Sqweegel se consideraba a sí mismo un ejemplo de prudencia, ésa debía de ser la lección que había querido enseñar en Nueva York.
—Las viudas del 11-S —dijo Dark en voz baja.
—Ah, ¿lo ves…? ¡Ya sabía yo que me estabas escuchando! ¿Y la justicia?
Los culpables serán castigados. Y el castigo estará a la altura del crimen.
—Los chavales que querían comprar cerveza.
—¿Fe?
—Los sacerdotes. Seis murieron por las acciones de otros que habían perdido su fe y abusado de los niños.
—Esperanza.
—No mataste a las viudas, sólo a los caballos. Esperabas más de ellas. Tenías esperanza en ellas.
—¡Fantástico, Dark! Ahora las virtudes de esta velada, comenzando por la caridad.
—Has ayudado a Sibby a dar a luz.
—¿Contención?
—Has dejado vivir al bebé.
—Y finalmente… valentía.
—Tú y yo. Aquí en este sótano. La capacidad de hacer frente a nuestros peores miedos. ¿Es eso? ¿Estamos aquí para enfrentarnos el uno al otro, hijo de puta? ¿Me tienes miedo?
Sqweegel apretó al bebé contra su cuerpo, y empezó a hacer un extraño sonido sibilante mientras se contorsionaba; parecía que tuviera una naranja en la caja torácica y estuviera intentando exprimirla. A través de sus dientes empezó a rezumar una bilis negra. Algunas gotas cayeron sobre la cabeza del bebé.
—Llevo tanto tiempo esperando este momento —susurró—. No te lo puedes ni imaginar.
Por encima de la cabeza de Sqweegel, Dark vió unos monitores de vídeo que transmitían la imagen de un grupo de gente uniformada corriendo. Los reconoció. Se trataba del equipo de Artes oscuras de Wycoff que bajaba de sus furgonetas con los rifles en las manos. Listos para matar. Pero eran más de dos. Por lo que podía ver, fácilmente llegaban a la media docena.
Y habían llegado en mucho menos de quince minutos.
—Plántale cara a tu miedo, hermano —dijo Sqweegel.
—¡No!
Pero lo hizo. Sqweegel utilizó ambas manos para lanzar al bebé, que describió un amplio arco por encima de la cabeza de Dark.
«No, no, no, no, NO…».
Dark dejó caer su arma, se dio media vuelta y dio dos grandes zancadas con los brazos extendidos. El bebé se movía demasiado deprisa, iba demasiado alto, demasiado lejos…
A su espalda oyó unos pasos apresurados y un repiqueteo metálico. «No pienses en eso; concéntrate en el bebé…».
Empezaba a caer, con demasiada rapidez, hacia el cemento.
Dark extendió ambas manos, a ciegas, sin pensar en cómo aterrizaría él; ahora aquello no importaba. Sólo pensaba en salvar al bebé. El bebé de Sibby. Su bebé…
Rozó con los dedos la parte posterior de su suave cabeza y ambos cayeron al suelo.
De algún modo, sus manos consiguieron proteger la cabecita del impacto.
A Dark le costó volver a respirar. Se había quedado sin aliento al golpearse contra el suelo. Pero eso tampoco importaba. Respirar no era importante. Ya lo haría después. Lo importante era sacar de allí cuanto antes a Sibby y al bebé.
Recogió a la niña y se puso en pie. Mientras la sujetaba con una mano, recuperó su pistola del suelo con la otra. ¿Dónde estaba Sqweegel? ¿Dónde estaba aquel escurridizo hijo de pu…?
Allí.
Un destello blanco deslizándose y retorciéndose. Dark apuntó y apretó el gatillo. Notó que el bebé se sobresaltaba al oír el estallido del disparo.
No le dio; Sqweegel dejó escapar una risilla.
—Has fallado —dijo.
Dark avanzó hacia él. No iba a permitir que la historia se repitiera; no estaban en una iglesia de Roma. Aquello no era un andamio. Tenía al monstruo acorralado en su propia guarida e iba a golpear y disparar y perseguir y dar puñetazos hasta encontrarlo allí donde estuviera escondido…
Allí.
Contorsionándose bajo lo que parecía una pesada mesa de trabajo de madera. Encogiendo sus larguiruchas piernas para escurrirse tras una puerta revestida con paneles…
Dark corrió hacia él y le dio una patada a la mesa con el tacón de la bota. La volcó. Disparó una vez, y luego otra, directamente a la puerta abierta, como si se tratara de la boca de un animal. El bebé empezó a llorar y…
Nada. Sqweegel no estaba dentro.
¡Mierda!
Y entonces…
Allí. Dark divisó al espectro blanco alejándose por el pasillo con movimientos casi inhumanos. Dark sujetó con más fuerza al bebé —no pensaba dejarlo en ningún sitio, no allí dentro— y fue tras Sqweegel, rezando por alcanzarle con un tiro limpio. Por que una bala atravesara el látex, la piel, los nervios y, quizá, incluso algún hueso; lo suficiente para inmovilizarlo unos segundos, pues era todo lo que necesitaba…
En cuanto dio tres pasos, algo explotó.
