Pasó los dedos por las paredes, sobre todo por los rincones. Una pequeña fisura podría indicar la existencia de una puerta… o sólo que había una grieta en la mampostería.
Por el rabillo del ojo, Dark vió que las cortinas de las puertas de cristal del patio se movían. Con mucho cuidado y sujetando la pistola con las dos manos, se dirigió hacia allí. Observó las cortinas como si fueran el torso de un animal abatido y él esperara la menor señal de que aún respiraba.
Dark metió la Glock entre las dos piezas de tela y apartó la de la derecha…
Nada.
Su casa no era muy grande si se comparaba con las que solía haber en Malibú, pero aun así le llevó más de treinta minutos registrarla. No dejó ninguna habitación, armario empotrado, vestidor, estante, rejilla de ventilación, hueco de cañerías o desagüe sin revisar.
Aun así, era consciente de que se le podía estar pasando algo obvio. Algo que Sqweegel captaría al instante… y aprovecharía.
También buscaba cualquier cosa que —como el reloj roto— estuviera fuera de lugar. Colocada a propósito, o no.
Algo iba mal. Podía sentirlo. Algún pequeño detalle que había visto miles de veces en su casa y que ahora no estaba exactamente igual. Pero si en efecto había algo, a Dark le estaba costando mucho ver qué era.
Estaba exhausto. La sorpresa de ver a Riggins, el sexo, el pésimo café de la cafetería, el reloj… todo se mezclaba en su mente. Se preguntó, distraído, si todo aquello no sería más que una pesadilla, si no se daría pronto la vuelta y olería el penetrante aroma del champú de Sibby y sabría que todo iba bien.
Dark se metió la pistola en el bolsillo trasero de los vaqueros y se apoyó contra la pared de su dormitorio.
Sibby estaba sentada sobre el edredón, con las piernas cruzadas y las muñecas sobre las rodillas, como si una posición de yoga pudiera ayudarla a hacer frente a la locura que se había adueñado de su casa.
—Cariño —dijo Sibby tranquilamente—, quiero que sepas lo mucho que me estás acojonando en estos momentos.
—Lo siento —dijo él al cabo de varios segundos.
—¿Qué sucede?
Dark la miró durante un rato, como recordándose a sí mismo que aquélla era Sibby, no su madre adoptiva. No había retrocedido en el tiempo. No estaba en medio de una truculenta reposición. Estaba aquí. Y ahora.
Se dirigió al vestidor y cogió la bolsa de piel que se había llevado a casa. Abrió la cremallera y se la pasó a Sibby.
—He encontrado esto en el camino de la entrada. No es mío.
Sibby miró dentro de la bolsa.
—¿De quién es?
—No lo sé. Puede que simplemente se le haya caído a alguien. Pero a veces se utilizan para señalar que un objetivo ha salido de casa.
—¿Objetivo? —preguntó Sibby—. ¿Quieres decir que alguien te está siguiendo?
—Pero no va en serio. Es un viejo truco. Casi una broma.
Sibby pensó en ello.
—Y quienquiera que lo haya dejado no lo ha recogido.
—Exacto —dijo él—. Es alguien que me quiere gastar una broma. O que intenta distraerme.
Dark la miró. No había calidez en su mirada. La observó clínicamente, de la cabeza a los pies. Analizaba su piel en busca de alguna marca inusual e intentando no alarmarla.
—¿Qué pasa? —preguntó Sibby, que se sintió incómoda de repente.
—¿No has oído nada mientras estaba fuera?
—Si alguien se hubiera acercado a menos de tres metros de la casa,
Max
y
Henry
me habrían despertado.
—Cierto —dijo Dark. Luego se dirigió a la ventana del dormitorio.
—Además… ¿quién querría seguirte a ti?
Eso, quién.
No hacía ni veinticuatro horas que Riggins había mencionado el nombre de Sqweegel, y ahora Dark ya lo veía en cada rincón oscuro.
Quizá el reloj era cosa de los dos matones de Riggins. Quizá eran de la vieja escuela. Quizá les habían reducido el presupuesto y lo único que podían permitirse para seguir el rastro de los enemigos más peligrosos de Norteamérica era un montón de Timex baratos.
Claro.
No. Alguien le estaba enviando un mensaje.
¿Pero quién?
¿Y qué estaba intentando decirle?
A decir verdad, Sibby sí se sentía algo rara.
Levemente mareada, como si se hubiera saltado la cena la noche anterior. Y tenía entumecidas partes del cuerpo que el día anterior no lo estaban. Le dolían las articulaciones. Y tenía la boca seca.
Pero no se lo iba a decir a Steve. No mientras estuviera merodeando por la casa con un reloj roto y una pistola cargada en la mano.
Precisamente por eso no le había contado lo de su Jesús personal. Si un reloj roto en la calle lo ponía así, ¿qué pasaría si le explicaba lo del acosador telefónico?
