Pero no podía quitarse de la cabeza la grabación que acababa de oír. Las palabras que había oído al otro lado de la línea tras marcar aquel número de teléfono lo distraían de Sibby. Ese tono de voz infantil pero siniestro. Era algo que nunca había oído antes.
La voz de su adversario.
Uno al día morirá.
Dos al día llorarán.
Tres al día mentirán.
Cuatro al día suspirarán…
Le había recitado una enfermiza canción infantil, algo que los niños cantaban para asustarte o hacerte llorar y salir corriendo a casa con tu mamá. Le resultaba vagamente familiar, y sin embargo sabía que no lo había oído nunca en el patio del colegio. ¿De qué le sonaba, entonces?
Cuando Dark perseguía a Sqweegel, éste sólo dejaba tras de sí reliquias de segunda clase. Dark recordaba la distinción de cuando iba a la escuela católica: las reliquias de segunda clase eran objetos que un santo había tocado. Libros sagrados. Un crucifijo que hubiera sostenido una vez. Un fragmento de su camisa o túnica.
Las reliquias de Sqweegel eran algo distintas. Cuerpos muertos, destrozados, torturados. Mensajes garabateados con la sangre de la víctima. Armarios que había escogido para esconderse.
Nada que proviniera de él directamente. Era demasiado cuidadoso, demasiado metódico.
En otras palabras, nunca había dejado reliquias de primera clase; nada de los propios santos. Un fragmento de hueso. Un mechón de pelo. Un resto de uña. Una muestra de tejido muscular.
Pero ahora, finalmente, tenían una reliquia de primera clase de Sqweegel: una muestra de su voz.
Tras oírla, a Dark le resultó difícil poder desoírla. Las palabras parecían haber penetrado en la masa viscosa de su cerebro y haber creado sus propias cajas de resonancia diminutas. Había silenciado la fuente, pero no su eco implacable:
Cinco al día por qué se preguntarán.
Seis al día se freirán.
Debería concentrarse en Sibby. En su hijo. No desperdiciar energía mental en aquello.
Mientras tanto, Riggins seguía comentándole que había informado personalmente a los policías acerca de las habilidades de Sqweegel. No entraría en la habitación de Sibby bajo una camilla o dentro de una máquina de rayos X. Inspeccionarían todo aquello que fuera más grande que una tarrina de gelatina. Qué diablos, iban a inspeccionar incluso las tarrinas de gelatina, por si acaso.
Dark asentía como si lo estuviera escuchando. Pero en realidad estaba intentando dejar de oír la letra de la cancioncilla.
Era como si la voz de Sqweegel estuviera genéticamente diseñada para crear una respuesta física agresiva en Dark, como un virus de la gripe infectando a un nuevo anfitrión. Había demasiado que bloquear.
Siete al día…
¡Oh, Dios mío!
Riggins le dio unos golpecitos en el hombro con los dedos.
—Eh. Los médicos dicen que Sibby va a estar ahí dentro bastante rato. ¿Por qué no vas a despejarte a algún lado mientras tanto? Yo me quedaré aquí.
Al cabo de unos segundos, Dark asintió finalmente. Luego se alejó por el abarrotado vestíbulo y salió del hospital. Sólo se le ocurría un sitio al que ir.
En algún lugar de Los Ángeles
Sqweegel levantó la tapa de metal y la dejó en el suelo, a su lado. Entonces puso la bombona de metal rojo boca abajo. El polvo blanco —bicarbonato de sodio— cayó al suelo con un apagado ruido sordo.
Con un trapo lo limpió casi todo. No tenía por qué hacerlo a la perfección. Normalmente, algo así lo habría molestado. Se habría obsesionado con cada mota de polvo y se habría pasado horas limpiando el interior de la habitación.
Pero hoy no. No había tiempo. Se consoló pensando que sólo estaba siendo prudente y siguió adelante.
A continuación, introdujo un largo tubo transparente en un bidón de metal herrumbroso y se metió el otro extremo del tubo en la boca. Chupó tres veces, rápidamente, hasta que el líquido casi le llenó la boca. Entonces taponó con el pulgar su extremo del tubo, lo sostuvo por encima de la bombona y, finalmente, levantó el pulgar.
El líquido empezó a caer profusamente. A Sqweegel le encantaba el ruido metálico que hacía al chocar contra la superficie de la bombona. Sus poderosos vapores le llenaban las cavidades nasales.
Le recordó a cuando se escondía en la parte posterior de un coche familiar y oía cómo el padre, la madre, un estudiante universitario o quienquiera que fuera llenaba el depósito del viejo vehículo para emprender un largo trayecto por autopista. Un viaje que nunca finalizarían.
Pero ya era suficiente. Sqweegel sabía que le resultaba fácil perderse en sus recuerdos. Lo único que se necesitaba para accionar el interruptor era un simple sonido, olor o textura.
Además, todavía le quedaban cuatro bombonas.
