Aquellos tipos no eran simples polis o forenses. Se trataba de los mejores entre los mejores, y habían sido convocados por la más selecta división de los cuerpos de seguridad del país. Pero para Riggins —un hombre de unos cincuenta años con la complexión esbelta y musculada de un ex campeón de pesos medios— eran una pandilla de chavales de mirada inocente que todavía tenían marcas de acné en algunos casos. No era nada nuevo. Todo el mundo había empezado en Casos especiales con un aspecto ridículamente juvenil a principios de los noventa, hasta que le llegó la inspiración y Riggins se dio cuenta de que pasaría el resto de su vida en Casos especiales.
—Lo que acaban de ver es obra de Sqweegel —dijo Riggins—, un psicópata que ha disparado, viólado, mutilado, envenenado, quemado, estrangulado y torturado a más de cincuenta personas en seis países a lo largo de más de veinte años.
«Dos décadas», pensó Riggins. El monstruo había comenzado su carrera cuando algunas de las personas que había en aquella habitación todavía estaban metiendo el bocadillo en la mochila para el primer día de colegio.
Continuó.
—Sqweegel es un asesino muy paciente. Se toma su tiempo entre objetivos y dedica una cantidad prácticamente inhumana de horas a prepararse. Sólo descubrimos su trabajo previo cuando ya ha actuado. En algunos casos, los preparativos le llevan meses.
Riggins examinó a los presentes. Parecía que le escuchaban o, al menos, asentían cuando debían. Notaba, sin embargo, que aún estaban pensando en la película que acababan de ver.
Algunos de ellos parpadeaban con rapidez, como si así pudieran borrar las imágenes de sus retinas.
«Buena suerte con ello, muchachos».
Casos especiales había surgido a mediados de la década de los ochenta del ViCAP —Programa de detención de criminales viólentos— del Departamento de Justicia. Todo el mundo conocía la existencia del ViCAP, un sistema computerizado que rastreaba y comparaba asesinatos en serie. Todos los polis e investigadores podían utilizarlo como herramienta. Pero había ciertos casos que ningún departamento de policía de ninguna ciudad —ni siquiera el FBI— estaba preparado para llevar ni tampoco quería hacerlo.
Entonces era cuando los pasaban a Casos especiales.
Riggins sabía mejor que nadie que el nivel de desgaste en Casos especiales era tremendo; los agentes duraban entre cuarenta y ocho horas y seis meses, como máximo. Un año o dos se podían considerar una carrera espectacularmente «larga», pero normalmente terminaba en suicidio, soledad o sedantes. No se pasaba de Casos especiales a otro departamento. Se pasaba al modo de supervivencia.
Casos especiales era una división poco conocida que operaba por debajo del radar del dominio público norteamericano. Pocos periódicos cubrían sus casos. No se hacían reportajes de televisión sobre ellos. No se mencionaban en las fiestas de Los Ángeles, el Beltway o Manhattan. Se ocupaban de casos de los que la mayoría de los ciudadanos nunca oía hablar, nunca querría oír hablar, y sin duda ni siquiera creía posibles.
Si los conocieran, no volverían a salir de casa.
Aunque tampoco así habían estado a salvo. Un elevado porcentaje de historias verdaderamente retorcidas ocurrían de puertas adentro a lo largo y ancho del país. Como aquel marido que descubrió que su esposa estaba viendo a un viejo novio de la universidad, cogió un palo de golf y la atravesó con él desde la cavidad anal hasta la garganta. Los tipos del laboratorio se quedaron alucinados ante la descomunal fuerza que aquel tipo tuvo que hacer para traspasar todo el cuerpo de la mujer con la vara de acero, músculos y huesos incluidos.
O el yonqui quinceañero que buscó por toda la casa su copia de Homicidio vehicular, el videojuego al que jugaba durante horas para calmar sus temblores. El muchacho buscó y buscó. Nada. Entonces sus abuelos le montaron una especie de intervención y le dijeron que habían tirado ese horrible videojuego por su propio bien y que lo iban a enviar a un lugar especial cerca de la playa donde lo ayudarían. El muchacho salió de la habitación y al poco regresó con una taladradora con la que les perforó los canales auditivos uno a uno; en el caso del abuelo, veterano de la guerra de Corea, atravesando un audífono. «No me escucháis; nunca lo hacéis», declaró haberles gritado mientras la sangre y el tejido cerebral de sus abuelos salía disparado en todas direcciones.
Riggins se podía pasar toda la noche enumerando casos. Trozos de cuerpo en cestos de frutas. Esclavas preñadas en un foso. Semen en el pañal de un bebé.
Nadie en su sano juicio quería pensar en esas cosas durante más de unos segundos.
Esas eran las cosas en las que él tenía que pensar todo el tiempo.
Vivía para el lado oscuro del hombre. Pero el caso que tenían entre manos, y la película snuff que acababan de ver…
Bueno, casi era capaz de comprender el silencio.