Además, seguro que la rigidez era otra de las sorpresas del embarazo, que ya había causado estragos en su cuerpo durante los últimos ocho meses. Sus amigas le decían que lo peor estaba por llegar, que su cuerpo se iría preparando para el parto. Un relajante químico le inundaría las articulaciones y haría que se le ensanchara la cadera, como si fuera un Transformer o algo así.
Quizá eso era lo que le pasaba. Se sentía como si alguien le hubiera estirado las caderas.
No había motivo para preocupar a Steve. Él ya estaba suficientemente histérico por ambos, aunque se esforzara en ocultarlo.
Ahora se había sentado en el borde de la cama, cerca, pero de espaldas a ella.
Sibby intentaba contener las lágrimas. Sus emociones se habían convertido en un cóctel imprevisible a lo largo del embarazo y, cuanto más se acercaba al final, más alterada estaba. La tristeza la abrumaba un minuto. Al siguiente, se ponía furiosa.
Intentó sobreponerse.
—No te puedo ayudar si no me lo cuentas —le dijo.
—He metido a mucha gente entre rejas —dijo Steve con calma—. Gente que podría querer hacerme una visita.
—¿Alguien en concreto, Steve? ¿Crees que alguien va a por ti?
Él no contestó.
—¿Por eso estuviste anoche con tu antiguo jefe?
Siguió sin decir nada.
Max
y
Henry
permanecían sentados a la expectativa. Resollantes. Esperando su paseo por la playa. No comprendían por qué no estaban de paseo. ¿No era aquélla la hora de su paseo?
Sibby era toda paciencia en lo referente a Steve; no tenía más remedio. Era lento, metódico, reservado. Sí, podía llegar a ser exasperante.
Pero también era lo que la atraía de él.
Steve era la quintaesencia del hombre de piedra, y Sibby siempre se sorprendía cuando era capaz de atravesar su dura coraza exterior y sentir los pequeños estallidos de calidez que se escondían debajo.
Los pocos fragmentos de su pasado que había compartido con ella a lo largo de su relación —que era un ex agente federal cuya familia adoptiva había muerto, y que él se sentía culpable por ello— habían sido suficientes para ella. Sibby no quería forzarlo a dejar al descubierto todos sus secretos. Si algo merecía la pena, tenía que ofrecerse por voluntad propia.
—No me lo estás contando todo —dijo Sibby tan serena como pudo.
Steve parecía luchar con las palabras.
—He metido entre rejas a gente muy mala, Sibby. Gente que no se lo pensaría dos veces antes de hacernos daño si tuvieran la oportunidad. Me he asustado, ¿de acuerdo? Lo siento…
Permanecieron un rato abrazados. Ella sintió que Steve la besaba en la frente. Todo estaba en calma. A salvo.
Entonces una ventana de la planta baja estalló. Steve y Sibby saltaron como si una corriente eléctrica les atravesara el cuerpo.
Dark cogió la Glock del bolsillo trasero de los vaqueros y le dijo a Sibby.
—Llama al 911.
Empezó a bajar las escaleras de espaldas a la pared y con la pistola preparada.
Vio que las cortinas del patio ondeaban. Su corazón se desbocaba a cada paso. Su cerebro le gritaba un nombre: Sqweegel.
Pero aquello no parecía obra del monstruo. Él no perdía el tiempo colocando relojes debajo de los neumáticos o rompiendo ventanas. No se anunciaba. Para él, lo emocionante de la caza era esconderse en el último lugar en que esperarías encontrarlo y ocultar sus oscuros ojos hasta el último momento. Y, para entonces, ya era demasiado tarde.
Finalmente, Dark vió lo que había roto el ventanal: una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Fragmentos de cristal la rodeaban sobre el suelo de madera.
Dark se acercó a la ventana, con cuidado de no tocar nada, y miró a un lado y otro de la playa. Nada.
Sacó su móvil del bolsillo y le envió un mensaje a Riggins.
Era muy simple: su dirección, seguida de «VEN INMEDIATAMENTE».
Si todo aquello estaba relacionado con Sqweegel, quién mejor que Riggins a su lado.
Una vez enviado el mensaje, Dark volvió a asomarse por el ventanal roto y salió al patio. Al otro lado de la calle había una patrulla de la policía de Los Angeles con las luces de la sirena encendidas. Dos agentes hablaban con su vecino.
El tipo era un millonario hecho a sí mismo originario del Bronx. Un descubrimiento en la industria del plástico había transformado su vida y le había permitido retirarse al lugar más paradisíaco de la Costa Oeste, cosa de la que nunca dejaba de quejarse. Coqueteaba abiertamente con Sibby, incluso cuando se hizo obvio que estaba embarazada. A ella le parecía un tipo dulce.
—Quiero que los liquiden ahora mismo —decía el vecino—. ¿Pueden hacerlo? ¿Los traerán aquí para que vea cómo los ejecutan?
—¿Va todo bien? —preguntó Dark.
El vecino extendió la mano y le mostró una piedra muy parecida en tamaño y forma a la que Dark había encontrado en su casa. Enojado, la agitó ante Dark.
—¿A usted también le han tirado una? —preguntó.
Dark negó con la cabeza.
