Sus oraciones habían sido escuchadas. Pero seguramente no como habrían querido.
Ahora la pregunta era: ¿era cosa de Sqweegel? Riggins había pedido que lo informaran de cualquier asalto o asesinato particularmente atroz que tuviera lugar en toda la zona sur del estado, y ciertamente aquél lo era.
Cuando se lo hubo comentado a Wycoff una hora antes, el secretario se había puesto hecho una furia. «¡A la mierda con los críos! El monstruo no secuestra. Él tortura. Mata. Céntrate en el caso. ¡Todo lo demás no importa!».
Pero Riggins no lo podía dejar estar. El Hospital Médico Socha se estaba convirtiendo a toda velocidad en una suerte de sucursal de Casos especiales: primero Sibby, luego las noticias sobre los sacerdotes, y ahora aquellos muchachos. Estaba preocupado.
¿Por qué aquellos chicos y en aquel barrio en concreto? ¿Por su proximidad al Socha, que quedaba a apenas diez minutos en coche por la West Third? ¿Acaso había sido cuestión de mala suerte que se toparan con un asesino de nivel 26 mientras éste deambulaba por las calles de Los Ángeles?
¿O se debía al hecho de que Dark vivió en Hancock Park con su familia adoptiva y asistió al mismo instituto?
Riggins esperaba que los chavales pudieran arrojar algo de luz sobre todo aquello. El más mínimo detalle sobre su torturador o el lugar en el que los había encerrado podía resultar clave.
Pronto serían trasladados a la comisaría más cercana del Departamento de Policía de Los Ángeles. Riggins sabía que aparecer por allí y empezar a menear su polla jurisdiccional no era lo mejor que podía hacer; era una batalla que no necesitaba librar.
Pero aun así, funcionó. El policía, un tipo llamado Jack Mitchell, rollizo y que no se andaba con tonterías, había permitido que Riggins y Dark observaran los interrogatorios. Especialmente después de que le hicieran entender que aquél era exactamente el tipo de crimen con el que Casos especiales se las veía diariamente.
Dark surgió de la nada y se acercó a Riggins.
—¿Qué ha pasado?
—Un momento —contestó Riggins—, ¿hay alguna noticia de Sibby?
—Ninguna novedad —quería cambiar rápidamente de tema y centrarse en el caso—. ¿Y los chicos? ¿Han dicho algo ya?
Dark los había visto una hora antes, cuando habían llegado a urgencias. Estaba fuera tomando el aire y le preguntó qué había ocurrido a uno de los agentes uniformados. Dios, la cantidad de terapia que iban a necesitar. No sólo por los daños físicos, sino también por el estigma psicológico que iban a arrastrar durante los meses siguientes. Dark se quedó estupefacto al enterarse de cómo los habían encontrado: desnudos y sangrando, justo enfrente del Instituto Hancock Park.
Su alma mater.
¿Coincidencia? Podía ser. Pero le pidió a Riggins que lo investigara de todos modos. Después de los sacerdotes muertos y el incendio en la iglesia —su iglesia—, Dark cada vez creía menos en las coincidencias.
—He hecho un trato con Jack Mitchell, del Departamento de Policía de Los Ángeles —dijo Riggins—. Los padres nos han dado su consentimiento por escrito: podemos presenciar los interrogatorios. Y, si fuera necesario, estoy seguro de que podría convencerlos para que nos dejen entrar y hacer unas cuantas preguntas más. Lo único que quieren los padres es que atrapemos al tipo que le ha hecho esto a sus hijos; y, si es posible, que sus pelotas terminen en un tarro de gelatina.
—Sé cómo se sienten —respondió Dark.
Para ver el interrogatorio,
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viólated
West Hollywood
19.09 horas
Dark subió por un largo y estrecho tramo de escaleras de hormigón hasta la puerta del apartamento.
Se trataba de la nueva vivienda que Riggins le había buscado; un lugar donde poder dejar lo imprescindible, las cosas que necesitaba tener a mano.
Se detuvo ante la puerta mientras en su cabeza se agolpaban un montón de ideas paranoides. ¿Y si Sqweegel había seguido a los de la empresa de mudanzas? ¿O a Riggins, que había subido las cajas personalmente al tercer piso?
¿Estaría escondido dentro, acurrucado en un rincón o debajo del fregadero?
Dark tenía la esperanza de que así fuera. Quería ponerle las manos encima, aunque sólo fuera durante unos segundos. Aunque muriera al hacerlo. Sólo quería vengarse un poquito por haber irrumpido en su casa. En su refugio. El lugar que Sibby y él habían construido juntos.
Pero no debía pensar en eso. Tenía que concentrarse en el caso.
Dark todavía llevaba puesta la misma camisa que cuando ocurrió el accidente, así que seguía manchado con la sangre de Sibby. En la sala de espera, Riggins lo había mirado de arriba abajo y le había insistido en que se fuera al apartamento, se diera una ducha y se pusiera ropa limpia antes de que su aspecto empezara a resultar ofensivo. Seguramente tenía razón.