Sintió un tremendo golpe en el bíceps izquierdo que lo hizo tambalearse. Inmediatamente recuperó el equilibrio y se volvió.
Sqweegel venía hacia él con una pistola humeante en la mano. También él tenía un arma.
—Uh-uh-uh —canturreó Sqweegel, y volvió a disparar.
Esta vez la bala le dio en la pierna, y Dark cayó al suelo. El bebé se le escapó de las manos y empezó a gritar con la cara congestionada. Dark metió la mano en la bolsa que llevaba atada al costado. Buscaba la afilada hoja que llevaba dentro…
—Si no te defiendes, no es divertido —dijo Sqweegel—. ¡Venga, lucha! ¡El mundo nos está observando!
Desde algún lugar del sucio suelo, el bebé dejó escapar un lastimero alarido. Dark se volvió y se quedó cara a cara con Sqweegel; el fétido aliento del monstruo invadió su nariz; los redondos puntos negros que tenía por ojos estaban a tan sólo unos centímetros…
—Cállate —gritó Dark. Metió tres dedos en la abertura de la boca de la máscara de Sqweegel y tiró de ella. Cuando el monstruo comenzó a caer en su dirección, Dark dejó escapar una siniestra sonrisa y le rebanó la garganta con la afilada hoja de carburo de un cortavidrios.
La hoja atravesó el látex y le cortó el cuello a Sqweegel. Abrió un profundo tajo del que parecían emanar los vapores del mismo infierno. Un chorro de sangre negra salió disparado y cayó a más de tres metros.
Sqweegel intentó gritar, pero lo único que pudo articular fue un pastoso y almibarado gorjeo.
Dark le arrancó la máscara de la cabeza, tirando del agujero que le había hecho. El látex se desgarró formando un perfecto círculo alrededor del huesudo cuello, mientras la sangre, brillante y negra, seguía manando sobre el virginal traje blanco.
Dark miró el rostro desnudo de Sqweegel.
Y se dio cuenta de que era totalmente… anodino.
Unos apagados ojos negros que ya no parecían tan amenazadores. Una huesuda cabeza afeitada. Una estrecha frente sin cejas. Dientes en mal estado. Piel moteada. Era un freaky adulto. Un niñito del que abusaron, que nunca pudo superar el dolor y que había crecido odiando.
Odiaba tanto que la sangre se le había vuelto negra en las venas.
—¿Te gustan las cancioncillas? —le preguntó Dark—. Tengo una para ti. Quizá ya la hayas oído antes. De hecho, sé que lo has hecho.
El monstruo se presionaba el tajo del cuello con los dedos, como si pudiera cerrar la herida con ellos. Le temblaban los brazos. Los ojos se le ponían en blanco.
A pesar de que el dolor de las heridas de bala del bíceps y la pierna era atroz, Dark se puso en pie y examinó un momento la sala de torturas. Rápidamente encontró lo que buscaba. La única respuesta que Sqweegel le pudo ofrecer fue un babeante y agonizante boqueo.
Dark se dio la vuelta, se acercó al contrahecho cuerpo de Sqweegel y levantó la pequeña hacha plateada que sostenía entre las manos.
—Lizzi Borden cogió una hacha —recitó Dark—, y se la clavó a su madre cuarenta veces. Cuando vió lo que había hecho, se la clavó a su padre cuarenta y una…
Y al decir una, la afilada hoja cayó sobre el hombro derecho del monstruo.
Dark volvió a levantarla y repitió la operación con el hombro izquierdo; cercenó limpiamente el brazo de palillo del monstruo, que cayó a un lado y se balanceó ligeramente hasta quedarse quieto. Un chorro de sangre negra salió de la herida y manchó la hoja de la hacha antes de que Dark la levantara otra vez y escogiera otro punto en el que hundirla.
La articulación de la pierna derecha, justo por debajo de la cadera.
Y luego la izquierda.
Las flacuchas piernas del monstruo, que le habían permitido deslizarse, reptar, esconderse y contorsionarse, dejaron de formar parte de su cuerpo. Ya no eran más que inútiles pedazos de carne y hueso. No volverían a crecer. Se enfriarían y se pudrirían hasta desaparecer.
Dark blandió el hacha en el aire y sintió que le caían en la cara cálidas gotas de sangre fétida. El olor era impío, casi como si por las venas del monstruo corriera azufre.
Bajó la mirada y vió que Sqweegel se la devolvía con el rostro completamente en calma. Aquellos redondos ojos negros se posaron sobre los suyos. Daba la impresión de estar esperando algo.
«¡Esto! ¡Esto era lo que estabas esperando!»
«Lo que me has estado suplicando que te hiciera…».
Dark oyó que un grito de alegría se escapaba de su propia garganta.
«… todo…».
Giró la muñeca para obtener el ángulo adecuado,
«… este…».
dejó caer el hacha sobre el cuello de Sqweegel,
«… tiempo…».
y seccionó la columna de Sqweegel. La fuerza del impacto hizo que la cabeza del monstruo saliera rodando por el suelo del calabozo.
