La imagen parpadea.
«La madre grita a la cámara, nos grita a todos nosotros, y vemos cómo el carnicero la persigue, cuchilla en mano, acosándola de un lado a otro de la mazmorra de pesadilla del carnicero, pero siguiéndola por un largo pasillo hasta que, finalmente, le da caza».
La imagen parpadea.
«El carnicero sostiene la cuchilla en el aire. Parece resuelto a despellejar al pollo a modo de sacrificio…».
La imagen parpadea, como si no pudiera soportar lo que se ve obligada a transmitir.
«Y ahora el carnicero tiene al bebé en sus manos ensangrentadas, lo sostiene como si fuera una ofrenda a un dios antiguo y olvidado…».
—¿Qué cojones es todo esto?
Todo el mundo en la sala de operaciones de Casos especiales se volvió hacia el secretario de Defensa Norman Wycoff. Llevaba la camisa abierta y tenía unas oscuras bolsas bajo los ojos. Unos cuantos pelos despeinados sobresalían en lo alto de su cabeza y lo hacía parecer un patito salido del huevo.
El agente que dirigía la búsqueda informática fue el primero en hablar.
—Creemos que está en Anaheim.
Riggins llevaba tiempo temiendo aquel momento. Albergaba la esperanza de que Wycoff hiciera lo que hacían todos los mandamases: mantenerse a un lado y dejarles hacer su trabajo. A Wycoff le encantaba dar órdenes, pero nunca llegaba a ensuciarse las manos. El hecho de que estuviera allí confirmaba que Dark tenía razón: aquel asunto era jodidamente personal para él.
Y un serio caso de abuso de poder.
—¿Creen? —preguntó Wycoff—. ¿Tienen alguna pista de verdad, o nos está tomando el pelo otra vez, como con la dirección de Yucca Street?
Rápidamente el agente puso a Wycoff al corriente sin dejar de recalcar que, en realidad, señor, el avance de Matterhorn había sido idea suya. Constance le dijo en voz baja a Riggins que necesitaba ir al baño y empezó a caminar hacia la puerta de la sala de operaciones.
Wycoff la vió.
—Agente Brielle. Un momento.
Constance resopló, dio media vuelta y se dirigió hacia el secretario de Defensa. Éste se acercó tanto a ella que, si hubiera querido, habría podido inclinar la cabeza y arrancarle un pendiente de un mordisco.
—Le dije que quería que me informaran de las últimas novedades al nanosegundo de que las obtuvieran —dijo Wycoff—. ¿Qué se creen que están haciendo?
—Nuestro trabajo —respondió Constance—. Hemos atado los cabos hace literalmente unos segundos. ¿Quiere que atrapemos a este monstruo o no?
Wycoff la miró fijamente durante un momento. El pelo, los labios; finalmente las tetas. Estaba borracho. Constance olía el whisky en que transpiraban sus poros. Los ojos de Wycoff no dejaban de revolotear en sus cuencas, incapaces de permanecer fijos en nada.
—¡Lo tenemos! —exclamó un agente.
«Oh, mierda», pensó Constance. ¿Podría hacerse sola con ello?
—Tráigalo aquí —dijo Wycoff. Ya estaba sacando la BlackBerry del bolsillo de los pantalones.
—Deje que lo confirme —dijo Constance. Se dirigió hacia el agente. Le hizo escribir la información en un papelito— para que no hubiera ningún error, le dijo ella —y luego se lo llevó a otra mesa, escribió algo más en la nota y se la llevó a Wycoff.
—Venga, vamos —dijo él—. Ya se dedicará a archivar todo el papeleo cuando ese hijo de puta esté muerto y enterrado.
—Tenga. —Le dio el trozo de papel—. Sólo queríamos estar seguros. No querrá desatar la cólera divina sobre un matrimonio cualquiera y sus dos-coma-cinco hijos que viven a la sombra de Disneylandia, ¿verdad, secretario?
—¿Disneylandia? —preguntó él, y luego bajó la mirada hacia el trocito de papel, en el que ponía:
1531 de Playa del Rey
Anaheim
Wycoff se marchó sin tan siquiera un «adiós» o un «jódanse», y con el móvil pegado a la oreja. Le dio la dirección a su interlocutor:
—¿La tiene? Envíe la puta caballería. Ejecute a todos los objetivos. Sí, joder, ahora mismo. Si se mueve, mátenlo…
El agente que había encontrado la dirección se puso en pie, confundido.
—Un momento, agente Brielle, creo que el secretario tiene una dirección equivo…
Riggins se volvió hacia él y se apresuró a interrumpirlo. Le puso una mano sobre el hombro y lo guió de vuelta a su escritorio.
—La agente Brielle sabe lo que está haciendo —le informó—. Ahora, regrese a su máquina y consígame cualquier cosa acerca de la dirección que ha encontrado.
Unos instantes después, Constance entró en el servicio de señoras, escogió el último cubículo, se levantó la falda, se bajó las bragas y se sentó. Durante un momento, se quedó absorta, con la mirada puesta en la puerta gris del baño, preguntándose cómo su carrera la había llevado a aquel punto.
