Ella no había entrado en Casos especiales con los ojos vendados. Sabía lo del índice de desgaste. Así que pronto decidió alinearse con uno de los mejores. Pocos días después, se dio cuenta de que Dark no era uno de los mejores; era el mejor.
Él le había enseñado mucho. Y ella se moría por que siguiera haciéndolo.
—Empecemos por el principio —dijo Dark—. ¿Qué sabemos de las víctimas de Sqweegel?
—He revisado todos y cada uno de los asesinatos que ha cometido desde el primero, en 1979. Hasta ahora, parecía cometerlos sin ton ni son. No tenían nada que ver entre sí. Era como si se tomara su tiempo y escogiera sus víctimas al azar.
—¿Y ahora?
—Ahora hay algo distinto en ellos. Una especie de frenesí. Y un nuevo propósito. Lo que antes parecía aleatorio, ahora contiene pequeños detalles que siguen una pauta.
—¿Como por ejemplo…? —preguntó Dark.
—Pienso en los sacerdotes, sobre todo —respondió Constance—. Representan la religión organizada. Y los chicos, la escuela. O la educación. Los caballos serían… ¿la policía, quizá?
Dark asintió, con un leve atisbo de sonrisa en el rostro.
—Ahora tú también lo ves.
—¿La verdad? No del todo.
—Creo que lo que lo motiva es la rectitud moral.
Constance adoptó una expresión de extrañeza.
—¿Cómo has llegado a eso?
—Los sacerdotes viólan a niños pequeños. Sqweegel se venga de ellos.
—Pero esos hombres no estaban acusados de nada. Lo hemos comprobado. Si ése es su motivo, su crimen es una ridícula forma de agresión inmerecida.
—Puede que a Sqweegel no le importe la culpabilidad individual. Quizá en su cabeza unos cuantos ejemplos representen el todo. Para él, toda la Iglesia merece el castigo.
—Pero eso es ir un poco más allá del ojo por ojo, ¿no?
Constance había visto las fotografías de la escena del crimen. Los cuerpos de los sacerdotes estaban tan calcinados que los forenses habían tenido que recurrir al análisis dental para identificarlos. Eso, claro está, no era nada en comparación con lo que el equipo de forenses se habría llevado a casa en las cavidades nasales. Constance había estado ante cuerpos calcinados. Aquel nauseabundo olor dulzón no se olvidaba con facilidad.
—¿Te refieres —dijo Dark— al hecho de que castigue el acoso sexual quemando vivos a los sacerdotes?
—Sí —dijo Constance—. No es equiparable.
—Pero, en la Iglesia Católica, el castigo para los pecados mortales es el fuego del infierno.
—¿Y eso convierte a Sqweegel en el diablo?
—En realidad —dijo Dark—, de un modo retorcido, creo que se toma a sí mismo por san Pedro.
—¿Y qué hay de los caballos? ¿Son un símbolo de la corrupción del negocio de las carreras?
—Sé que lo dices en broma, pero piensa en ello. ¿A quién representan los caballos? Al Departamento de Policía de Nueva York. Quizá los está juzgando por algún pecado.
—Y los chavales de Hancock Park son símbolos de otra cosa —dijo Constance, siguiendo la misma línea—. Quizá de la avaricia de sus padres, o de la falta de interés paternal. Deberíamos volver a hablar con ellos, ver si podemos seguir tirando de ese hilo.
—Riggins ya ha enviado a unos agentes —dijo Dark.
—Y también está lo de los números —prosiguió Constance.
—Continúa.
—Los de la cancioncilla. Seis sacerdotes. Cinco caballos. Tres niños. Está tachando elementos de una lista.
—Cierto. Pero no sigue ningún orden. Su modo de actuar no es numérico. Lo guía otra cosa.
—Hay siete versos en la cancioncilla —señaló Constance—. El siete es un número interesante. Ya sabes, los siete pecados capitales.
—No —respondió Dark—. No creo que sea algo tan evidente. Está intentando decirnos otra cosa. Nos está retando a ser lo suficientemente inteligentes como para descubrir el patrón.
Constance se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos aquellos intercambios. Cualquiera se habría reído si lo hubiera dicho en voz alta, pero para ella eran como un buen polvo. Toma y daca. Dos mentes trabajando juntas en pos de un mismo objetivo, ya fuera capturar a un psicópata o darse placer mutuo. En ambos casos, pensó Constance, se alcanzaba el mayor grado de intimidad al que dos mentes podían aspirar. En cierto modo, tenía la impresión de conocer a Dark mejor que nadie.
Y eso explicaba muchas de las cosas que habían pasado entre ellos.
—Necesito ir a Nueva York cuanto antes —dijo Dark.
—Quizá eso es lo que él quiere que hagas —repuso Constance—. Puede que haya utilizado a alguien para cargarse a los caballos.
—No. A Sqweegel le gusta cometer personalmente sus asesinatos. En treinta años no ha habido ni una sola señal de que haya tenido un cómplice o contratado a alguien para llevar a cabo una tarea así. He considerado la posibilidad de que haya cambiado su forma de actuar, pero no lo creo. Es un maniático del control. Para él, no hay nadie que merezca trabajar con él.
