Ahora tendría que volver a confiar en él.
A pesar de que la sangre seguía manando de su hombro, Sqweegel apenas podía contener la alegría que palpitaba en sus venas. Se internó todavía más en la cámara acorazada, sorteando cajas de cartón y bidones de metal oxidados. Después de que terminara la guerra fría, la ciudad de Nueva York se había más o menos olvidado de aquel refugio antinuclear. Pero Sqweegel, ávido lector de historia, lo recordaba muy bien. Nunca llevaba a cabo sus santos trabajos sin poseer un profundo conocimiento del entorno, y sabía que la base del puente le ofrecía un escondite perfecto.
Nunca imaginó que Dark llegaría a la escena con tal rapidez; ni tampoco que lo seguiría hacia el interior de aquella húmeda cámara acorazada.
Dark estaba empezando a escuchar de verdad sus mensajes.
Dark estaba empezando a trascender sus limitaciones humanas en pos de su auténtico potencial.
Dark estaba empezando a ser divertido otra vez.
Dark estuvo tentado de coger su móvil, pues tenía una función que podía servirle de improvisada linterna. Pero el monstruo estaba allí. Y no tenía ninguna luz. El monstruo sabía adónde ir de forma instintiva.
Unos pasos más adelante, Dark notó que algo afilado le rasgaba la camisa, justo al lado de la barriga.
No, no era un cuchillo. Estiró el brazo y palpó el borde redondeado de un contenedor de metal. Y, a la izquierda, la esquina de una caja. Se encontraba en una especie de almacén.
Se agachó y, de espaldas a la hilera de cajas, siguió avanzando, resistiendo el impulso de pensar en ese entorno de forma racional.
«Las sucias putas que se habían llevado el dinero —pensó Sqweegel—, mientras el resto de la ciudad todavía respiraba las cenizas pulverizadas de sus maridos muertos. Debían pagar por sus pecados…».
Hubo un movimiento repentino a la derecha de Dark. El leve sonido del látex estirándose.
—¿Cómo está? —preguntó una voz.
Dark se volvió de golpe hacia su derecha con la pistola en alto, pero contuvo el impulso de disparar. Una habitación tan grande como aquélla debía de tener una acústica extraña; la voz podía provenir de cualquier lugar y, si disparaba, el estallido delataría su posición. Por el momento, la oscuridad total le proporcionaba ventaja, y no quería perderla.
—¿Cómo está mi bebé?
Dark se estaba acercando. Sqweegel estaba impresionado por lo lejos que había llegado.
Pero su misión no estaba destinada a concluir allí, en aquella cámara llena de galletas mohosas, suministros médicos caducados y agua enlatada. No, aquélla no era más que una estación de paso en su camino hacia el destino final.
Sqweegel trepó silenciosamente a una pila de cinco cajas y palpó la pared de ladrillos con sus manos enguantadas. Ah, allí estaba. Un minúsculo conducto de ventilación que conducía a las entrañas de la propia base del puente. Los diseñadores debieron de pensar que era demasiado pequeño para que un ser humano pudiera acceder a él. Pero no tuvieron en cuenta la divinidad.
A pesar del dolor, Sqweegel metió ambos brazos en el conducto y buscó un lugar al que asirse con los dedos. Sería difícil trepar con la fuerza de sólo tres extremidades, pero no imposible.
Estaba a punto de meter la cabeza por el conducto cuando, de repente, la habitación se iluminó por completo.
Dark sostuvo en alto su teléfono móvil e, inmediatamente, divisó la mitad inferior del monstruo: dos piernas flacuchas y blancas apoyadas sobre una caja en la que ponía: «protección civil, galletas de supervivencia». Las extremidades estaban envueltas en la vestimenta sagrada de Sqweegel, el látex blanco que cubría cada milímetro de su cuerpo. Dark apuntó y apretó el gatillo.
Las piernas se alzaron y desaparecieron por el techo. Las balas impactaron contra la pared, haciendo saltar pequeños trozos de cemento en todas direcciones. Dark saboreó el polvo de la piedra centenaria que le inundó la boca y la nariz.
Cruzó la habitación corriendo, sorteando los bidones, las cajas, las mantas y los tablones de madera como si de una jugada de fútbol americano se tratara. Cogió tal velocidad que chocó contra la pared de enfrente y se raspó el dorso de la mano derecha cuando levantó la pistola para disparar por el conducto de ventilación por el que Sqweegel acababa de desaparecer. Dark apretó el gatillo una y otra vez, oyó el hueco sonido metálico y vió las chispas que las balas provocaban al rebotar en el interior del puente.
Buscó el más mínimo atisbo blanco.
Tenía la esperanza de ver una salpicadura de líquido rojo.
Rezó por oír un grito y luego el golpe sordo de un cuerpo al caer desplomado.
Pero nada.
El monstruo se había vuelto a escapar, como una araña blanca que se refugiaba en una grieta minúscula que no podía detectarse a simple vista.
