—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó.
—No es nada —dijo Steve—. Me he dejado llevar. La cobertura en la playa es una mierda.
—¿A quién intentabas llamar?
—A nadie importante.
—Está bien. Es tarde. ¿Por qué no vienes a la cama?
—Dentro de un rato. Te lo prometo.
Sibby recordó sus primeros días juntos. Por aquel entonces, se dio cuenta rápidamente de que sólo había una cosa que aliviaba el dolor, aunque brevemente. Una única cosa que alejaba los demonios y la devolvía a la vida.
Empezó a mover las piernas lentamente, y advirtió que Steve la observaba con atención. La barriga de embarazada sobresalía bajo su camisón de seda, pero él no podía apartar la mirada de su cuerpo. Ahora le tocaba a ella dar el siguiente paso. Él estaba esperándolo.
Sibby sabía que adoraba aquello, la sensación que le provocaba. Era lo que Steve necesitaba, apartar el dolor de su mente.
Aunque sólo fuera de forma temporal.
Para observar la tensión sexual,
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Sibby
Todo lo relacionado con Sibby —sus caricias, su sabor, su olor, la visión de su cuerpo— era más fuerte que cualquier narcótico que Dark hubiera conocido nunca. Ella sabía muy bien cómo llevarlo de vuelta a la tierra. Y, de algún modo, percibía lo que necesitaba desesperadamente.
La respiración de ambos todavía no se había relajado. No había nada que decir. No hacía falta.
Finalmente, Sibby le susurró al oído:
—Vamos a la cama.
A pesar de todo, Dark no estaba cansado. Seguía inquieto. Todavía pensaba en la conversación que había mantenido antes. Todavía pensaba en Sqweegel. No podía apartar aquellas imágenes de su cabeza. Las manchas de sangre en aquellas piernas pálidas. La tela del camisón rasgada. Los sollozos en un rincón del dormitorio…
Sibby le acarició la cara.
—Eh —le dijo—. Habla conmigo.
Ése era el problema de las drogas, ¿no? Estaban preparadas para actuar durante un rato. Y, sí, en ese momento el dolor desaparecía. Pero sólo durante un rato. Luego la recién descubierta calma se veía rápidamente reemplazada por aquel doloroso recuerdo; una desesperada necesidad de volver a él. Uno se devanaba los sesos para encontrar el modo de permanecer allí para siempre… o al menos unos segundos más.
Dark la besó. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro. Un poco después, abandonaron el patio y se fueron a la cama, se tumbaron encima de las sábanas y dejaron que el fresco aire del mar soplara sobre sus cuerpos y borrara el sudor.
Entonces sonó el teléfono de casa.
Era raro que llamaran a aquellas horas; de hecho, era raro que llamaran a cualquier hora. La mayoría de las llamadas se las hacían a los móviles. Sibby incluso había querido dar de baja la línea, pero Dark había insistido en mantenerla. Los móviles se quedaban sin batería. Las torres podían quedar fuera de servicio por algo tan simple como un ligero temblor de tierra.
El teléfono volvió a sonar.
—Yo lo cojo —dijo Sibby en voz baja.
—No, ya voy yo.
Dark suspiró, estiró el brazo por encima de su mujer y descolgó el aparato.
—Sólo diez minutos —dijo Riggins—. Dame diez minutos y te dejaré en paz para siempre.
—Maldita sea, Riggins.
—No te lo pediría si no fuera importante. Te has llevado el dispositivo de memoria. Sé que probablemente ya lo has visto.
Dark sintió que Sibby le apretaba la mano con más fuerza. Una agradable ráfaga de aire fresco sopló sobre ellos. Estaría bien quedarse en la cama y no moverse durante semanas. No moverse hasta que naciera el bebé. Y entonces volverían a la cama con el bebé y permanecerían allí tumbados un poco más. Quizá hasta que el bebé tuviera que ir a la universidad.
Estaría bien, pero Dark sabía que no iba a suceder.
—¿Dónde? —preguntó él.
—El mismo lugar de antes.
—Esa cafetería ya debe de estar cerrada.
—Pues nos sentamos fuera a disfrutar de la agradable noche californiana.
—Está a punto de amanecer.
—Da igual.
Dark se volvió hacia Sibby. Quería pedirle que colgara el aparato y arrancara el cable de la pared. Daba igual que hubiera un ligero temblor de tierra, porque no necesitaban llamar a nadie. Estaban juntos y eso era lo único que importaba.
En vez de eso, se oyó a sí mismo decirle a Riggins:
—Está bien. Ahí estaré.
Había llegado. Finalmente.
El momento que había temido desde que conoció a Steve.
Era curioso pensar que al principio de su relación ella solía bromear al respecto: «Así que te apellidas Dark, ¿eh? Imagino que entonces debes de ser un auténtico cachondo
[1]
».
Steve Dark. No se podía imaginar hasta qué punto.
