—¿Lo creen? —lo interrumpió Dohman.
—No tenemos pruebas, pero pronto nos quedó claro que Dark lo había acorralado, porque Sqweegel tomó represalias.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Wycoff molesto—. Contra su familia adoptiva. Fue una pérdida trágica. Pero lo normal sería que el tal Dark quisiera vengarse.
—No lo entiende —negó Riggins—. Dark tuvo una infancia muy traumática. Afortunadamente, no la recuerda demasiado. —Riggins se acordó de lo que había conseguido averiguar sobre la infancia de Dark hace años, cuando éste empezó a trabajar para él. Eran cosas que ni siquiera Dark sabía y que nunca sabría, si dependía de Riggins.
Lo que sí recuerda es que lo crió una acogedora y cariñosa familia de adopción de California. La historia es más bien típica, la verdad: los padres piensan que no pueden tener hijos, adoptan, y entonces ¡pam!, van y se quedan embazarados: un niño. ¡Pam!, otra vez: una niña. Pero querían a Dark incondicionalmente, y éste a ellos. Lo eran todo para él. Eran el final del cuento con el que todo hijo adoptado sueña. Y entonces…
Riggins extrajo de su bolsa una carpeta de papel manila.
—Será mejor que lo vea usted mismo.
Le pasó la carpeta a Wycoff.
—Échele un vistazo a lo que le sucedió a la familia adoptiva de Dark. Su madre, Laura, de cincuenta y cuatro años; Víctor, su padre, de cincuenta y nueve. Rose, la madre de Víctor, de ochenta y tres. Su hermano pequeño, Evan, de treinta y dos. Su hermana pequeña, Callie, de veintinueve. Y la hija de ésta, Emma, de ocho meses.
—Mírelos y comprenderá por qué Dark jamás volverá a acercarse a este caso.
Wycoff abrió la carpeta y hojeó las fotografías del escenario del crimen. Riggins lo observaba atentamente. ¿No le afectaba nada de todo aquello? ¿La imagen de los hijos con un tiro en la cara? ¿La del bebé cuando lo encontraron dentro del horno? Riggins se quedó más que sorprendido cuando vió que Wycoff se frotaba los ojos, se restregaba la nariz, y le devolvía la carpeta. Dios santo. ¿Acaso se le habían saltado las lágrimas al secretario de Defensa?
—Comprendo la situación —dijo Wycoff con voz ligeramente trémula—. Pero ha habido novedades, ¿Bob?
Dohman se inclinó hacia delante. En su rostro todavía se intuía una sonrisa de «Te lo mereces».
—Anoche, la oficina de prensa de la Casa Blanca recibió una grabación de vídeo encriptada. La Agencia de Seguridad Nacional la ha descodificado y nos la ha reenviado como documento «clasificado».
Dohman le lanzó una mirada a su jefe y éste asintió. Colocó el pulgar sobre el lector de huellas de la cerradura del maletín. Y el de Wycoff se le unió un segundo después. La cerradura se abrió. Dentro, encajado en un hueco hecho a propósito para él, había un pequeño dispositivo de memoria.
Dohman extrajo el lápiz del hueco y se lo entregó a Riggins.
—Este vídeo está programado para ser visto una única vez. En cuanto se cargue en un portátil, se reproducirá y luego se borrará. No puede copiarse.
«Sí, claro, este mensaje se autodestruirá, bla, bla, bla», pensó Riggins. En cualquier caso, seguía sin saber por qué lo habían llevado hasta el Air Force Two para mantener un encuentro cara a cara.
—Bueno… ¿tiene un portátil a mano?
Dohman frunció el cejo.
—No es para usted. Es para Dark.
Riggins tenía ganas de gritar.
Le daba igual estar delante del secretario de Defensa. Una de las cosas más frustrantes de aquel trabajo, pensó Riggins, era tratar con imbéciles cuyo único talento era oír sólo lo que querían oír por muy alto que les gritaran. En vez de hacerlo, respiró hondo.