De nuevo en el exterior, Dark vió que Jim Franks se había olvidado temporalmente de sus propios problemas y había dejado que su formación de bombero saliera a la luz. Las mujeres ya estaban libres de las ligaduras y envueltas con los jirones de su ropa y con algunas mantas viejas que Franks había sacado del maletero de su coche. Las viudas, por su parte, se consolaban entre sí, tal como hacían desde los tenebrosos días de septiembre de 2001. Lloraban. Hablaban en voz baja, tranquilizándose entre lágrimas, recordándose mutuamente que estaban vivas y que eso era lo único que importaba. Dark las miró y una línea de la cancioncilla de Sqweegel resonó en su cerebro:
Cuatro al día suspirarán.
Sqweegel siguió ascendiendo hasta alcanzar una altura increíblemente alta, por encima de la cámara acorazada, a salvo ya de las balas de Dark. Por suerte, el hueco era más ancho en el interior, lo cual le había permitido moverse con mayor soltura. Si en vez de un capricho arquitectónico del puente hubiera sido un conducto de ventilación normal, su santa misión habría finalizado en la cámara.
Pero no había tiempo para reflexionar sobre eso. Dark seguía pisándole los talones y Sqweegel tenía que salir del puente lo antes posible si quería prepararse para su encuentro final.
Tenía que coger un vuelo y coser una herida de bala. Tenía una cita importante a la que no podía faltar, y antes debía recoger sus instrumentos especiales.
Para entrar en la mente de un loco,
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e introduce la siguiente clave:
practice
Aeropuerto Internacional de Newark Sábado/08.00 horas
Dark permanecía sentado en su asiento de ventanilla intentando controlar su respiración desesperadamente. Había cogido el primer vuelo disponible a Los Ángeles, que salía a las 8.20 horas, y la parte lógica de su cerebro estaba intentando hacerlo entrar en razón.
«Sqweegel ha recibido un disparo de bala hace unas horas. Has visto cómo impactaba en su cuerpo. No importa quién esté bajo esa máscara, no va a meterse en un vuelo comercial teniendo una herida de bala. Estarás con Sibby mucho antes de que él pueda siquiera pisar Los Ángeles».
¿Entonces por qué le costaba tanto respirar? ¿Por qué su corazón golpeaba con tanta fuerza contra sus costillas?
Porque la parte lógica de su cerebro estaba llena de tonterías. No lo había ayudado a encontrar a Sqweegel antes y no iba a hacerlo entonces. Porque el monstruo que habitaba en el interior de su cabeza no dejaba de decirle:
«¿Cómo está? ¿Cómo está mi bebé?».
La tripulación del vuelo se dirigió hacia la cabina; el avión estaba a punto de despegar. Dark miró su teléfono móvil; acababa de enviarle un mensaje a Riggins para ponerle al corriente y estaba esperando su respuesta.
«No te preocupes. Ella está a salvo. Riggins lo tiene todo bajo control. Antes solías confiarle tu vida a Riggins, ¿por qué no ibas a hacerlo ahora? ¿Por qué sientes este nudo en el estómago? ¿A qué viene este impulso de hacerte con los controles del avión y volar más rápido, pasando de los putos protocolos de vuelo, más y más rápido, maldita sea, hasta llegar a la Costa Oeste?».
Entonces, justo cuando una azafata que parecía demasiado alta para aquel avión pasaba a su lado, le llegó un mensaje.
—Lo siento, señor, tengo que pedirle que apague su teléfono. Estamos a punto de despegar.
Dark miró la pantalla. El mensaje no era de Riggins. Era de un número desconocido. Presionó la tecla de «OK».
—¿Señor?
Al principio le costó entender la imagen. Había sangre y puntos… en un hombro humano. ¿Pero dónde estaba? La parte superior del edificio que se veía detrás del hombro le resultaba familiar. Podía distinguir unas letras blancas, ENCÍAS, delante de un patio.
Urgencias.
Hospital Médico Socha.
Oh, mierda.
—¿Me ha oído, señor?
—Cierre el puto pico.
Dark marcó a toda velocidad el número de Riggins, pero le salió el buzón de voz. Con palabras atropelladas, le dejó un mensaje.
Hospital Médico Socha
Treinta minutos después
Riggins caminaba detrás de un equipo de agentes vestidos de paisano, y hablaba por su transmisor al mismo tiempo.
—Sujeto en movimiento. Detrás del ascensor del edificio. Permanezcan alerta.
Entonces, inexplicablemente, las luces se apagaron.
—Se ha ido la luz —exclamó Riggins—. En toda la ala E. ¿Qué sucede?
Al cabo de unos instantes, se oyó un clic seguido de un zumbido mecánico. Los generadores de seguridad se habían puesto en marcha; las luces amarillas volvieron a encenderse.
—Rápido. Salgamos de aquí.
Riggins no tenía ni idea de si se había tratado de una casualidad, de uno de los malditos apagones de California, o de algo peor. En cualquier caso, no pensaba perder el tiempo intentando averiguarlo. Debía poner a salvo a Sibby e informar de ello a Dark.