—Sí, es un maniático. Aun así, no sé si es el mejor momento para que te metas en un avión y…
Justo entonces sonó la BlackBerry de Dark. La cogió y se la llevó a la oreja. Asintió en silencio.
—Sí. Muy bien.
—¿Qué sucede? —preguntó Constance. Pero Dark ya estaba en el pasillo.
—¡Eh! ¡Dark! ¿Qué diablos ocurre?
—Sibby —contestó él.
Serpenteando por los pasillos del 11000 de Wilshire, Constance corrió tras él hasta alcanzarlo.
—¡Dark!
Al final él se detuvo y se volvió.
—¿Qué?
—Deja que te lleve al hospital. Podemos seguir analizando la cancioncilla en el coche. ¿De qué me sirve haber alquilado uno llamativo si no lo conduzco por las calles de Beverly Hills?
Dark se lo pensó un minuto y finalmente asintió.
—Está bien.
El coche de alquiler tenía poco de llamativo. Era una vieja minifurgoneta Chevy Uplander que Constance había escogido porque no sabía si tendría que transportar a media docena de agentes o utilizarla sola. No se había imaginado que tendría que encargarse de aquello mano a mano con Dark.
Y ahora que él se dirigía a ver a su esposa, ahora que tenían un momento a solas lejos del frenesí de la sala de operaciones, ella sentía la necesidad de decir algo. Por fin. Después de todos aquellos meses.
—Has dicho que Sqweegel pretende juzgar a las personas; enviar un mensaje —dijo ella—. Que está llevando a cabo una misión de rectitud moral. Que quiere castigar a los pecadores.
—Sí —dijo Dark.
—Entonces…
—¿Sí?
—¿Por qué está intentando castigarte a ti?
—No lo sé. Riggins y yo hemos estado dándole vueltas a eso. Creemos que se debe a mi anterior implicación en el caso, pero no tiene demasiado sentido. Sqweegel le estaría dando demasiada importancia a nuestra relación.
—Interesante elección de palabras —dijo Constance.
Dark la miró fijamente.
Constance intentó girar a la derecha hacia Wilshire, pero un todoterreno la adelantó antes de que pudiera hacerlo. Era casi medianoche, pero había una cantidad sorprendente de tráfico. Le devolvió la mirada a Dark y decidió que debía decir algo antes de que fuera demasiado tarde.
—¿No crees que puede tener algo que ver con nosotros dos?
Al principio Dark no respondió. De hecho, no hizo absolutamente nada. Parecía que ni siquiera respirara. A veces actuaba así, y a Constance le provocaba una gran frustración. Preferiría que hiciera algo. Lo que fuera. Especialmente que pusiera las cartas boca arriba.
Finalmente pudo girar hacia Wilshire.
—Eso sucedió hace mucho tiempo, Constance —dijo Dark.
—Hace casi un año.
—Y sólo tú y yo lo sabemos, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Entonces no puede ser eso.
«Está bien», pensó Constance. Problema solucionado. Ya no se sentía culpable. ¡No había sido tan difícil! Debería haberlo hecho hacía mucho.
Poco después, llegaron al Socha.
Dark también había pensado en ello. Desde que le había preguntado a Riggins «¿Por qué yo?».
Había muchas manchas en su alma, pero la única que lo hacía sentirse verdaderamente culpable era la que te recordaba lo que había sucedido con Constance.
Por aquel entonces no era él mismo. Era un fantasma vacío. Un cadáver andante que una noche creyó ser humano.
Lo que había sucedido pertenecía al pasado e iba a permanecer allí.
¿Verdad?
—Hola —dijo Sibby.
Llevaba un rato algo preocupada por si, tras la espera, sus cuerdas vocales no respondían o las palabras no le salían.
—Hola —respondió Steve, y le cogió la mano.
El día anterior no había sido más que una confusa ensoñación de médicos, historiales, tubos intravenosos, pitidos de máquinas, discusiones sobre el accidente y carreras para salvar al bebé. Todo parecía ajeno a ella, como si hubiera estado viendo una serie de televisión sobre médicos y todas aquellas cosas horribles le estuvieran sucediendo a otra persona.
Pero ya no importaba nada de eso, porque Steve estaba allí.
Ella estiró el brazo y le acarició la mano con los dedos. El tacto de su piel le resultaba real. Dichosamente real. Podía incluso oler su champú. Y el suavizante que utilizaban para la ropa.
—Bienvenida —dijo él—. Los médicos dicen que te encuentras mejor, que el hígado ya está estable y que el bebé se pondrá bien. ¿Cómo te sientes?
—Como si hubiera tenido un accidente de coche —contestó Sibby.
Steve la miró con el cejo fruncido; luego se rió.
