Bajó del andamio a toda velocidad, pero en el fondo sabía que ya era inútil. El monstruo estaba suelto por los tejados de Roma, una invisible voluta de humo que se alejaba cada vez más, sin dejar el más leve rastro que demostrara que realmente había estado allí.
El hombre del traje de asesino
Dos años después
En algún lugar de Estados Unidos/Sala de costura
Viernes /21.00 horas
El hombre, de delgadez casi fantasmal a quien el FBI llamaba «Sqweegel», trabajaba febrilmente con la máquina de coser de su abuela. El repiqueteo obsesivo retumbaba en la pequeña habitación de la segunda planta.
TacatacatacatacatacatacatacaTACTAC.
TAC.
TAC.
TAC.
Sqweegel presionaba el pedal con un pie pequeño y desnudo. Llevaba las uñas de los pies arregladas, al igual que las de las manos. Un flexo iluminaba su rostro concentrado. Sus delicadas manos empujaban la tela que rodeaba la cremallera en dirección al palpitante cabezal metálico. Tenía que quedar bien.
Tenía que quedar perfecto.
El calor de la máquina hacía que la habitación oliera a polvo quemado; la sangre olía a peniques.
El traje todavía estaba pegajoso y manchado de sangre oscura y parcialmente seca. El género era resistente, pero no indestructible. La cremallera se había enganchado con algo lo suficientemente afilado como para hacerle un corte de un par de centímetros a la tela negra que la mantenía unida al resto del traje de látex. Él no había sangrado; como mucho se había raspado la piel. Pero incluso eso era demasiado, así que había cogido el mechero de su caja de herramientas y había acercado la llama al borde del metal con que se había cortado. Se aseguró de eliminar los restos de piel que pudieran haberse adherido a él. No debía dejar ningún rastro. Luego, había regresado a casa. Y ahora estaba reparando el corte.
Había estado preocupado por él durante todo el camino de vuelta a casa desde el pequeño apartamento de la zorra, a las afueras de la ciudad. Antes de meterlo de nuevo en su maleta, Sqweegel había intentado volver a fijar el trozo de tela en su sitio. Pero no funcionó. Cerró la maleta y trató de olvidarlo. Le resultaba imposible. Imaginaba el pequeño pliegue de tela colgando del traje como una bandera negra e inmóvil a medio batir en una noche de luna sin viento. Lo distraía tanto que estuvo a punto de aparcar a un lado de la carretera para abrir el maletero y volver a fijarlo en su sitio.
Pero había resistido el impulso. Sabía que era una tontería. Y sabía que enseguida llegaría a casa.
En cuanto cerró la puerta tras de sí, Sqweegel llevó el traje a la sala de costura. Tenía que ocuparse de aquello inmediatamente.
Sqweegel utilizaba la máquina de coser de su abuela porque funcionaba igual de bien ahora que el día que ella la pidió en el catálogo de Sears Roebuck en 1956. Era una Kenmore 58 y había costado 89,95 dólares. Cosía hacia delante y hacia atrás bajo una luz que llevaba incorporada. Lo único que necesitaba era un poco de aceite en las partes móviles y una buena limpieza de la carcasa cada pocas semanas. Dedícale a las cosas los cuidados necesarios y te durarán eternamente.
Como el traje.
Su pequeño pie dejó de accionar el pedal. La cabeza empezó a ir cada vez más despacio hasta que se detuvo por completo. Sqweegel se inclinó y sus ojos quedaron a milímetros del género. Admiró su obra.
Ya estaba.
Ya no había corte.
Ahora tenía que limpiar la sangre de aquella zorra asquerosa.
Cuarto de baño/Vestidor
Sqweegel se frotó las manos con jabón en polvo y observó el remolino que el agua rosada formaba al fondo del lavamanos de porcelana blanca. Otra triste vida que se iba por el desagüe. Pero aquel sacrificio sería el heraldo de algo nuevo. Algo maravilloso. Se emocionaba sólo de pensarlo.