Lo que le daba esperanza era que, después de todo, parecía que Sqweegel era humano. Dark había conseguido herir a ese asqueroso cabrón en Manhattan. Y ahora, por primera vez, tenían una pequeña muestra de su sangre, que ya estaba de camino a la sala de operaciones de Casos especiales allí en Los Ángeles. Probablemente no sería demasiado reveladora… pero era más que nada. Demostraba que el monstruo era mortal, no una entidad sobrenatural que iba a seguir meándose en sus cereales durante el resto de sus vidas. Sólo eso ya le hizo sentir algo que casi había olvidado.
Esperanza.
Sobre todo ahora que Sibby se encontraba bajo la vigilancia de tres agentes de paisano escogidos a dedo por Riggins. La iban a escoltar a una residencia privada —también elegida por Riggins, y cuya localización sólo él conocía—, donde la protegerían hasta que todo hubiera terminado.
Por primera vez, Riggins creía que aquello podía acabar. Y así se lo había dicho incluso a Wycoff. Éste se mostró primero aliviado, y luego efusivo; le prometió a Riggins todo el apoyo de Nueva York que necesitara. El agente le dijo que ya lo avisaría.
Ahora observaba con atención cómo sus hombres metían a Sibby en la ambulancia. Dos subieron detrás de ella; el tercero cerró la puerta doble y rodeó el vehículo en dirección al asiento del conductor.
El plan era sencillo: Riggins los guiaría por la 405 y luego por la 118 hasta una casa unifamiliar en Simi Valley. Aquel lugar no tenía ninguna relación directa con Riggins, y menos todavía con Dark o con nadie que él conociera. Los guardas de Sibby tampoco tenían ni idea de adonde iban, razón por la que Riggins los guiaría.
Y, en cuanto Dark regresara, terminarían de una vez con aquel cabronazo.
«Ahora tenemos una muestra de tu sangre, capullo», se moría por decirle.
«Pronto lo seguirá tu cadáver».
Al abrir los ojos, la paciente se asustó con las luces rojas de la ambulancia.
—No pasa nada, señora Dark —le dijo un enfermero—. La llevamos a un lugar seguro; su marido se reunirá con nosotros allí.
Ella asintió y pareció dormirse de nuevo.
Él se volvió entonces hacia el pequeño armario de acero inoxidable que había cerca del suelo de la ambulancia. Quería preparar algunas vendas limpias por si la maltrecha suspensión de aquel trasto viejo le abría las suturas. Sin duda estaba siendo un turno extraño. El enfermero se enorgullecía de no haber salido nunca del condado de Los Ángeles. Y allí estaba de camino nada menos que a Simi Valley con una paciente a la que escoltaban un par de siniestros federales que no habían dejado de hablar entre sí en voz baja ignorándolo por completo. Pero bueno, al menos recibiría paga doble por todas aquellas molestias. Un par de horas de tráfico de L. A. y luego ya sería cosa de las enfermeras de aquel lugar; quizá incluso podría volver a casa a tiempo para ver el partido de los Dodgers.
Le echó otro vistazo a la paciente y luego se agachó hacia el armario. Era extraño; los vendajes no estaban colocados del mismo modo en que los había dejado él.
Y de repente empezaron a moverse.
Supuso que eran imaginaciones suyas; no había ningún motivo para que la pila de vendajes tuviera dos desalmados ojos negros. Un momento, no; en realidad era un reflejo del armario de acero inoxidable que tenía detrás.
Al enfermero le pareció oír un leve «clic» y luego un fluido derramándose justo después de que dos brazos blancos le agarraran la cabeza por los lados y se la torcieran. Lo último que pensó mientras la luz se apagaba fue que acababa de oír el sonido de su columna vertebral al partirse.
Sibby se despertó cuando la ambulancia pasó por encima de una especie de bache; o eso pensó ella, pues algo pesado parecía haber caído al suelo detrás de su cabeza. Se concentró en el tranquilizador rumor de los neumáticos sobre el asfalto. Riggins le había explicado rápidamente lo que estaba sucediendo, pero todo le había resultado confuso y borroso. Lo que más le importaba era que Steve estaba de camino; había ido a algún lugar por algo muy importante, pero ahora ya estaba de regreso.
Oyó entonces un golpe metálico bajo la camilla, pero supuso que también era algo normal.
Hasta que una mano le colocó una máscara sobre la nariz y la boca.
Y dos correas se tensaron y la fijaron con fuerza contra su cara.
Sibby trató de quitársela y sintió que la aguja intravenosa le tiraba del dorso de la mano izquierda. Arañó la máscara de plástico, pero tenía los dedos hinchados y deformados, parcialmente entumecidos. ¿Por qué le resultaba tan difícil? Maldita sea, estaba volviendo a pasar, y era incapaz de hacer algo tan sencillo como quitarse aquella puta cosa de la car…