Luego se recompuso y presionó la tecla de marcación rápida del número de Dark.
—¿Qué tienes? —le preguntó él
—¿Has visto la pequeña ventana que había en la esquina de la pantalla?
—No —admitió Dark—. ¿Qué era?
—La mejor pista que hemos tenido nunca en este caso. Hemos podido triangularla y conseguir una dirección. Pero hay un problema: el equipo de esbirros de Wycoff está en camino.
—Necesito más tiempo.
—Y lo tienes —prosiguió ella—. Le he dado a Wycoff una dirección equivocada. La auténtica es el 1531 de San Martin Drive, en Anaheim. Podré marearlos unos quince minutos hasta que se den cuenta. Ponte en marcha.
—Gracias, Constance. Si no hubiera…
—Ponte en marcha ya.
Dark pisó a fondo el acelerador de su coche robado y salió lanzado hacia el sur por la 405, en dirección a Disneylandia.
1531 de San Martin Drive, Anaheim, California
La casa tenía aspecto de haber salido de una década equivocada y haber aterrizado accidentalmente allí, en la actual, en medio de aquella soleada zona residencial. A diferencia del estilo ranchero de las casas que la rodeaban, la del 1531 de San Martin Drive era una majestuosa villa victoriana con soportes bajo los aleros y un porche enrejado en la parte delantera. Era un estilo importado de la Nueva Inglaterra del XIX; daba la sensación de que la habían construido antes de que la gente se diera cuenta de qué aspecto deberían tener las casas del sur de California.
Dentro, todo era blanco: suelos, paredes, techos… Incluso el ahumado de las ventanas era de color blanco. Dark, vestido completamente de negro, cruzó la alfombra blanca con una pistola de mirilla láser sujeta al costado derecho y una bolsita con instrumental diverso al izquierdo. Recordó una frase de Raymond Chandler: «Destacaba como una tarántula sobre una torta de ángel».
Estaba claro que Sqweegel sentía cierta inclinación hacia lo claro y lo oscuro. Que así sea. Lo único que necesitaba Dark era que el pequeño punto rojo iluminara alguna zona vital de su retorcido cuerpo… su frente, por ejemplo. Luego apretaría el gatillo y todo habría terminado.
Había una puerta blanca de madera con una mancha de sangre cerca del pomo. Sólo un letrero que pusiera «por aquí» habría resultado más obvio.
Estaba claro que Sqweegel lo estaba esperando.
Una escalera de mármol blanco conducía al sótano. Dark siguió el rastro de las huellas de sangre que había por todas partes. Iban en ambas direcciones, como si alguien hubiera subido hacia la entrada pero luego hubiera cambiado de idea y hubiera vuelto a bajar.
¿Serían de Sibby?
Dark se detuvo un momento en la entrada. La luz era escasa allí abajo. Silenciosamente, sacó de la bolsa un espejo sujeto a una fina varilla metálica —un pequeño retrovisor extensible— para ver lo que había a la vuelta de la esquina.
En su reflejo vió a Sibby, que permanecía atada a la camilla, cubierta de sangre. Tenía tantas heridas y cortes que costaba ver dónde empezaban unos y terminaban los otros.
«No pienses en tu familia adoptiva. No pienses en lo que el monstruo les hizo. Sibby está viva; eso es todo lo que importa. Da igual lo que Sqweegel le haya hecho, se curará. Nos curaremos todos juntos».
«Lo único que tienes que hacer es cargarte al monstruo, recoger a tu familia e irte a casa».
Dark dejó caer el espejo sin importarle ya una mierda el sigilo. Ya no había reglas. Se habían terminado los juegos. Sacó su pistola, dobló la esquina y se encaró con Sqweegel.
Este sostenía al bebé en alto, a la altura de su pecho.
—Ya imaginaba que no te querrías perder esto —dijo—. ¿Estás listo para cumplir tu destino?
Dark apuntó con la pistola a la frente de Sqweegel. Allí dentro había poca luz, pero distinguía perfectamente su insectoide cuerpo blanco. Si en el piso de arriba era Dark quien destacaba, allí abajo el traje blanco de Sqweegel casi brillaba. Dark sintió que todas sus articulaciones se ponían en tensión, como si hubieran sintonizado una canción que sólo sonaba en su cabeza.
El bebé también brillaba.
—Deja al bebé o te…
—¿O qué, Steeeeeeve? ¿Me matarás? No te atreverás a disparar. Una bala perdida podría alcanzar a mi precioso bebé.
—No es tuyo —masculló Dark.
—¿Por qué no nos disparas y lo averiguas? Puedes hacernos análisis de sangre a ambos, y así comprobarás cómo la verdad sale a la superficie. Porque la verdad siempre sale a la luz. Siempre. Ahora ya lo sabes. Dios no deja de observarnos.
Dark se esforzaba por encontrar un blanco. El punto rojo recorría erráticamente el cuerpo de Sqweegel. Se moría por dispararle.
Cada vez que encontraba un hueco, Sqweegel se movía y cambiaba al bebé de posición… lo utilizaba a modo de escudo humano. El sótano era demasiado oscuro, y el margen de error demasiado alto.