—Ya se lo he dicho antes: Dark está retirado. No existe. En lo que a nosotros respecta, está muerto.
—Pues parece que tendrá usted que resucitarlo —respondió Wycoff.
Riggins bajó la cabeza. Wycoff seguía pensando que era una cuestión de voluntad, pero Riggins sabía que no era así. Después de que Sqweegel asesinara a toda la familia adoptiva de Dark —e incendiara su hogar en una especie de retorcido insulto final—, éste presentó su dimisión y se largó. Desapareció completamente de su radar. Al principio, Riggins pensó que se habría escondido, o incluso que se habría suicidado.
Pero entonces le comenzaron a llegar noticias de Dark: lo habían visto en Tel Aviv, en Glasgow, en Beijing. Por todo el mundo, siguiendo la pista de Sqweegel por su cuenta. Siempre cerca de la escena de algún horrible asesinato que podría ser obra del monstruo; que podría ser, pero que no se había llegado a confirmar que fuera obra suya. Todavía. Sólo Dark sabía lo cerca que había estado la segunda vez y, que Riggins supiera, no se lo había contado a nadie. Si le hubieran dado un dólar cada vez que durante ese año tuvo que decirle a algún contacto extranjero que «No, Dark ya no está en Casos especiales; debe de tratarse de otra persona…», seguramente habría podido retirarse.
Definitivamente, Dark ya no estaba en Casos especiales. Ni física ni mentalmente. Riggins había oído que ignoraba todos los procedimientos policiales, y que se abría camino a través de los bajos fondos internacionales a base de chantajes y torturas para intentar encontrar a alguien que hubiera ayudado o abastecido a Sqweegel en algún momento. Riggins suponía que no debía de haber conseguido nada.
Porque hacía un año, Dark había vuelto a desaparecer. Había tirado la toalla.
¿Por qué iba a regresar ahora?
Ni de coña.
—Señor secretario… —empezó a decir Riggins. Le habría gustado continuar con un «que le den por el culo». Pero, de nuevo, se contuvo y respiró hondo. Uno no se pasa treinta y cinco años trabajando para tirarlo todo por la borda en dos segundos.
Dohman lo interrumpió.
—Hay algo que no sabes, Tom. Lo que estoy a punto de decirte es información clasificada.
Claro que lo era. Por eso ni siquiera le habían permitido llevarse a Constance en aquel viaje; y eso que Riggins confiaba plenamente en ella.
—Muy bien —dijo Riggins, que empezaba a notar que el estrés hacía mella en él. Ya había tenido suficientes nervios por un día. ¿Dónde estaba el tipo que servía las copas allí?
—El vídeo que contiene esa memoria es de un espantoso asesinato —le informó Dohman—. Con todos y cada uno de sus detalles, en alta fidelidad.
—Sqweegel ya ha hecho esto antes —dijo Riggins—. Le gusta…
—No, Tom. No lo entiendes. Esto no se parece a nada que ese monstruo haya hecho antes.
A Riggins le hacía gracia que ahora lo llamara Tom. Como si fueran viejos amigos.
Wycoff, mientras tanto, miraba por la ventanilla con el puño apretado contra la boca. Parecía que hubieran pintado el cielo nocturno del tono de azul más oscuro posible. Tan sólo lo atravesaban los pequeños puntos de luz de unas cuantas estrellas.
Dohman miró a su jefe en busca de apoyo moral, pero Wycoff no dijo nada. Bobby D'oh! —como les gustaba llamarlo en Casos especiales— estaba solo ante aquello.
—La víctima era alguien cercano al presidente.
—¿Cómo? ¿Quién? —Preguntó Riggins. Pero su mente ya se había puesto en marcha. Dios santo, ¿había conseguido ese loco hijo de puta eludir la seguridad de la Casa Blanca y viólar a la Primera Dama? ¿O quizá a uno de los miembros de la familia del presidente en Illinois?
