Entonces dejó la caja de pañales en el suelo, cerró la puerta tras de sí y se quitó la gorra. Su largo pelo moreno le cayó sobre los hombros. Sacó un teléfono móvil de un bolsillo del uniforme, justo antes de quitárselos con un único movimiento. Debajo llevaba un traje de ejecutiva. En unos segundos, se había transformado por completo.
Pero para entonces, Dark ya le estaba apuntando con la Glock a la cabeza.
—Tranquilo —dijo ella—. Soy Brenda Cóndor, de la Oficina de Protección de Menores. Vengo de Washington.
—¿Y lo de los pañales?
—¿Me habría abierto la puerta si le hubiera dicho que trabajo para el gobierno?
Dark asintió. Tenía razón. Si le hubiera dicho que trabajaba para el gobierno, le habría disparado a través de la puerta antes de abrir.
—Un coche vendrá a buscarle en siete minutos —prosiguió ella—. Yo cuidaré del bebé mientras esté fuera.
—¿Ah sí? —preguntó él—. ¿Y adónde voy a ir?
Cóndor pasó junto a Dark y se dirigió hacia el moisés del bebé. En cuanto dio dos pasos, Dark le puso la Glock en la sien y le pidió amablemente su identificación y sus credenciales.
—No necesita la pistola.
—Ni tú respirar —contestó Dark.
Dark observó cómo las pupilas de la mujer se dilataban y cómo sus adorables ojos azules se abrían levemente. Aquello fue suficiente para distraerlo y que ella lo desarmara con un movimiento que no había visto nunca antes, y que, desde luego, no se esperaba. Después, Dark le echaría la culpa a la falta de sueño. Sin embargo, en vez de coger su propia pistola, la mujer metió la mano en el bolsillo y sacó su identificación y un teléfono móvil abierto.
A primera vista, las credenciales parecían auténticas. Pero Dark sólo se quedó tranquilo cuando oyó la voz de Riggins al otro lado de la línea telefónica.
—Sí, es una agente de verdad —dijo Riggins con voz de cansancio—. El puto Wycoff me llamó hace unas horas. Yo estoy en la misma jodida situación. Ahora debería estar disfrutando de una buena resaca, pero al parecer nos obligan a volver al servicio.
—Ya veo.
—Nos vemos en un rato.
Dark presionó la tecla de «colgar» y miró a su nueva canguro.
—No tiene por qué preocuparse —dijo Cóndor mientras le devolvía la pistola—. Cuidaré bien de ella. Tengo instrucciones de llevársela a cualquier lugar del mundo al que vaya, siempre y cuando sea seguro. Coja sus cosas. El Departamento de Defensa le espera.
Dark se dirigió hacia la pared y descolgó la fotografía del vestido amarillo.
—Es su madre. Asegúrese de enseñarle esta foto varias veces al día. Es importante para mí.
Cóndor cogió la foto y la miró. Si tenía algún comentario que hacer, se lo guardó para sí. Presionó el botón de un micrófono bidireccional que llevaba escondido bajo la blusa.
—Steve Dark, código cuatro. Tengo el bebé. Cierro.
Unos minutos después de que Dark cogiera unas cuantas cosas de una caja de cartón y las metiera en una bolsa, una limusina negra acompañada por dos motos del Departamento de Policía de Los Ángeles aparcó delante de su casa. Apagó los faros. De ella bajaron dos agentes del Departamento de Defensa vestidos de traje y con gafas de sol. Sus escoltas.
Cóndor acompañó a Dark a la puerta con la pequeña Sibby en brazos. La forma en que sujetaba al bebé no le inspiraba a Dark demasiada confianza. Le daba la impresión de que había cuidado más subfusiles que bebés.
Dark dejó la bolsa en el suelo, cogió a su hija y la abrazó con fuerza. Le susurró al oído:
—No sé si soy un buen padre, pero sí estoy seguro de una cosa. Te quiero. Y tu madre también te quiere. Sé buena, ¿vale?
Dark miró a Cóndor fijamente mientras se la devolvía.
—Cuide bien de ella
—El coche te espera.
Una de las puertas de la limusina se abrió.
Horas después, Dark aterrizaba en Newark, donde cambió de avión. Riggins y Constance ya se encontraban en la sala de embarque con las maletas a los pies.
—Nos volvemos a encontrar —dijo Riggins mientras se presionaba con el pulgar la parte superior de la nariz—. Oh, joder, cómo me duele la cabeza.