Ahora, sin embargo, tenía que ocuparse de cosas más prácticas, como de rasurarse el vello.
La cuchilla de afeitar estaba limpia; el agua, caliente. Ya se había hidratado la piel con aceite vegetal. Nada de espuma de afeitar. Eso sería como tratar de cortar el césped bajo una capa de quince centímetros de nieve. Necesitaba ver lo que estaba haciendo. Cada milímetro cuadrado.
De arriba abajo. Primero las zonas abiertas: cuero cabelludo. Cara. Cuello. Antebrazos. Pecho. Piernas.
Se detenía después de cada pasada de la cuchilla para limpiarla bajo el agua. Minúsculos pelos negros y microscópicas escamas de piel se arremolinaban en el lavamanos antes de desaparecer.
Luego, las axilas. La parte posterior de las piernas. Los tobillos.
Rasurar. Detenerse. Enjuagar. Ver los pelos desaparecer.
A continuación venía la parte más difícil —pero satisfactoria— del proceso: eliminar el vello de los genitales y el ano. Para hacerlo bien tenía que tirar del escroto hasta que quedaba absolutamente tirante, listo para las pasadas de la cuchilla. Adoptar la posición le llevaba tiempo, a veces más de cinco o seis minutos. El afeitado, en cambio, lo hacía con pulso firme, determinado, metódico.
Rasurarse el ano requería adoptar una postura aún más complicada. Los pies en alto contra las baldosas de la pared del cuarto de baño industrial y el torso inclinado hacia delante para facilitar el acceso. Con una mano lo sujetaba; con la otra sostenía la cuchilla. Era como si tuviera una bisagra en la base de la columna vertebral y pudiera doblarse por la mitad. El ritual era el mismo. Rasurar. Detenerse. Enjuagarla en un cuenco de agua caliente. Se tomaba su tiempo, a veces manteniendo la posición durante varios minutos antes de volver a pasar la cuchilla.
Cuanto más vello eliminaba, más tranquilo se sentía y más fácil le resultaba aguantar la postura. Más cerca se sentía de la pureza.
Más cerca estaba de la salvación.
En la habitación contigua, Sqweegel marcó la combinación de la cerradura del frigorífico —que mantenía a la temperatura más alta posible— y extrajo cuatro barras y media de mantequilla. Había intentado ahorrar y rebajar la cantidad a cuatro, pero la media barra adicional era realmente necesaria. Cinco eran demasiadas y, en verdad, tampoco suponían la solución.
Cuatro barras eran lo ideal; era la cantidad que iba en cada paquete. Lo cual quería decir que por cada ocho paquetes necesitaba uno extra para las medias barras.
Intentaba no pensar demasiado en el asunto de la media barra adicional. Algún día lo resolvería.
Abrió cuidadosamente el envoltorio de la primera barra, la partió por la mitad con las manos, y empezó a frotársela por el pecho y los hombros —la parte más grande de su cuerpo siempre primero— antes de pasar a las extremidades. Cada miembro requería media barra, y los genitales y el ano otra media más. La capa de mantequilla debía tener el mismo grosor en todo el cuerpo. Ni picos, ni valles.
Extendía la mantequilla que sobraba —más o menos un cuarto de la última barra— por la parte del traje que le cubriría las plantas de los pies. Habría tenido que practicar mucho para acertar con las cantidades.
Ahora el traje.
Se detuvo un momento para una última inspección. El traje estaba extendido sobre un trozo de plástico industrial en el suelo de la habitación limpia. Había pasado los últimos días desinfectándola de nuevo.
Sin agujeros. Sin manchitas en el género. Las partes de las tres cremalleras —las cadenas, los dientes, los deslizadores, los finales de las cintas, los topes del final— funcionaban a la perfección.
El traje estaba listo. Y él también.