Fue un encuentro casual en la sección de licores de Vons, en Santa Mónica. El hombre que terminaría por convertirse en su marido llevaba el carro lleno de alcohol, básicamente bourbon y whisky, además de algunas botellas de vino blanco y tinto. Ella supuso que eran para una fiesta. Más adelante averiguaría que se trataba de su pedido semanal.
Y que lo pillara en un lugar público también fue algo bastante fortuito. Los últimos meses Steve había pedido que le llevaran la compra a su maltrecho apartamento de Venice. Esa noche, sin embargo, se encontraba extraño, y decidió ir personalmente a comprar. Había pasado tanto tiempo desde la última vez, supo Sibby más adelante, que sobre su coche se había acumulado una gruesa capa de suciedad.
Steve iba hecho un desastre, pero Sibby lo interpretó como una señal de «Anoche me acosté muy tarde», no de «Estoy inmerso en una mortal espiral depresiva». Porque a pesar del pelo alborotado, la palidez de la piel, la descuidada higiene personal… Steve seguía siendo un hombre muy atractivo. Lo suficiente como para que ella se detuviera y le soltara una frase estúpida, algo que no había hecho desde que estaba en la universidad. Lo hizo porque sabía que después se daría cabezazos contra la pared si no lo intentaba.
—¿A qué hora me paso? —Le preguntó.
Él se volvió y puso cara de sorpresa, sin saber si le hablaban a él en realidad. Más adelante, Sibby descubriría que hacía semanas, literalmente, que no hablaba con nadie.
—Lo siento —dijo Steve—. ¿Qué has dicho?
—Tu fiesta —contestó ella señalando su carrito—. ¿A qué hora empieza? Veo que llevas una botella de Cakebread en el carro, y resulta que es mi Chardonnay favorito.
El instante siguiente, recordaba Sibby, fue el más largo de su vida. Steve se limitó a quedarse allí plantado, mirándola fijamente, como si tuviera que esforzarse para encontrar las palabras adecuadas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca forzada. Un poco escalofriante, incluso. Y durante aquella pequeña eternidad, Sibby se preguntó con qué extraño mundo acababa de toparse.
¿Qué hacía ella en Vons, hablando con un tipo atractivo que tenía pinta de no haberse duchado en varios días? Por lo que sabía, aquel tío podría ser Charles Manson, Jr.
Y cuando sus manos volvieron a apretar con fuerza el pegajoso manillar del carrito de la compra y ya estaba a punto de marcharse a otro pasillo, el que fuera, daba igual, mientras pudiera rodear la tienda y salir de allí antes de que él se diera cuenta de…
—A las ocho —dijo él—. Mañana por la noche.
Esta vez la sonrisa de Steve fue auténtica. Sibby se la devolvió y relajó la presa de sus manos sobre el manillar. Él le anotó su dirección en la contraportada de un libro de bolsillo que ella llevaba en el bolso; Santuario, de Faulkner.
Cuando al día siguiente llegó a casa de Dark, no le sorprendió demasiado encontrar un pequeño búngalo con un solo ocupante: Steve. Éste había preparado dos cubiertos desparejados en una improvisada mesa de comedor cuyo mantel se parecía sospechosamente a una sábana.
—No ha podido venir nadie más —explicó su futuro marido con una tímida sonrisa en el rostro.
—Si el Cakebread tampoco ha venido, me largo —dijo ella en broma.
—Tras nuestro encuentro, fui a comprar tres botellas más.
Efectivamente, lo había hecho.
Y aquélla fue la noche en que el dulce y pausado misterio de Steve Dark comenzó a desvelarse ante ella. Él le contó su historia a grandes rasgos: que había sido policía, agente federal, pero que un caso había ido terriblemente mal y se había retirado. Hasta la quinta cita no mencionó que había sido adoptado de niño y que su familia había muerto en un horrible accidente.
Y no fue hasta después de haberse casado en un juzgado de paz cuando Sibby descubrió que el caso que había ido terriblemente mal y el horrible accidente de su familia adoptiva eran el mismo acontecimiento.
Después averiguó que el año que siguió a la masacre había sido un infierno.
Lo que sí estuvo claro desde el principio fue que Steve nunca mencionaba —y, que ella supiera, ni siquiera pensaba— que quisiera volver a ser policía. Pero ahora Sibby se daba cuenta de que algo había cambiado. Steve era un hombre atormentado, pero no de aquel modo. Algo concreto lo estaba agobiando.
«Por favor que no tenga nada que ver con el caso —pensó ella—. Puedo aceptar cualquier cosa menos eso. Lo que quiera que pasara entonces casi termina con su vida, y eso no lo podría soportar».
—Parece que estás reviviendo el pasado. ¿Puedes decirme que está pasando?
Steve no contestó. Pero Sibby no quiso dejarlo estar.
—Te han pedido que hagas algo, ¿no es así? —le preguntó.
—Sí.
—Tus antiguos jefes.
—Sí.
—¿Qué les has dicho?
—Que no.