Además, el bebé había empezado a llorar. No le gustaba que lo movieran tanto, arriba y abajo. Hacía frío y olía a muerte. ¿Qué estaría pasando por su minúscula mente?
Dios, pensaba en el bebé como «en una cosa». Dark ni siquiera sabía si era niño o niña —Sibby y él habían decidido no saberlo con antelación—. La mayoría de los padres lo descubrían un par de segundos después del nacimiento. Su bebé, en cambio, había llegado al mundo en la mazmorra subterránea de un loco. Los primeros sonidos que había oído habían sido los torturados gritos de su madre y las mentiras de un monstruo perturbado.
Y ahora veía el brillante láser rojo de la pistola de su padre.
«Bienvenido al mundo, pequeño. Es un lugar mucho más extraño de lo que nunca hubieras podido imaginar».
—¿Algún problema? —se burló Sqweegel—. ¿Te ayudaría un poquito de luz?
Presionó con el codo un interruptor metálico como los de los hospitales y, de repente, el calabozo quedó inundado por una brillante luz fluorescente. También se encendieron los cien monitores que recubrían las paredes de arriba abajo.
Iluminaron el escondrijo de Sqweegel, el que había conseguido mantener oculto durante tres décadas.
El que había construido y equipado a lo largo de toda su vida adulta.
Durante años, Casos especiales había supuesto que Sqweegel debía de tener algún tipo de base de operaciones, una madriguera a la que llevar a sus víctimas con relativa facilidad. Habían especulado con que tendría que estar bien equipada y, lo más importante, insonorizada.
Ahora que Dark por fin la tenía delante, su mente se bloqueó por el horror.
El lugar daba la impresión de haber sido construido con dos tipos de materiales: monitores de vídeo y cadáveres humanos. Si uno no desviaba la mirada, podía tener la suerte de ver sólo los monitores de vídeo. Cada uno de ellos estaba conectado a una cámara oculta en una localización distinta: el Air Force Two, Quantico —la sala de operaciones de Casos especiales—, la casa de los Dark en Malibú, la habitación vacía de Sibby en el hospital. Y docenas de habitaciones más —casas, apartamentos, oficinas—, ventanas a espacios que Sqweegel ya había profanado. Estaba claro que le gustaba mantener vínculos con los lugares que visitaba.
También le gustaba llevarse recuerdos.
Ocupaban los espacios que quedaban entre los monitores: restos de cuerpos humanos. Cráneos, huesos, articulaciones, venas, músculos rosados, turbios globos oculares, cerebros grises y esponjosos… todo preservado mediante plastinación. Venía a ser la argamasa que mantenía los monitores y el equipo informático en su lugar; era la burla final de Sqweegel hacia la forma humana.
—Eres el primero que ve la obra de mi vida, Steeeeeeve —dijo—. Vamos. Echa un vistazo. Mira a tu alrededor. Explora. Puede que reconozcas los fragmentos de algún pequeño cráneo. Quizá incluso algo de tu propio ADN. Me gustaría saberlo. Revolví mucha basura hospitalaria hasta dar con él, y no me gustaría haberme equivocado.
—Has matado…
—Mucho más de lo que nadie pudiera imaginar —aseguró Sqweegel—. De vez en cuando dejaba algún que otro cadáver para enviar un mensaje. Pero nadie parece comprender mi obra… excepto tú. Una vez te acercaste bastante, hablando con Constance. Me gustó cómo lo expresaste… San Pedro, ¿no? No es perfecto, pero se acerca.
—Lo has visto todo.
—¿Qué? ¿Con esto? No, no, no. Esto no es más que el ojo compuesto de una mosca común comparado con la todopoderosa visión del Padre. No, Dark, sólo te observaba a ti y a aquellos que estaban en tu órbita. Llevo años grabando tu vida. He visto todos y cada uno de tus movimientos. He oído todas tus conversaciones. Te he vigilado cada segundo de cada hora de cada día. No hay nada que no sepa sobre ti, o ella, o Riggins, o Constance, o nuestro traicionero secretario Wycoff.
Dark se acercó a Sqweegel.
—Tú no eres Dios.
—No —admitió Sqweegel—. Pero es Él quien me ha enviado. ¿Todavía no te has dado cuenta?
—Estás jodidamente loco.
—No, sólo estoy contando una parábola. Deja de lado tu envoltorio mortal y escucha con tu alma —prosiguió Sqweegel—. Sé que al menos una parte de ti me oye. No habrías llegado tan lejos de no ser así. Y no nos hubiéramos vuelto a encontrar en Roma.
«¿Vuelto a encontrar? —pensó Dark. No, la de Roma fue la primera vez—. Está intentando confundirte. No te dejes liar. Abre la tapa de su cráneo. Busca los cables que recorren su cerebro enfermo. Tira de ellos. Sácalos todos y estrangúlale con ellos».
—Pretendes enseñarnos a nosotros los pecadores, lo equivocados que estamos —dijo Dark.
—No, no estoy interesado en castigar el pecado —respondió Sqweegel—. Soy más bien el faro de Dios y de todas Sus divinas virtudes.