—Oh, cojonudo. Sólo a mí —el vecino volvió a centrar su atención en los agentes—. ¿Pueden hacer algo con la piedra? Ya saben, meterla en alguna máquina y obtener el ADN como en CSI.
Dark les deseó suerte con la búsqueda de los culpables y regresó a su casa. Sibby ya estaba en el balcón delantero, esperándolo. Tenía una expresión de «¿Qué coño pasa?» en el rostro. Dark sacudió la cabeza.
—No pasa nada —le dijo en cuanto entró en casa—. Unos chavales han estado tirando piedras contra las ventanas de la gente.
—Es increíble —dijo—. Vivimos en una casa que vale millones de dólares y en un buen vecindario, y aun así tenemos que vérnoslas con este tipo de cosas. ¿Y si el bebé hubiera estado ahí, jugando bajo el ventanal?
—Ya… —dijo Dark en voz baja.
Sibby abrió con brusquedad el armario de la cocina y cogió una escoba.
—Ya lo limpio yo —dijo Dark.
—No, lo hago yo. Necesito hacer algo, si no saldré yo misma a buscar a esos mocosos. No sabrán lo que es un buen cabreo hasta que vean a una mujer embarazada con las hormonas revolucionadas.
En ese momento llamaron a la puerta.
Riggins.
—Eh —dijo—. He venido tan rápido como he podido. ¿Va todo bien?
—Sí —dijo Dark—. Estamos bien.
Mientras tanto, Riggins empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, examinando el suelo, las paredes, las cosas que colgaban de las paredes, el techo… hasta que finalmente se concentró en el ventanal roto.
—¿Y eso?
—Unos chavales han estado tirando piedras por el vencindario.
—¿Aquí, en Malibú?
—Eso parece —Dark miró detrás de Riggins—. ¿Dónde están tus novios?
—¿Mis hombres de negro? Fuera. Todavía creen que estoy a punto de convencerte para que aceptes el caso. Supongo que me concederán hasta el último minuto.
Sibby apareció detrás de Dark.
—Hola. Tú debes de ser Tom. —Le ofreció la mano—. Dark me ha hablado de ti…
—Nunca, ya lo sé. Me alegro de conocerte al fin, Sibby.
Dark tan sólo había mencionado a Sibby una vez, la noche anterior, cuando se le escapó lo del embarazo. Otra cosa quizá no, pero Riggins sabía ser educado.
Fue un momento extraño para Dark: el encuentro de dos mundos muy diferentes. Riggins era el pasado, el actor de una serie televisiva que había acabado hacía mucho. Sibby era el presente, su guía, la razón de todo. No deberían estar dándose la mano. No deberían siquiera estar en la misma habitación. El universo podría explotar.
Sibby rompió la tensión.
—Voy a hacer un poco de café. ¿Tom?
—Sí, por favor.
—Yo no quiero —dijo Dark—. Recogeré los cristales del suelo.
Riggins miró los fragmentos esparcidos por el suelo, y luego levantó la mirada hacia Dark.
—¿Crees que puede ser cosa suya? —susurró.
—No lo sé —dijo Dark—. Este tipo de comportamiento juvenil no forma parte de su perfil, ¿no?
—No —dijo Riggins—. Al menos en ninguno de los casos que hemos estudiado.
—E incluso si se tratara de él —prosiguió Dark—, ¿por qué romper la ventana de mi vecino? Sqweegel no se suele equivocar de dirección.
—No, seguro.
—Y no se da a conocer. Se limita a atacar.
—Desde luego.
Riggins juntó las manos y frunció los labios como si fuera a silbar. Pero no hizo sonido alguno. Una parte de él estaba disfrutando de la disertación de Dark. Estaba de lo más hablador.
Finalmente, Dark le preguntó.
—Está bien, ¿qué ocurre?
—Nada —dijo Riggins—. Sólo que hay algo aquí que no termina de encajar.
—Hemos pasado toda la noche despiertos y a ti te quedan pocas horas de vida. Claro que hay algo que no encaja.
A Riggins ni siquiera le hizo falta mirar el reloj. A mediodía todo habría terminado para él.
—Touché —respondió—. Pero míralo desde mi punto de vista. Aparezco de nuevo en tu vida y, unas pocas horas después, te rompen un ventanal. Dime, ¿cuántos actos de vandalismo sufre la ciudad de Malibú a la semana? ¿Tenéis que ir esquivando piedras Sibby y tú todos los días?
Dark lo ignoró. Barrió los cristales y los metió en un recogedor. Luego se dirigió hacia el cubo de basura de la cocina. Pero algo le llamó la atención. Se detuvo y, con mucho cuidado, seleccionó un único fragmento y lo sostuvo en alto para verlo a la luz.
—¿Qué sucede? —preguntó Riggins.
Girando lentamente el cristal bajo la luz del sol, Dark lo examinó como si tuviera una inscripción en sánscrito.
—¿Y bien? Por Dios, no me dejes así, Dark. Puede que ya esté muerto cuando te decidas a contármelo.