Sibby soltó una bocanada de aire. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—¿Ah, sí?
—Esta mañana ha aparecido mi antiguo jefe, Tom Riggins, y me ha pedido que volviera al cuerpo. Es muy bueno presionando a las personas hasta que consigue lo que quiere. A esta gente no se la puede ignorar. Nunca cederán. De modo que voy a tener que hacer algo al respecto.
Sibby lo miró, escrutando su rostro en busca de la más mínima señal de que estuviera mintiendo. Normalmente lo advertía cuando se trataba de cosas sin importancia, como cuando escondía un regalo de cumpleaños o no quería herir sus sentimientos. Se le solía notar.
Pero ahora no advirtió nada.
—Está bien —le dijo—. Ocúpate de ello. Pero vuelve, por favor.
—Por supuesto. ¿Adónde quieres que vaya? —y sonrió, pero Sibby sabía que sólo intentaba tranquilizarla.
Steve clavó la vista en el techo un momento. Luego cogió las llaves de encima de la mesa de centro, miró su reloj de muñeca y salió de casa.
Sibby le echó un vistazo a su teléfono móvil, que descansaba encima del edredón. El día terminaba como había empezado; volvía a estar sola en casa. Lo único que faltaba para cerrar el círculo, pensó Sibby, era que te llegara un mensaje de texto.
Y justo entonces le llegó uno.
Muelle de Santa Mónica
3.30 horas
Riggins vió que Dark dejaba su Yukon negro en el aparcamiento que había junto al muelle. Dark conducía igual que vivía: a cámara lenta. Pausada y meticulosamente. Si no se lo conocía, se podría pensar que al volante iba un vejestorio de los que conducían por la autopista del Pacífico como si estuvieran en 1939, cuando Santa Mónica no era más que un pequeño pueblo de playa. Pero así se movía Dark. Nunca tenía prisa.
Por una vez, Riggins estaba contento de que Dark se tomara su tiempo. Cuanto más tardara, más podría disfrutar de su cigarrillo.
Y más tiempo tenía para sí antes de que lo mataran. ¿Cuánto quedaba? Miró la cuenta atrás oficial en el reloj que le había regalado su hija:
8.24.08…
8.24.07…
8.24.06…
8.24.05…
Detrás de Riggins, en algún lugar en medio de la oscuridad —¿cerca quizá de las atracciones del parque infantil? ¿Tal vez en el tiovivo? ¿O quizá debajo del muelle?— estaban Nellis y McGuire. Y Riggins estaba seguro de que también estarían mirando sus relojes.
Tal como Riggins esperaba, en el Motel 6 los dos agentes de Artes oscuras habían rechazado la bebida que les había ofrecido. Aun así, habían aceptado escucharlo. Al fin y al cabo, eran profesionales.
—Imagino que ya habéis oído que Dark ha rechazado la oferta —les había dicho Riggins, sentado en el borde de la cama.
Nellis, el del pelo cortado a cepillo, asintió. McGuire permaneció absolutamente inmóvil. Puede que estuviera pensando en los dedos que le faltaban.
—Pero todavía me queda tiempo, y tengo un as en la manga. Pero necesito algo de espacio. Dark era uno de nuestros mejores agentes. Os descubrió en cuestión de segundos, y siempre ha sentido una tremenda desconfianza hacia los desconocidos. Si quiero que esto funcione, necesito que crea que estamos solos. Que esto es algo entre nosotros dos.
Nellis lo miró fijamente.
—Si te escapas, te encontraremos. Y será mucho peor para ti.
—No planeo huir —dijo Riggins—. Os podéis quedar las llaves de mi coche, si eso os hace sentir mejor. ¿Qué voy a hacer? ¿Meterme en el mar e irme nadando hasta Japón?
Nellis y McGuire estuvieron de acuerdo en concederle a Riggins el espacio que pedía. Pero ellos estarían cerca, en algún sitio en el que no pudieran ser «descubiertos».
Lo que Riggins no les contó a sus niñeras fue que no tenía intención alguna de intentar convencer a Dark.
Lo que quería era pasar parte de sus últimas horas junto a su amigo.
Y ahora Dark se estaba acercando a él, subiendo uno a uno los escalones del muelle. Riggins le dio otra calada a su cigarrillo y soltó el humo por la nariz, como si fuera un toro de dibujos animados.
—Dark —dijo Riggins.
Sin previo aviso, Dark sonrió y le quitó el cigarrillo. Le dio una calada antes de lanzarlo por un lado del muelle.
—El cáncer de pulmón —dijo— es la primera causa de mortalidad entre los hombres.
Mierda. A Riggins le habría gustado acabárselo. Le quedaban once pitillos en el paquete y no quería morir sin haberlos saboreado todos y cada uno de ellos.
—Tú dirás.
—Creías que el bebé del vídeo funcionaría, ¿verdad? Que me haría volver inmediatamente a Casos especiales.
Riggins levantó la mirada hacia Dark con una expresión de genuina sorpresa en el rostro.