Sólo había una tienda en toda la zona sur del estado que vendiera camachuelos; Constance encontró el nombre de la tienda de Woodland Hills —Neurotic Exotics— en un foro ornitológico de internet.
Obviamente, Neurotic Exotics no anunciaba que vendía pájaros en peligro crítico de extinción. En vez de eso, averiguó rápidamente Constance, los traficantes de pájaros utilizaban nombres en clave.
Como éste:
Chuelo Camasore, Arizona, 1100 dólares
Tras una visita a Neurotic Exotics para confirmar que vendían «chuelos camasore», Constance se reunió con Dark para contarle lo que había descubierto. El código era un anagrama lo suficientemente sencillo como para que cualquier fetichista de los pájaros pudiera entenderlo.
La abreviatura del estado de Arizona era AZ.
Y si le quitabas el «cama» a «camasore», te quedaban las letras que, combinadas, formaban la palabra «Azores».
Luego simplemente añadían el «cama» al «chuelo» y voilá… una especie ilegal y muy deseable.
La pregunta era: ¿quién había adquirido un «chuelo camasore» recientemente?
¿Había pagado con tarjeta de crédito?
Supuestamente, Casos especiales no podía fisgar en los archivos financieros privados de las empresas norteamericanas. Sin una orden judicial, ningún cuerpo de seguridad puede hacerlo. Sin embargo, desde que se aprobó el Acta Patriótica, había aspectos un poco ambiguos al respecto, y de vez en cuando a Constance le gustaba aprovecharse de aquellas ambigüedades.
En su equipo había un experto en seguridad informática llamado Ellis; tenía un talento especial para fisgonear los apuntes de las tarjetas de crédito. Las cosas que compran las personas suelen definirlas. Era una buena herramienta para determinar el perfil de alguien.
—Ellis —dijo ella.
—Connnstannnce —respondió él. Parecía algo aturdido. Constance se dio cuenta de que debía de ser la primera mujer con la que hablaba desde hacía semanas.
—Te voy a dar el nombre de una tienda de animales. —Comenzó ella.
—Y yo voy a tener que infringir la ley —concluyó Ellis—. Sí, ya lo sé, ya lo sé. Sigue.
Constance le dio el nombre y la dirección; acto seguido, oyó el ultrarrápido repiqueteo de las teclas de plástico. Pronto descubrieron que en los últimos tres meses se habían vendido unos cuantos «chuelos camasore», todos al mismo cliente.
—E imagino que querrás que compruebe su cuenta corriente y te consiga una dirección postal, ¿verdad? —preguntó Ellis.
—Si no te importa —respondió Constance.
—Claro que no, pero dime… ¿tiene esto algo que ver con Sqweegel?
—Eso da igual, sigue con lo tuyo.
Ellis volvió a teclear; era tan rápido que Constance ni siquiera podía seguirlo.
—Muy bien, el tipo tiene un apartado de correos. ¿Pero quieres saber la dirección del archivo?
—Sería genial —asintió Constance.
—Sí tiene que ver con Sqweegel, ¿verdad? Vamos, a mí puedes decírmelo.
—Sí, claro, y voy a enviarte a ti a por él en cuanto me des la dirección. Vamos, Ellis, sólo estamos recabando información. Ya lo sabes.
Finalmente, le dio la dirección. Constance se lo agradeció antes de que Ellis la invitara a cenar o, quizá, a tomar un par de martinis en el Standard. Ya había cometido el error de salir unas cuantas veces con él al principio de su carrera. Pensó que un pirado de los ordenadores podría ser un buen aliado. En eso tenía razón. El único problema era que Ellis no parecía haber entendido que aquél era todo el interés que ella tenía en él. Desde entonces su relación profesional se había vuelto un largo e incómodo tira y afloja. Como si su trabajo no fuera ya lo suficientemente difícil.
Pero por fin había conseguido un nombre: Kenneth Martin.
Y tenía la dirección de su casa.
No importaba lo que le había dicho a Ellis… ¿y si era Sqweegel?
En algún lugar del sur de California 15.45 horas
El maníaco repiqueteo retumbaba contra las paredes del calabozo subterráneo:
TacatacatacatacatacatacatacaTACTAC.
TAC.
TAC.
TAC.
Los pies de Sqweegel presionaban el pedal. Sus delicadas manos empujaban la tela que rodeaba la cremallera en dirección a las puntadas que aplicaba el palpitante cabezal metálico. Tenía que quedar perfecto.
Al fin y al cabo, era para el bebé.
Sqweegel prosiguió con su trabajo mientras la zorra amamantaba a la recién nacida. Seguía atada, excepto un brazo, para que pudiera sostener al bebé.
Permaneció un rato observándolas. Asegurándose de que la niña cogía el pecho. Algunos recién nacidos no lo hacían. Habría querido recurrir a otros métodos. Pero nada estaba a la altura de los primeros tragos de leche materna.