A Tom Riggins nunca le había gustado la sala de operaciones de Casos especiales. Se parecía demasiado a una aula universitaria con sus cuatro largas filas ascendentes de escritorios de fórmica. Riggins se encontraba en la parte de abajo, delante de tres pantallas. Eran monitores inteligentes, de alta definición y a todo color, con los que se podían descargar archivos, retocar fotografías y actualizar operaciones de campo con un simple gesto.
Lo que lo hacía parecer un profesor dirigiéndose a sus alumnos.
A sus cincuenta y tres años, Riggins encajaba en ese papel. Siempre vestía colores oscuros y apagados, acordes con su comportamiento general. El único destello de color era la placa identificativa blanca que colgaba a todas horas del bolsillo de su americana. Riggins llevaba en Casos especiales más tiempo que nadie. ¿Y qué había obtenido a cambio? Tres ex esposas y dos hijos que lo odiaban a muerte. Un apartamento que nunca veía, lleno de libros que nunca leía y un puñado de discos compactos que nunca escuchaba.
Se aclaró la garganta.
—Sqweegel es un asesino de nivel 26, el más elevado que conocemos; unos cuatro niveles por encima de los que el resto del mundo conoce.
Eso les llamó la atención. Los CSI que había en la sala conocían bien la llamada Escala de Maldad, que clasificaba a los asesinos desde las categorías más bajas (casos de homicidio justificable, amantes celosos, venganzas de adolescentes que habían sufrido abusos) a las más altas (asesinos torturadores, terroristas, criminales sexuales). Mark David Chapman, el tipo que disparó a John Lennon, era un simple 7 —básicamente, un homicida narcisista—. Ed Gein, que asesinó, hirvió y se comió a sus víctimas —cuya piel curtía para hacerse pantallas de lámparas—, figuraba en el nivel 13. Ted Bundy en el 17. Gary Heidnik y John Wayne Gacy encabezaban la clasificación en el nivel 22.
Pero durante los últimos veinte años, Casos especiales se había encontrado con asesinos tan viólentos que se habían visto obligados a añadir tres nuevos niveles para constatar el hecho de que su destreza y sus métodos habían dejado muy atrás los de Heidnik o Gacy. Sus predilecciones homicidas iban más allá de la tortura y la viólación; creían ser dioses vengadores y poseían una habilidad casi sobrehumana para acosar y castigar a sus víctimas, a quienes consideraban seres inferiores.
La mayoría de aquellos jóvenes agentes sólo podía soñar con los llamados asesinos de nivel 25. Eran seres tan raros y nuevos que todavía no se hablaba de ellos en los manuales.
Y ahora Riggins les estaba contando, esencialmente, que ahí fuera había algo todavía peor.
Alguien cuyas destrezas eran sobrehumanas.
Riggins dejó que sus cerebros asumieran la idea del nivel 26; luego prosiguió.
—Equipos de investigadores de Israel, Egipto, Alemania y Japón han intentado atraparlo. Quantico ha enviado veinte agentes tras él. Todos han fracasado. Su inteligencia supera a cualquier otra, y nunca ha dejado una sola prueba física.
Esto provocó por fin la reacción que Riggins buscaba: escepticismo. Al fin y al cabo, las pruebas físicas eran su día a día; eran la base de sus vidas profesionales. Decirles que no había pruebas físicas era como decirle a un contable «Lo siento, no hay números».
Una joven CSI —de San Francisco, pensó Riggins— intervino.
—¿Ni una sola prueba en más de dos décadas? ¿Cómo es posible?
—Creemos que Sqweegel lleva un traje, una especie de condón corporal que recubre cada milímetro cuadrado de su piel y con el que evita la detección forense.
—¿Un condón corporal? —repitió la de San Francisco—. Aun así tiene que haber restos de…
—Nada —dijo Riggins—. Cada vez que sospechamos que un caso podría ser obra de Sqweegel enviamos un batallón y lo metemos todo en pequeñas bolsitas. Nunca hemos encontrado el menor rastro de él. Ni sangre ni fluidos corporales de ningún tipo. Tampoco pelo. Ni siquiera células epidérmicas sueltas.
Otro CSI —éste de Chicago— preguntó:
—¿Cómo se le relaciona con sus víctimas si no deja rastro alguno? Parece que sea una especie de hombre del saco que se hayan inventado para culparle de un montón de casos abiertos.
—Ojalá —dijo Riggins—. No, conocemos las actividades de Sqweegel porque a él le gusta mantenernos informados al respecto. De vez en cuando, él mismo nos envía pruebas.
—Está orgulloso de sí mismo. Le gusta presumir —comentó la de San Francisco.
—Sí. Y a diferencia de otros asesinos en serie, Sqweegel no busca atención mediática. Se contenta con que nosotros sepamos qué está haciendo. Es la obra de su vida y nos considera —a Casos especiales, en concreto— sus cronistas.
—Sqweegel —repitió un CSI de Filadelfia con tono burlón—. ¿De dónde salió el nombre?, ¿es una especie de broma de Casos especiales?