—¿Alguien sabe adónde vamos? —preguntó Dark.
Constance negó con la cabeza.
—Le he preguntado a mi adorable escolta qué ropa debía llevar, y lo único que me ha dicho es que cogiera «ropa formal para trabajar».
—Vamos a Roma. Y no, no sé por qué.
Aeropuerto Leonardo da Vinci, Roma
Los neumáticos de su avión chirriaron al tomar tierra en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma, Italia. Era de noche. Después de que el aparato recorriera la pista de aterrizaje en semicírculo, Dark vió una furgoneta con el rótulo de «polizia» y las sirenas encendidas junto a la escalera de salida.
No habían descendido ni siquiera cinco escalones, cuando se les presentó un hombre llamado general Costanza, jefe de la Arma dei Carabinieri. Dark sabía que se trataba del cuerpo de la policía militar. Varios de sus agentes lo rodeaban. Uno de ellos llevaba un maletín de piel marrón esposado a su gruesa muñeca.
—Cientos han muerto —dijo Costanza en un inglés chapurreado—. Por favor, entren.
Las puertas se cerraron de golpe tras ellos y la furgoneta de polizia comenzó a alejarse rápidamente del aeropuerto.
Dark sufría de jet-lag y, además, de una severa falta de sueño, como todo padre primerizo. Pero ¿aquel tipo había dicho «cientos»?
Al cabo de treinta minutos llegaron a la fuente barroca más grande de Roma. Una cinta naranja acordonaba la obra maestra arquitectónica. Por la calle, cientos de personas lloraban y caminaban sobre… ¿sábanas?
Sí, sábanas. Que cubrían cadáveres.
No todos estaban tapados. Dark pudo atisbar ojos descompuestos, venas de color púrpura, carne hinchada. Bocas abiertas e inertes completamente ensangrentadas.
En la parte trasera de la furgoneta, Constance se llevó la mano a la boca. Riggins permaneció impasible durante un momento. Luego, cerró los ojos. Ahora ya estaba dolorosamente sobrio.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —Preguntó Dark.
Entonces Costanza cogió el maletín —todavía sujeto a la muñeca de su asistente—, lo abrió y le dio la vuelta para que Dark pudiera ver lo que había dentro.
Casi se le para el corazón de golpe. Unos instantes antes, el maletín no era más que eso, un recipiente que contenía papeles, archivos, carpetas. Pero cuando Dark vió lo que había en su interior, todo quedó recubierto por un aura de pura maldad que lo dejó sin aliento.
—Esto no puede ser verdad —dijo finalmente.
Dark creía que el nivel 26 no era más que un mal recuerdo.
Estaba equivocado.
Para viajar a Roma,
regístrate en level26.com
e introduce la siguiente clave:
zipper
A Anthony E. Zuiker le gustaría dar las gracias: en primer lugar, a mi esposa, Jennifer. Mi musa. Al reparto y equipo de Nivel 26, gracias por apoyar mi debut como director. Me lo pasé genial y me reí un montón. A Orlin Dobreff, Jennifer Cooper y Morgan Schmidt: sois mi dream team. Unas «gracias» muy especiales a Duane Swierczynski, Marc Ecko, Marc Fernandez, John Paine, Ben Satterfield y Robert Kondrk. Y una disculpa por escrito a Margaret Riley, Kevin Yorn y a todos los del Equipo Zuiker por aguantar todas mis neuras. ¡Vaya risas! Brian Tari y Ben Sevier, eso también va por vosotros).
A Duane Swierczynski le gustaría dar las gracias a David Hale Smith por mostrarle el camino hacia la guarida de Sqweegel, a Anthony Zuiker, por la emocionante y escalofriante visita guiada por el lugar, y a Ben Savier, por ayudarlo a salir con el alma indemne (más o menos). También quiere darle las gracias a su esposa, hijo e hija, así como a toda la buena gente de Dutton y Daré to Pass, Inc., que tanto lo apoyó durante la escritura de esta novela.
[1]
En inglés, dark significa «oscuro». (N. del t.)
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[2]
«Estudiantes hambrientos». (N. del t.)
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[3]
Tanto Crate and Barrel como Restoration Hardware son tiendas de muebles. (N. del t.)
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[4]
En inglés, «Prostituta». (N. del t.)
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[5]
En inglés, «Dulce». (N. del t.)
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[6]
«Exóticos neuróticos». (N. del t.)
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