El calostro —la primera secreción de leche materna— es un potente cóctel de vitaminas y hormonas; una especie de último trago de divinidad antes de iniciar una vida de dolor y penurias en el plano mortal de la existencia. Un breve sorbo de invulnerabilidad temporal lleno de anticuerpos contra todos los resfriados, gripes y enfermedades que la madre ha sufrido en su vida. Sqweegel se había sentido tentado de verter un poquito en su lengua, sólo para saborear lo que le había sido negado al nacer. Pero no. El bebé necesitaría toda su fuerza si quería superar las pruebas que estaban por llegar.
Sqweegel estuvo observando a la recién nacida y comprobó que se encontraba totalmente en paz. Probablemente, seguía tocada por la gracia divina. La conmoción del plano terrenal todavía no la había afectado.
Sqweegel contempló sus diminutos rasgos y, sí, desde luego, se veía el parecido.
Ahora, sin embargo, debía concentrarse en terminar el primer regalo del bebé.
Lo levantó con ambas manos para poder admirarlo.
El traje del bebé.
Dos pequeños agujeros para los ojos. Una cremallera en la boca, para cuando llorara demasiado. Dos orificios minúsculos para la nariz; así podría olerlo todo. Y una larga cremallera que iba desde lo alto de la cabeza hasta su suave trasero.
—Venga, pequeñina —dijo Sqweegel—. Vamos a vestirnos.
Iba a por ella. Y Sibby no podía hacer nada al respecto salvo mantenerse con vida y proteger a su hija.
Su dulce, dulce niña.
Tenía todos los miembros atados a aquella estúpida camilla; excepto uno: el brazo izquierdo. Pero no lo podía utilizar, porque con él sostenía a su preciosa hija mientras tomaba sus primeros sorbos de leche materna. Había soñado con aquel momento de paz absoluta, aunque sólo sabría sobre aquel instante lo que había leído en libros y oído algunas de sus amigas. Nunca se habría imaginado que lo pasaría en un húmedo y asqueroso sótano junto con un pirado.
Un loco que ahora estaba de pie al lado de la camilla y extendía los brazos para coger a su bebé.
Las únicas armas de las que disponía Sibby Dark eran su voz y sus ganas de vivir… por el bien de su hija.
—No te acerques a mi bebé —dijo Sibby.
—«Mi bebé, mi bebé» —se burló él—. Hay que ver lo egoísta que eres, Sibby. Ni siquiera piensas un poquito en el padre.
—Tú no eres su padre, pirado. Y no la voy a soltar.
—Estoy seguro de que lo dices en serio —repuso Sqweegel—. Pero deja que te cuente cuál es la situación: o me la entregas educadamente o te corto las muñecas con una hacha y la cojo yo mismo de entre tus muñones sangrientos. ¿Quieres que los primeros sonidos que oiga tu hija sean tus alaridos angustiados implorando piedad? ¿Quieres que pruebe la sangre de mami?
Tal vez aquel retorcido monstruo de traje blanco fuera uno de esos niños que sufrió abusos en la infancia y que ha crecido con el único objetivo de abusar del resto del mundo. No podía negociar con él, pero quizá sí lo podía asustar.
—Acaba con esto de una vez —gritó ella mirándolo directamente a los ojos negros—. No me dan miedo tus amenazas. Conozco a los tipos como tú. Siempre escondiéndoos porque tenéis demasiado miedo del mundo real como para salir a él. Me río de la gente como tú. Me río de ti.
El perturbado la miró con fijeza durante un momento; luego ladeó la cabeza hacia la izquierda muy lentamente, casi como si sus músculos funcionaran con retraso.
Entonces, sin la menor advertencia, un puño enguantado golpeó la cara de Sibby. Nunca había sentido un dolor tan salvaje o intenso. Varios dientes se le aflojaron y la boca se le llenó de sangre.
Notó cómo se aligeraba el peso de su brazo izquierdo… y luego desaparecía.
«Oh, Dios, no».
Cuando se le aclaró la vista, vió que el monstruo sostenía en brazos a su hija.
—No le hagas daño —le dijo mientras notaba el sabor salobre de su propia sangre en la lengua. Tenía la boca hinchada y entumecida. El tono lastimero de su voz la sorprendió—. Por favor, haré lo que sea, pero no le hagas daño.
—No voy a matarla —dijo Sqweegel sacudiendo la cabeza—. Si quisiera hacerlo, ya estaría muerta.
—No le hagas daño a mi bebé.
El loco enmascarado resopló y se alejó con la niña en brazos. A Sibby le sorprendió la ternura con la que la trataba. Al parecer, para este insecto palo humano, que la había golpeado, acuchillado e intentado viólar, los bebés eran diferentes.
Sqweegel se dirigió a una pequeña nevera y cogió una barra de mantequilla. Tras dejar a la niña sobre la mesa, procedió a engrasar toda su rosada piel.
El bebé no lloró. Se limitó a mirar al hombre con curiosidad. ¿Era aquello lo que sucedía a continuación? ¿Era así como funcionaba el mundo?
—¿Lo ves? —le dijo a Sibby—. Le gusta estar con su padre.