Cuando finalizó el proceso y volvió a colocar las válvulas de presión y las mangueras, contempló los cinco extintores modificados que descansaban sobre el suelo.
Sqweegel todavía tenía algo de líquido en la boca de la última bombona. Cogió un encendedor Bic de su caja de herramientas. Lo encendió. Escupió el líquido sobre la llama y…
Flooooooosh.
La bola de fuego iluminó fugazmente la habitación en la que estaba. Las sillas de ruedas. Los armarios de metal. El suelo de baldosas. Las sillas de madera. La monotonía de un trastero olvidado bajo el bullicio diario de los pisos superiores.
El tipo de trastero en el que se guardaban los viejos extintores. O las latas de gasolina de repuesto para los generadores eléctricos.
El tipo de trastero que no contaba con buenas cerraduras o una seguridad competente.
Hollywood, California
22.43 horas
Dark se quedó mirando la inmensa cruz iluminada. Por un momento, se volvió a sentir como un niño. Como la primera vez que oyó hablar de Dios.
Fue cuando tenía tres años. Estaba de pie en medio de los bancos de la iglesia y su padre biológico le dijo: «Mientras reces a Dios, todo irá bien». Pensó en Sibby sobre la mesa de operaciones y en Riggins haciendo guardia a su lado, y se preguntó dónde estaría su padre en aquel momento. No lo había visto desde hacía más de treinta años. Los recuerdos que tenía de él eran escasos y borrosos. Pero había heredado de él su confianza en Dios, y ahora esperaba que su fe le fuera recompesada.
Su padre adoptivo también había sido un hombre religioso. La fe, le explicó una vez, lo era todo. Y había muchas historias en la Biblia que daban cuenta de su poder. Abraham a punto de matar a su propio hijo. Jonás en la barriga de un animal increíblemente grande. Job soportando tormentos que parecían no tener fin. Al final, la fe y la oración los habían salvado. Y aquellas creencias habían acompañado a Steve a lo largo de su educación.
Pero no te contaban los inconvenientes.
Para eso esperaban a que fueras un poco mayor.
Dark se alejó del Yukon negro, presionó el botón del cierre de seguridad y se dirigió hacia las puertas de la Iglesia Metodista Unida de Hollywood, en Franklin Street. No era metodista, pero de vez en cuando le gustaba ir a aquella iglesia.
Quizá porque resistía en medio de Hollywood, a pocas manzanas del teatro chino de Grauman y de los relucientes focos de los centros comerciales con gigantescos elefantes de estilo babilónico que adoraban al Gran Dios Cine. Si se querían unas buenas vistas del letrero de Hollywood, no se conseguirían sin que la Iglesia Metodista Unida se introdujera en el campo de visión. Eso era resistir. A Dark le parecía digno de admiración.
Aquella iglesia era, además, un lugar que le permitía pasar completamente desapercibido. No era un feligrés habitual. Tampoco lo era nadie que él conociera.
De todos modos, no solía entrar cuando había celebraciones. Prefería estar allí solo. Era la única forma en que se podía sentar y aclararse la cabeza.
La iglesia estaba tan silenciosa como una tumba. Sus pasos resonaban contra las paredes de mármol. En la parte delantera, seis sacerdotes permanecían arrodillados frente al altar con las cabezas inclinadas, rezando en silencio. A la izquierda, un hombre solitario enfundado en un abrigo encendía una hilera de cirios, uno a uno, con una larga cerilla de madera. Cuando terminó, dejó la cerilla a un lado, inclinó un momento la cabeza y salió de la iglesia. Quizá era uno de los últimos que quedaban en Hollywood. Uno de los últimos auténticos creyentes.
Dark todavía creía.
De verdad. Nada de lo que le había sucedido en la vida había conseguido despojarlo de la idea fundamental de la existencia de un Dios.
Que fuera un dios benevolente, aún estaba por ver.
Podías rezar. Podías tener fe. Podías vivir con el único objetivo de hacer el bien. Podías esforzarte al máximo para equilibrar ese fin con los de ser un buen padre y un buen marido.
Podías cepillarte los dientes tres veces al día y tirar de la cadena. Podías ayudar a las ancianitas a cruzar la calle. Podías renunciar al vicio y otros excesos.
Y aun así Dios podía arrebatártelo todo.
O peor todavía: permitir que otros lo hicieran.
Y no se trataba de un dios de juguete, sino del auténtico Dios, de aquél bajo cuya máscara se escondía una indiferencia sobrenatural.
Ésa era la pega.
Aun así, Dark se refugiaba en Él.
Escogió un punto en medio del mar de bancos, se arrodilló y empezó a repetir el Padre nuestro intentando concentrarse en las palabras. Porque farfullar algo que uno ha memorizado no es rezar; si no, un robot también sería capaz de hacerlo. Cuanto más intentaba focalizar su mente en la oración, más pensaba en Sibby. «Hágase tu voluntad». ¿Era aquélla su voluntad? El cuerpo fracturado de su esposa tirado sobre el humeante asfalto de Los Ángeles. «Danos hoy nuestro pan de cada día. No nos dejes caer en la tentación…Y líbranos del mal».