Mientras Sqweegel escuchaba a Dark recitar su cancioncilla infantil, le sobrevino una bendita paz que no lo abandonó ni siquiera cuando la hoja le rebanó el brazo derecho a la altura del hombro. Luego la pierna, a medio muslo. Incluso con dos balas en el cuerpo, Dark era un hombre fuerte. La hoja no tuvo problemas para atravesarle la carne y los huesos. Sqweegel vió cómo un chorro de su propia sangre desafiaba la gravedad y salía volando por encima de él.
El hacha se llevó la otra pierna, y luego el otro brazo, pero seguía vivo.
Lo cual era una suerte. No quería perderse ni un solo minuto de aquello.
Permaneció consciente incluso unos instantes después de que le cortara el cuello. Era extraño; oyó el ruido de su columna al quebrarse, pero no a través de las orejas, sino en el interior de su cráneo. Sqweegel perdió y recuperó la conciencia varias veces durante aquellos instantes. Hizo todo lo posible por permanecer en el plano mortal unos segundos más.
Le había dedicado mucho tiempo y mucho esfuerzo a su misión divina y sabía que merecía descansar, pero le habría gustado alargar un poco su estancia en aquel mundo para ver cómo terminaba todo.
Era una lástima que Dark le hubiera rebanado el pescuezo. Lo cierto era que Sqweegel no se lo esperaba. En aquellos primeros instantes de su muerte, pensó que le resultaría posible taparse el agujero de la garganta y pronunciar unas últimas palabras. Pero sólo había sido capaz de emitir unos lamentables bufidos animalescos. Una verdadera lástima.
Le habría gustado tanto decirle a Dark una última cosa.
Le habría gustado darle las gracias.
En el piso superior se oyó un estruendo de ventanas rotas, puertas reventadas y botas correteando por el suelo. Dark prestó atención un momento para saber cuánto tiempo podría estar a solas con Sibby. Cuánto tiempo hasta que encontraran el pomo manchado de sangre y las escaleras de mármol. Y luego…
Ciertamente, a Sibby no le quedaba mucho tiempo. El maníaco había hecho una carnicería con su cuerpo, la había mutilado con precisión quirúrgica. Le había amputado los pechos. Tenía las piernas y el estómago completamente cubiertos de cortes.
—Te sacaremos de aquí —mintió Dark mientras dejaba al bebé sobre la camilla y se dirigía hacia Sibby. La piel que le rodeaba las muñecas y los tobillos estaba pálida. La besó en las muñecas, el único lugar de su cuerpo que no sangraba.
Sibby sacudió la cabeza y lo miró. Intentó decir algo, pero sólo pudo escupir sangre.
—Eh, te pondrás bien —murmuró Dark en voz baja, perfectamente consciente de que no sería así. Las pupilas de Sibby se estaban empequeñeciendo; estaba a punto de entrar en shock.
—No —dijo ella—, no lo conseguiré. —Al principio su voz fue un áspero borboteo, pero aun así consiguió ofrecerle una dulce sonrisa. Luego se aclaró la garganta, que estaba encharcada en sangre.
—No hables así.
—Tu peor pesadilla se ha hecho realidad —dijo Sibby—. Eres el padre de una hermosa niña.
Dark no pudo evitar sonreír al oírlo. Habían bromeado al respecto cuando Sibby descubrió que estaba embarazada. Dark le dijo que esperaba que fuera un niño, porque una niña terminaría con él. Se pasaría la vida haciendo guardia delante de la puerta de casa para ahuyentar a los posibles pretendientes.
—Si sale a su madre, tengo un problema grave —dijo Dark.
Sibby sonrió, luego volvió a aclararse la garganta.
Se miraron el uno al otro y cualquier rastro de humo o fingimiento desaparecía. Ya no eran más que dos almas conectadas a un nivel que estaba más allá de los sentidos. Las palabras ya no significaban nada. Ambos sabían lo que eran, lo que habían sido y lo que iba a ocurrir. Ambos eran plenamente conscientes de la desgarradora verdad. Dark sintió que su corazón se desbordaba e implosionaba al mismo tiempo.
—Cuida de ella —dijo finalmente Sibby—. He decorado su habitación, espero que te guste.
Ella. El bebé era niña.
Habían tenido una hija. Enhorabuena, papá.
—Cuando la abraces, tenme presente en tu corazón.
Ella volvió a coger aire…
Y eso fue todo.
Antes de que los de Artes oscuras irrumpieran en la habitación.
Una vez, Sibby Dark tuvo un sueño. En él conocía a un hombre en el pasillo de un supermercado. Vivían juntos en la costa, y se casaban, e iban a tener un bebé. Y, entonces, el hombre de sus sueños la llevaba un día a cenar a su restaurante favorito, y allí ella le sonreía a la luz de las velas y sentía cómo la gratitud la embargaba; gratitud por su propia vida y por la vida que iban a traer al mundo juntos, y aquello era lo único que importaba.