16.45 horas
Constance salió a la soleada tarde californiana con una botella de agua en la mano. Le quitó el tapón, le dio un trago, y volvió a cerrarla. Estaba prácticamente llena.
Entonces la tiró a un contenedor metálico de reciclaje y volvió a entrar en el edificio.
Un minuto después, apareció un adolescente montado en un monopatín. Abrió el pestillo del contenedor, levantó la tapa de plástico, cogió la pesada bolsa que había dentro, volvió a bajar la tapa y se marchó con el bulto en la mano. Cualquiera que lo viera supondría que el chaval se dirigía a una máquina de reciclaje automatizado donde conseguiría un pavo o dos para subvencionar su cerveza/hierba/amplificador.
Pero en realidad la bolsa era para Dark, que le había pagado al chico veinte dólares por un recado que le había llevado apenas dos minutos. Eso lo ayudaría todavía más con la cerveza, hierba o amplificador.
Con Wycoff y sus esbirros de Artes oscuras pendientes de cada uno de sus pasos —tanto en la vida real como en el ciberespacio—, Riggins, Constance y Dark estuvieron rápidamente de acuerdo en que el único modo seguro de comunicarse sería mediante métodos de espionaje de la vieja escuela. Sistemas que ya nadie utilizaba.
Como el truco del mensaje oculto en la botella de agua.
La botella no estaba realmente llena; tenía una mitad falsa que Constance había formado rápidamente con otra botella, pegamento y unas tijeras. La mitad inferior estaba llena de agua, al igual que la superior. El mensaje que había en el medio, sin embargo, quedaba completamente seco.
Dark palpó la separación que había bajo la etiqueta de plástico y desmontó la botella. Extrajo la nota manuscrita, que contenía únicamente una dirección:
6206 de Yucca
Conocía aquella calle; era paralela a Hollywood Boulevard. Tenía sentido. Estaba cerca de la iglesia metodista que Sqweegel había incendiado. ¿Habría estado tan cerca durante todo aquel tiempo? Eso explicaría por qué se movía por Los Ángeles con tanta facilidad.
Puede que Sqweegel no se trasladara allí únicamente para atormentarlo. Tal vez aquélla fuera su casa.
17.10 horas
Dark regresó a la habitación que había reservado —en el hotel Super 8 de la avenida Western— y se dirigió al cuarto de baño. Cerró la puerta tras de sí y apagó el interruptor de la luz. Como no había ventana exterior, apenas había luz.
No tenía demasiado tiempo; sabía que pronto le preguntarían a Constance acerca de sus progresos con los recibos de la tarjeta de crédito, y entonces también Wycoff conseguiría la dirección.
Y a un hombre como Wycoff le tendría sin cuidado salvar a Sibby, por muy bien que lo pudiera hacer quedar. A aquellas alturas se encontraba más allá de la diplomacia. Quería eliminar a su torturador, y a todos los que conocieran los motivos.
Y eso incluía a Dark y a Sibby.
Ya oía los helicópteros sobrevolando el cálido cielo vespertino mientras el sol se ponía en el Pacífico. Debían de estar haciendo tiempo, esperando noticias del Departamento de Inteligencia. Dark tenía que actuar más rápido. Pensar más rápido. A Constance y a Riggins no les debían de quedar ya muchos más subterfugios.
Dark había robado un coche —viejo y destartalado, nada que fueran a echar de menos— y lo había abandonado en la esquina con Vista del Mar.
No había muchas casas individuales en aquel tramo de Yucca. Pero sí muchos complejos de apartamentos y estudios con vistas al famoso edificio de Capítol Records. Seguramente por allí vivirían muchos músicos que necesitaban contemplar con frecuencia aquel tótem, aunque sólo fuera para mantener vivos sus sueños.
¿Acaso era eso Sqweegel? ¿Un músico fracasado? ¿Alguien que pretendía superar a Manson? Su siniestra cancioncilla indicaba que tenía cierto oído musical.
No. La fama no tenía nada que ver. Aquello iba más allá de las motivaciones y preocupaciones sin importancia de los hombres mortales. Se trataba de Dios. Cadáver a cadáver, Sqweegel le estaba dando una lección a la Humanidad.
¿Encontraría Dark otra parábola allí dentro?
La casa del 6202 era individual. Estaba pintada de color azul pastel, pero necesitaba con urgencia una nueva capa. No había ningún coche aparcado delante. Ni luces dentro de la casa.
Dark saltó por encima de la pequeña verja de hierro forjado que rodeaba la propiedad y cruzó a toda velocidad el césped seco. Se agachó al llegar a las ventanas del sótano que daban al lateral de la casa. Allí no lo podía ver nadie.
Prestó atención. No se oía nada dentro de la casa. Tan sólo percibía a su alrededor el sordo murmullo de Los Ángeles.
Las ventanas del sótano consistían en una sola lámina de cristal. Dark notaba el paso de los segundos en su propio pulso, y sintió la necesidad de romper, descerrajar y echar abajo lo que se le pusiera por delante.