—No —contestó Riggins—. El nombre proviene de uno de sus primeros asesinatos, cometido a principios de la década de los noventa, cuando todavía estaba experimentando. No hay nada que le guste más que una escena del crimen poco convencional. Ataca donde uno menos se lo espera. Como por ejemplo en un túnel de lavado de barrio, lleno de gente y a plena luz del día.
Ahora todos le prestaban atención. Como niños a la espera de su cuento de antes de dormir. ¿Un túnel de lavado?
—La madre entró —prosiguió Riggins— con su hijo de unos cuatro años en el asiento del copiloto. Al crío le encantaban los túneles de lavado y quería ver los limpiaparabrisas, los rodillos de cepillado y todo lo demás. Bueno, a mitad del recorrido, el personal empezó a oír gritos. Unos horribles y angustiosos gritos que se oían incluso por encima del ruido de las máquinas. Nadie sabía de dónde provenían. Detuvieron de inmediato la maquinaria e impidieron que entraran más coches. Pero para entonces, la madre y el hijo ya casi habían llegado al final del túnel, la puerta del conductor estaba entreabierta, y el asiento empapado de jabón y sangre. El encargado, fuera de sí, hizo que el personal cerrara tanto la entrada como la salida… estaba claro que el monstruo que había hecho aquello todavía estaba dentro. Luego llamaron a la poli.
La madre ya estaba muerta. Sqweegel la había descuartizado tan concienzudamente que semanas después todavía encontrábamos restos de su cuerpo en el coche.
Al niño no lo tocó. Permaneció en el asiento del acompañante y lo vió todo.
En aquel momento, era la única persona que había visto a Sqweegel y había sobrevivido. De modo que lo interrogamos. Le pedimos que describiera al hombre del túnel de lavado.
«Lo único que pudo decir fue «sqweegel. Sqweeeeeeegel». Imitando los ruidos que oía mientras veía morir a su madre.
Riggins recorrió la sala con la mirada; luego dijo:
—Y se le quedó el nombre.
Unos segundos después, la CSI de San Francisco preguntó:
—Ha dicho que el personal vigilaba ambas salidas. ¿Cómo consiguió escapar del túnel de lavado sin que nadie lo viera?
—No lo hizo.
—¿Se quedó dentro?
—Descubrimos que se había escondido allí dentro la noche anterior. Debió de entrar a hurtadillas justo antes de que cerraran y, de algún modo, consiguió deslizarse entre las tuberías y las mangueras. Se contorsionó de manera que ni los sensores eléctricos que activaban el siguiente rodillo ni el sistema de seguridad del túnel de lavado lo detectaran. Luego se retorció y se dobló hasta meterse en el armazón metálico de los aplicadores de jabón y las esponjas. Ahí apenas cabía un gato, pero él logró meterse. Y se quedó ahí, absolutamente inmóvil, durante al menos dieciocho horas a pesar de que miles de piezas giraban y zumbaban a su alrededor.
Riggins dejó que asumieran lo que les acababa de contar y luego prosiguió.
—El ataque tuvo lugar a media tarde. Suponemos que Sqweegel debió de esperar a la víctima adecuada.
—Todavía no nos ha dicho cómo consiguió salir.
Riggins empezaba a sentirse mejor con la situación. Algunos de aquellos muchachos —San Francisco y Filadelfia— parecían verdaderamente interesados.
—Se escondió en el maletero del coche. Bajo el panel extraíble de la rueda de repuesto. Se acurrucó allí dentro, como si fuera un feto en un útero: con las rodillas bajo la barbilla, los muslos contra el pecho y los pies doblados de un modo antinatural… y esperó. Creemos que tardó al menos un día en salir; allí, en medio de nuestro garaje. Y la única razón por la que lo sabemos es porque nos dejó una nota.
Aquellas miradas inexpresivas le resultaron enervantes.
Lo que Riggins no les dijo fue que la nota la dejó sobre su escritorio. Le puso los pelos de punta. Todavía se los ponía, la verdad.
Al igual que les dijo a continuación:
—Ayer por la mañana recibimos un nuevo mensaje de Sqweegel.
Riggins había abierto el paquete personalmente. Una lata con una película de ocho milímetros dentro de una caja FedEx estándar. En la etiqueta ponía: «FULANA AMANTE DEL SENADOR-28/7/98», y contenía lo que habían visto hacía apenas unos minutos. Mostraba la brutal tortura y asesinato de Lisa Summers, una mujer que supuestamente mantuvo una relación romántica con cierto senador norteamericano a finales de los noventa. Un auténtico «clásico imperecedero».
Esta era otra de las características del proceder de Sqweegel. Contaba su historia sin atender al orden cronológico. Seleccionaba y enviaba las notas manuscritas, las pruebas, las grabaciones sonoras y en —este caso— las películas en una secuencia que significaba algo para él. Pero en Quantico nadie sabía qué era. Lo que sí sabían era que con la llegada de una nueva bobina Sqweegel les estaba señalando el inicio de algo nuevo.