En realidad —a pesar de que los médicos y las enfermeras le habían contado lo que había ocurrido, lo del choque en la I-10, la lesión del hígado y todo lo demás—, ella no recordaba absolutamente nada ni del accidente ni de las horas posteriores. Era como si su cerebro lo hubiera borrado de su memoria de corto plazo. Puede que más adelante lo recordara todo.
Lo que ya recordaba era suficientemente horrible: el mensaje de texto de su acosador. Recordaba todas y cada una de las palabras y lo que implicaban. Tenía que contárselo a Steve, pues no creía en las coincidencias. Se moría por hacerlo desde que se había despertado.
Steve se inclinó hacia ella con la boca abierta, como si estuviera pensando algo muy importante pero no fuera capaz de verbalizarlo. Algo que parecía estarlo corroyendo por dentro.
—Tengo que contarte algo —dijo Steve—. Una cosa que sucedió cuando nos conocimos. Algo que nunca te he dicho.
Constance los observaba a través de la pequeña ventana de la puerta de la habitación de Sibby. Se le llenaron los ojos de lágrimas al contemplar a Dark y a su esposa intercambiar sus primeras palabras tras el accidente. A sabiendas de que nadie la oiría, a sabiendas de que sólo Dark entendería lo que quería decir, Constance dijo para sí un par de palabras y esperó que, de algún modo, su significado alcanzara a Sibby.
«Lo siento».
03.13 horas
Sibby oyó lo que Dark le decía, pero no lo escuchó. Estaba demasiado concentrada en los mensajes de texto y en la necesidad de contárselo a Steve de forma que no se cabreara.
—No me debes explicaciones de ningún tipo —le dijo ella—. No importa.
—No. Tienes que saberlo.
—Sea lo que sea, Steve, puede esperar. Yo también te he ocultado algo.
Sibby sintió que la mano de Dark empezaba a soltar la suya, como si ya se estuviera distanciando.
—¿De qué hablas? —preguntó Steve.
—La otra mañana te mentí. No quise darle más importancia de la que creí que tenía, y tú estabas tan cabreado…
—Dímelo de una vez —la presionó Steve.
—Cuando me desperté, me sentía rara. Grogui. Dolorida.
Steve se quedó momentáneamente sin respiración, luego bajó la cabeza, lo cual confundió a Sibby. Ella se esperaba que se pusiera hecho una furia, pero actuaba como si ya lo supiera.
¿Lo sabía? ¿La habían examinado por si la habían viólado y no se lo habían dicho?
Steve le soltó completamente la mano. Ella estiró el brazo y se cogió a su pulgar.
—Espera. Eso no es todo. También hubo unos mensajes de texto.
Ahora Steve pareció sorprenderse.
—¿Mensajes?
Sibby le contó todo lo que podía recordar sobre ellos. Que venían a ser versos bíblicos con toques sucios y que siempre llegaban cuando él no estaba en casa o ella había salido a comprar.
—Lamento no habértelo contado. No quería preocuparte. No te enfades, por favor.
—Claro que no me enfado —dijo Steve—. No pienses eso.
—No sé si tienen algo que ver con ese tipo que estás persiguiendo, pero tienen…
—Sí —dijo Steve en voz baja.
—Pero ¿por qué nosotros? ¿Por qué yo, durante tanto tiempo?
—Es por mí. Es por mi culpa. Eres mi pareja, así que intenta hacerte daño a ti también. Y al bebé. Y seguirá intentándolo. No se va a detener.
La revelación fue un duro golpe para Sibby. Durante todo aquel tiempo, a lo largo de toda su relación, ella había asumido que el estoicismo de Steve se debía a su forma de ser. Ahora, sin embargo, estaba claro que no era un rasgo de personalidad. Era una táctica de supervivencia; un muro que había construido para separar su nueva vida con ella de la que había llevado anteriormente. Y ahora el muro se había venido abajo, su antigua vida se estaba filtrando en la nueva y no había nada que pudiera hacer al respecto.
«Y una mierda», pensó Sibby.
—Bueno, sólo puedes hacer una cosa —dijo ella.
—¿El qué?
—Terminar con esto.
Steve la miró algo desconcertado, como un niño al que estuvieran regañando. Luego se recompuso. E intentó volver a poner parte del muro en su sitio.
—No lo entiendes —le dijo—. No te lo he contado todo. Esto viene de atrás.
—Me da igual. Eres el mejor en lo tuyo aunque no hayas ejercido desde hace tiempo. ¿Por qué iban a acudir a tí si no? ¿Por qué si no el FBI te querría a toda costa en este caso?
—Ya lo he intentado antes —explicó Steve—. Una vez oficialmente. Otra extraoficialmente. En ambas ocasiones el resultado fue el mismo. No pude atraparlo. No soy el hombre adecuado para este trabajo. No importa lo que piense el FBI.
—¿Entonces qué debemos hacer? ¿Huir y esperar que ese tipo no venga a por nosotros? Tú puedes detenerlo, Steve.
—No lo comprendes.
—Deja de decir eso. ¿Después de todo este tiempo juntos crees que no conozco tu verdadera personalidad? ¿La que intentas ocultar?