Pero Dark ya lo haría más tarde. Antes tenía que ocuparse de otro asunto. Algo a lo que llevaba varias horas dándole vueltas.
Empezó a quitar cinta de embalar y a abrir cajas de cartón. Riggins le había dicho que había empaquetado personalmente todo lo que había en su antigua casa. Dark confiaba en que no se hubiera olvidado de su portátil. Era un pensador metódico y necesitaba ordenar las piezas de un modo concreto. El ordenador lo ayudaba a hacerlo.
Al abrir la tercera caja, Dark encontró un objeto cuadrado envuelto en papel de seda azul. Retiró el papel y lo que vió lo hizo detenerse.
Era una fotografía de Sibby, de antes de que se conocieran, cuando todavía era bailarina profesional. Fue la primera foto que le dio, tras mucho pedírsela. A Dark le encantaba verla bailar. Aunque, claro, a él le gustaba ver incluso cómo cruzaba una habitación.
Cuando finalmente cedió y le dio la fotografía, él se pasó horas estudiándola, intentando averiguar qué era exactamente lo que lo atraía tanto de ella. No se trataba de un único detalle o rasgo físico. Era Sibby en su conjunto. Ver a Sibby bailar era la imagen más maravillosa que había disfrutado nunca.
Con los dedos algo temblorosos, Dark volvió a envolver con cuidado el marco. Intentó no romper el papel ni dejar rastros de que lo había abierto. Luego lo volvió a colocar en la caja y rozó con los dedos las viejas zapatillas de ballet de Sibby, que descansaban entre los demás recuerdos de su feliz vida. Cerró la caja de nuevo y pasó la mano por la cinta adhesiva para que quedara bien fijada.
Siguió rebuscando en una cuarta caja y encontró algo más: una foto enmarcada de los dos, del verano anterior, poco después de que empezaran a salir. Sibby llevaba un vestido amarillo. A él le encantaba, le encantaba cómo le quedaba, le encantaba cómo realzaba las curvas de su cuerpo, y le encantó quitárselo cuando regresaron a su casa aquella noche…
Y ahora aquel cuerpo yacía lleno de magulladuras, cortes y abrasiones en una cama de hospital no muy lejos de allí.
Dark se recompuso. Debía evitar perderse en aquellos recuerdos. A Sibby no le serviría de nada.
Tenía que volver al caso, aunque sólo fuera para distraerse mientras esperaba a que su esposa recuperara la conciencia.
Un rato después encontró la caja que contenía todo lo que necesitaba. El portátil. Una impresora inalámbrica. Papel. Bolígrafos. Dark lo cogió todo y se sentó con las piernas cruzadas en medio del salón, que estaba iluminado por tan sólo una lámpara de escritorio. En aquel momento, el resto del mundo daba igual. Ahora únicamente contaban Dark y las pruebas.
Sabía que encontraría la respuesta en la pequeña «cancioncilla» de Sqweegel.
Rápidamente, Dark la transcribió, aumentó el tamaño de la letra, e imprimió una copia.
Uno al día morirá.
Dos al día llorarán.
Tres al día mentirán.
Cuatro al día suspirarán.
Cinco al día por qué se preguntarán.
Seis al día se freirán.
Siete al día…
¡Oh, Dios mío!
Dark tachó una línea.
Los sacerdotes de la Iglesia Metodista Unida de Hollywood, obviamente. Y luego estaban los chavales de Hancock Park a los que había torturado:
Tres al día mentirán.
A pesar del grave trauma que habían sufrido en sus respectivas cavidades anales, los tres chicos se habían mantenido firmes en su versión de los hechos: estaban patinando e intentando que alguien les comprara cerveza. Un tipo se ofreció a hacerlo a cambio de que le pagaran una botella de ginebra. Aquella tienda no tenía, así que subieron a su coche para buscar otra licorería. Y aquello era todo lo que recordaban; o eso decían.
Jack Mitchell les había señalado que la enfermera había encontrado restos de sangre y golpes alrededor de sus genitales. Nerviosos, los chicos declararon que se trataba de una estúpida travesura de borrachos: lanzarse unos a otros botes de ketchup al culo.
Pero entonces uno de los chicos cometió un desliz. Mencionó que el tipo llevaba un «traje blanco».
Mitchell dio un brinco al oírlo. ¿Qué tipo de traje blanco? ¿De qué estaba hecho?
De tela, dijo el chico. De tres piezas. Con un cinturón.
Los otros dos respaldaron su historia. Sí, de tela. Con botones y todo lo demás.
Mentían.
Tal como Sqweegel había dicho que harían.
Tres al día mentirán…
Dark miró atentamente las restantes frases de la lista, intentando descifrar su significado. No buscaba tanto lo que querían decir los mensajes individuales como el patrón general. ¿Sqweegel actuaba aleatoriamente o seguía un orden? ¿Tenía algún significado que hubiera empezado con el seis y luego hubiera dividido aquella cifra por dos?