—¿No puedes decirme nada más?
—No.
Riggins suspiró. De verdad que se moría por un trago de whisky con hielo. Pero allí estaba, atrapado en el Air Force Two, jugando a las adivinanzas con un tipo al que más le valdría no actuar así.
—No hace falta que te diga —dijo Riggins— hasta qué punto eso dificulta cualquier investigación policial. Si te preocupan las filtraciones, te aseguro que…
—No nos preocupan las filtraciones —dijo Dohman.
—¿Entonces qué?
—Llévale el dispositivo de memoria a Dark. Creemos que cuando lo vea aceptará el caso.
—Con todos mis respetos, caballeros, señor secretario —comenzó Riggins—, ¡olvídense de una puta vez de Dark! Ya se lo he dicho una docena de veces, y se lo seguiré diciendo hasta que les quede claro.
—No es una opción —insistió Dohman—. Necesitamos a Dar…
Wycoff se dio la vuelta de golpe e interrumpió la frase de su subordinado.
—¡Ya basta! —exclamó—. Sí, lo entiendo, Riggins. Pero entiéndame usted a mí: no tiene elección. Ya estoy harto de perder el tiempo. Este año hay elecciones. Si esto sale a la luz, si una pequeña parte llega a los putos blogs o a los periódicos, ya se puede despedir el presidente de la reelección. Y además enviaría un mensaje aterrador al país. ¿Quiere saber cuál es ese mensaje, Riggins? Diría, en grandes letras de neón: «Su puto culo no está a salvo». Verán, hemos trazado esta espeluznante escala del mal y, adivinen: resulta que este monstruo es peor que Bundy, Gacy, Heidnik, Gein, el Hijo de Sam y todos los locos que utilizan para asustar a sus hijos hasta la médula cuando quieren salir hasta tarde. Este cabroncete puede matar a quien quiera, en cualquier momento… incluso a los que están cerca del líder de su país.
Ahora Riggins se moría por saber qué había pasado. ¿De quién diablos podía tratarse para que ni siquiera le dejaran ver la grabación?
Pensó en el «clásico imperecedero» que Sqweegel le había enviado el día anterior, la película de la «Fulana amante del senador». Conocían la identidad de aquella víctima: una mujer que al parecer había sido amante del antiguo azote de la minoría del Senado, Thom Jensen, cuyo cadáver destrozado habían descubierto hacía más de diez años. La grabación haría que los investigadores originales —si alguno había sobrevivido tanto tiempo— volvieran a los antiguos archivos para revisar un cuento macabro que ya conocían demasiado bien.
Pero eso no los ayudaría con el nuevo asesinato. Un crimen que había impactado contra el despacho oval a quemarropa. Si ambas víctimas estaban conectadas con Washington, ¿no estaría Sqweegel enviándole una pista a Casos especiales?
—En cualquier caso —dijo Wycoff— todo esto es a nivel oficial. Extraoficialmente, o Dark acepta la misión o usted será ejecutado.
La cabina se quedó en silencio.
Efectivamente: el secretario de Defensa puede eliminar a cualquier agente nacional, ciudadano norteamericano o persona residente en territorio estadounidense. No es del todo constitucional pero, como siempre, lo que es o no es constitucional suele ser cuestión de interpretación. Los acontecimientos del 11-S se encargaron de dejarlo claro. Hicieron más fácil esconder misiones, divisiones y operaciones que llevaban años en activo.
Hay una división que, bajo el mando directo del secretario de Defensa, se ocupa de hacer desaparecer a los elementos indeseados. Se rumorea que su nombre es Artes oscuras.