Dark rezó lo mejor que pudo; luego dejó vagar su mente. Quizá por fin Dios le hablara. Quizá ya hubiera mostrado suficiente indiferencia, se diera cuenta de lo que había pasado y dijera: «Oh, eres tú. No había vuelto a pensar en ti desde que tenías tres años…».
Pero nada. La iglesia siguió en silencio. Dark incluso oía el ruido de sus articulaciones al cambiar de postura sobre la banqueta de madera.
Dios tampoco le estaba prestando atención aquel día.
Dark se puso en pie y observó a los seis sacerdotes, que seguían con su vigilia. Quizá ellos tuvieran línea directa. Quizá fuera así como se hacía.
Se dirigió hacia el fondo de la iglesia y se quedó mirando la hilera de cirios que había encendido el Último Auténtico Creyente. Iluminaban una estatua de Jesucristo crucificado que había cerca. Tenía al menos cuatro metros y medio de altura y estaba tallada a mano.
¿Era así cómo funcionaba? ¿Había que sufrir como ningún otro hombre había sufrido para recibir una señal del Padre?
«Quizá —pensó Dark—, podía hablarle bien de él a su hijo».
De repente, sin ser consciente de ello, Dark se arrodilló y se vino abajo. No con lágrimas, ni rezando, sino con simples palabras.
—Por favor, no te la lleves —dijo en voz baja—. Por favor, no le hagas daño al bebé. Ellos son inocentes. Si quieres llevarte a alguien, que sea a mí. No tengas piedad de mi alma. Ten piedad de las suyas…
Las palabras salían atropelladamente de su boca. Unos momentos después, se quedó callado.
Dark se santiguó y salió de la iglesia.
Unos minutos después, los pies de Jesús empezaron a arder.
Acercar una cerilla a su divino pie izquierdo había sido suficiente. Pintura sobre madera. No era ningún milagro. Había sido muy fácil.
Las llamas se propagaron por el reguero de líquido inflamable que llevaba a la hilera de cirios, que alimentaron aún más las llamas de la base de la cruz.
El fuego comenzó justo después de que Dark saliera del edificio. Como estaba planeado, claro está. Si Dark hubiera olido humo, se habría quedado hasta encontrar el modo de detener lo que tenía que pasar. Y no se trataba de eso, de que Dark se enfrentara a un fuego.
No, quería que, al volverse, Dark viera la estela del abrasador infierno que dejaba tras de sí.
Sqweegel tiró la cerilla en la caja metálica de las limosnas y luego subió por las escaleras de mármol hasta el coro, desde donde podría disfrutar de la perspectiva del Todopoderoso. Todavía llevaba el abrigo, así que se lo quitó. Quería que el Hacedor lo viera tal como Él lo había creado:
Glorioso.
El sacerdote situado en el extremo izquierdo de la fila fue el primero en advertir el crepitar del fuego. Miró hacia la derecha, luego al techo, y finalmente… «Ah, eso es, Padre. Muy valiente por su parte. El ruido extraño proviene de la parte trasera de la iglesia, cerca de los cirios votivos. Somos la luz del mundo, proclaman».
Pero también eran fantásticos conductores del fuego.
Para cuando el sacerdote se puso en pie y avisó a su compañero más cercano con unos golpecitos en el hombro, la estatua de Jesús ya estaba envuelta en llamas.
«Aquí está tu señal», pensó Sqweegel.
Las vistas desde el balcón del coro eran perfectas para contemplar el ballet de pánico que tuvo lugar a continuación. Tres sacerdotes rodearon un conjunto de bancos; dos, el otro. Se acercaron para contemplar el milagro. Sólo uno de ellos pensó de modo práctico. Corrió hacia la sacristía en busca del extintor más cercano.
Mientras tanto, los otros cinco siervos de Dios se acercaron todavía más al fuego, como si pudieran detener las llamas con un poco de agua bendita.
El sexto sacerdote llegó corriendo por el pasillo central con un extintor en cada mano. Este tipo sí sabía utilizar la cabeza. Les gritó algo a sus colegas y les dio uno de los extintores.
La fe, el misterio y el temor sagrado dejaron paso a la fría lógica: tenían que sofocar el fuego antes de que toda la iglesia —hecha de toneladas de madera— echara a arder.
El sexto sacerdote fue el primero en actuar. Tiró del cierre de seguridad, apuntó con la manguera de goma a los pies de Jesús y accionó el gatillo. Lo que salió, sin embargo, no fue bicarbonato de sodio, sino gasolina.
Una delgada línea de fuego recorrió el chorro de gasolina hasta el extintor…
BA-BUM.
La bombona de metal explotó en las manos del sexto sacerdote y la bola de fuego resultante engulló a los dos que estaban a su lado.