Quizá ya hubiera llevado a cabo alguna de las otras líneas. No, Sqweegel no haría aquello. Ahora no. Lo que le interesaba ahora eran los gestos grandilocuentes. Y el hecho de que hubiera asaltado la casa de Dark horas después de la aparición de Riggins demostraba que estaba intentando llamar su atención. «Bueno, aquí estoy, cabrón. Ya tienes toda mi atención».
Y pensar que hasta hacía apenas unos días Dark se sentía liberado de todo aquello. El dolor que le provocaba el asesinato de su familia adoptiva nunca desaparecería, pero ya había pasado mucho tiempo desde que intentó meterse en la mente de un maníaco. Dejó de tener sentido. Su familia había muerto y, por mucho que repasara perfiles de Casos especiales o cultivara el razonamiento empático, no la resucitaría.
Y ahora tenía que volver a hacerlo. De nuevo intentaba abrirse camino por la mente enferma de aquel puto pirado. Era como romperse una pierna gravemente y luego volvérsela a romper sólo para recordar que era capaz de hacerlo.
El truco consistía en ver el mundo a través de sus ojos redondos y brillantes.
Ojos…
Un momento.
Dark cogió su móvil y llamó a Riggins.
—¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
—El servidor de vídeo que tenía en casa, ¿lo has cogido?
Dark sabía que el pequeño servidor llevaba un monitor incorporado que mostraría lo que había en el disco duro de su interior. Con todo lo que había pasado aquel día, casi se le había olvidado.
—Si me lo repites en una lengua que entienda, puede que sea capaz de contestarte.
—Las cámaras de vigilancia de mi casa —explicó Dark—. Hay una en cada habitación. Están conectadas a una caja blanca que hay dentro del armario de la entrada. ¿La has cogido?
—Si estaba unida a un cable, la cogí.
—¿Dónde está?
—¿Quizá en una de las cajas llenas de cosas con cables? Lo siento, Dark. Empaqueté a toda prisa. Escucha, deja que vaya y te ayude a…
Dark presionó la tecla de «colgar» y empezó a rebuscar en el resto de las cajas.
Nueva York/West River Drive
Jueves/23.00 horas, horario de la Costa Este
Sqweegel pagó al taxista y le dijo que se quedara con el cambio. Un momento después, el sucio Crown Vic amarillo se alejó y dejó su pasajero en la última acera del extremo oeste de Manhattan. El conductor se había pasado todo el trayecto escuchando basura en la radio. Si Sqweegel no hubiera tenido otros planes, habría pagado por su indiscreción. Quizá lo habría atado en algún sitio y le habría taladrado un par de agujeros en los oídos, liberándolos para que escucharan sonidos divinos. El divino silencio.
Pero no tenía tiempo para aquello. Los caballos lo esperaban. Y su cazador, que seguía devanándose los sesos en la otra costa, se perdería si no recibía pronto otro mensaje.
Al otro lado del Hudson parpadeaban las luces de la orilla de Jersey. A Sqweegel le gustaba darle la espalda a los zigurats de Nueva York. Mucha gente los adoraba ciegamente. A él únicamente le resultaban útiles porque le proporcionaban infinitos lugares en los que esconderse. Si quisiera, podría desaparecer entre las estructuras de hormigón de Manhattan durante diez o veinte años sin que nadie llegara a descubrir adonde había ido. Y, mientras tanto, él permanecería al acecho. Como un ángel.
Aquella noche, sin embargo, no buscaba un escondite.
Sqweegel dejó la acera y se internó por un sendero de tierra. Iba ataviado como un soldado recién llegado de Afganistán con un permiso de fin de semana: botas de combate, pantalones de camuflaje, chaleco blindado, capucha, gorra negra, gafas de sol. Un poco militar, un poco Brooklyn. Nadie le prestaría demasiada atención.
Tampoco se preguntarían por la caja de cartón blanca y rectangular que llevaba bajo el brazo. Flores para mamá; o quizá para su novia. Una docena de rosas recién cortadas para decir: «Espero que no te hayas estado tirando a nadie mientras a mí me disparaban en el culo en el Hindú Kush».
Al final del sendero había una cerca de madera con alambre de espino en lo alto. En la entrada había un letrero de madera con un texto grabado. La pintura dorada que llenaba los trazos estaba algo desvaída.
POLICÍA MONTADA DE NUEVA YORK
Un pequeño toque rústico en una isla de cristal, plástico y metal reluciente. Sqweegel lo admiraba, a su pesar. A veces la gente se esforzaba tanto en aparentar lo que no era…
Deslizó la caja de flores por debajo del último listón hasta que estuvo al otro lado de la cerca. Luego se quitó el chaleco blindado y lo puso encima del alambre de espino. Con gran velocidad, trepó por la verja, pasó por encima del alambre y recogió su chaleco al alcanzar el suelo. Sus movimientos fueron tan fluidos y rápidos que, de haber habido alguien mirando —aunque no había nadie—, se habría frotado los ojos y habría insistido en ver la repetición para asegurarse de que no sufría alucinaciones.