Esta división no se menciona en los libros o archivos oficiales. No hay registro contable. Hay miles de millones en efectivo escondidos en lo más profundo del Pentágono para evitarle a la nación ese tipo de dolores de cabeza. La unidad de Artes oscuras nació del espíritu de «seguridad nacional». Licencia para matar a cualquiera, en cualquier momento y por cualquier razón, siempre que sea en beneficio de la República.
Riggins había oído hablar de ellos durante años. Se había encontrado con escenas de crímenes originalmente atribuidas a un nuevo y hábil asesino en serie, hasta que desde arriba les decían: «No se requieren más investigaciones. Gracias por su cooperación».
Y ahí terminaba todo.
Ahora el secretario de defensa Norman Wycoff le estaba confirmando la existencia de esa unidad.
Riggins se quedó en silencio, estupefacto. No era fácil desconcertar a un hombre como él, que había visto de todo en los años que llevaba en Casos especiales. Sin embargo, esto… Esto era irreal. Justo en el momento oportuno, una mujer de espaldas anchas, vestida con camisa de esmoquin y pajarita, se le acercó para rellenarle el vaso de whisky con hielo.
—¿Le ha quedado claro? —preguntó Wycoff.
—Sí —dijo Riggins, aún aturdido.
—Muy bien.
Dohman esposó el maletín a la muñeca de Riggins, y luego presionó el pulgar de éste contra el teclado numérico. Algo emitió un pitido. Ya estaba. Ahora era problema suyo.
Dependía de él hacer que Dark se implicara en el caso. De lo contrario…
—Buena suerte —le dijo Dohman.
«Siempre pensé que mi carrera terminaría cuando me mataran —pensó Riggins—. Lo que no se me había pasado por la cabeza era que lo harían los de mi propio equipo. Esto sí que no lo he visto venir». Aquélla era una decisión difícil: o hacía que Dark, lo más cercano que tenía a un amigo o un hijo, volviera a incorporarse en contra de lo que le decían todos sus instintos, o firmaba su sentencia de muerte.
Riggins le dio un sorbo a su whisky. Los cubitos de hielo chocaban contra sus labios a cada trago. Necesitaba que le rellenaran el vaso de nuevo.
Una y otra vez.
El secretario de Defensa se retiró a sus aposentos privados del avión —que debía de haber tomado prestados del vicepresidente— con varios ayudantes detrás, siguiendo sus pasos como lemmings.
Dos hombres de semblante serio se quedaron con Riggins. No paraban de mirarlo y él, a su vez, los observaba a ellos. Riggins ya se había dado cuenta antes de su presencia y había supuesto que pertenecían al servicio secreto.
—Hola, colegas —saludó Riggins.
Uno de ellos, el que tenía el pelo tan corto que le brillaban las canas, lo miró fijamente. No le ofreció la mano. Riggins tampoco lo hizo.
—Soy el agente Nellis —dijo el hombre del pelo a cepillo—. Seré su enlace con el Departamento de Defensa.
—Nellis, ¿eh? —dijo Riggins. Tras una pausa, añadió—: ¿Y quién es tu novio?
El otro hombre se presentó como McGuire. No le dijo su nombre de pila, ni su rango exacto. McGuire se limitó a apuntar que sería el asistente de Nellis durante aquella misión. Riggins bajó la mirada y advirtió que a McGuire le faltaban dos dedos de la mano derecha, el anular y el meñique. Se preguntó cuál sería aquella misión, y luego se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.
Al cabo de unas horas el avión comenzó a prepararse para aterrizar en Los Angeles. A pesar de los esporádicos intentos de Riggins por entablar alguna conversación inocua, Nellis y McGuire habían permanecido en silencio. Incluso el tema del fútbol había fracasado, y eso que aquellos dos trozos de carne tenían pinta de ser dos linebackers universitarios de dos generaciones distintas. Finalmente, Riggins se había dado por vencido y se había acomodado para entregarse a una larga y tranquila sesión de borrachera. Incluso había convencido a la mujer de la camisa de esmoquin para que le dejara el resto de la botella y la cubitera.