Empezó a enfundarse en el traje, un proceso metódico, lento y preciso. Un observador externo podría haberlo comparado con la imagen de un insecto palo de metro setenta de altura y cincuenta y siete kilos envolviéndose en una fina crisálida blanca hecha a la medida de su cuerpo insectoide. Eso en el caso de que el observador tuviera la paciencia necesaria para presenciar todo el proceso, que duraba casi dos horas. Él no lo cronometraba. Se concentraba en la tarea que tenía entre manos. Y era cierto que la media barra marcaba la diferencia. La limpieza. El plástico. El rasurado. Las cuatro barras y media de mantequilla. El traje.
Todo conducía a esto.
Se volvió hacia el espejo lentamente, retrasando la gratificación tanto como pudo, aunque le resultaba muy, muy difícil. Levantó sus delgados brazos como si alabara algo que habitara en el espacio.
Poco a poco, muy poco a poco, se fue volviendo; no oía nada que no fuera el leve latido de su corazón contra sus costillas.
Finalmente, el espejo capturó su imagen.
Ah, ahí estaba.
Nadie.
Biblioteca/Sala de visionado
Sqweegel bajó dos tramos de escaleras hasta su oscuro y húmedo sótano. El yeso de las paredes estaba levantado en algunos puntos y dejaba a la vista los delgados listones de madera que había debajo. Siempre le habían recordado a la caja torácica del cadáver descuartizado de una bestia gigantesca. A un animal al que hubiera destripado otro más grande y salvaje.
Le apetecía pasar los dedos por los listones, tal como hacía de pequeño, pero clavarse una astilla en aquel momento supondría otra visita a la sala de costura. Y tenía demasiadas ganas de ver la película que tenía en mente. Tenía más de diez años, pero llevaba todo el día fantaseando con ella. La secuencia se le había metido en la cabeza sin previo aviso.
Sólo después se dio cuenta de por qué. Se trataba de una señal.
Pero así era como funcionaba la mente de Sqweegel. Hacía conexiones inconscientes que posteriormente lo ayudaban en su misión.
La misión más importante de su vida mortal.
Bajo tierra, el aire olía no sólo a muerte, sino a muchas muertes que luchaban unas con otras. Era un dulce perfume de sufrimiento cuyas aromáticas notas se habían ido reuniendo laboriosamente a lo largo de las últimas décadas. Ningún otro lugar de la tierra olía así; ningún otro lugar de la tierra podría oler así. Le resultaba instantáneamente embriagador.
Entró en una pequeña habitación que había en el primer rellano. Tenía las paredes revestidas de estanterías de madera, y casi cada centímetro de éstas estaba ocupado por fundas de películas de ocho milímetros.
Paseó su huesudo pulgar cubierto de látex por las etiquetas:
Zorra pelirroja antes de casarse
17/4/92
Sólo el texto de la etiqueta ya le traía recuerdos: el vestido blanco hueso de encaje rasgado, sucio y hecho una bola en un rincón de la mazmorra. La novia pálida y trémula rogándole que le dijera qué había hecho mal, forcejeando con las cuerdas. Él diciéndole: «Tú no sabes nada sobre la pureza. Es una ofensa que lleves ese vestido, y ahora te voy a enseñar lo que es hallarse desnudo ante Dios…».
Y luego otra etiqueta, y con ella más recuerdos:
Puta vanidosa de las noticias de la tele
11/9/95
Oh, Sqweegel la recordaba muy bien. Se creía que aquella espeluznante serie de asesinatos sin resolver sería su gran oportunidad. Audiencia. Un contrato para escribir un libro. Se jactaba ante sus colegas de que ella sería quien lo resolvería, que se convertiría en su marca. Necesitaba una lección de humildad, y Sqweegel estuvo más que encantado de dársela; su propia cámara de vídeo le mostró partes de su cuerpo que ella nunca había visto antes. Las más jugosas, sucias y ocultas; Sqweegel las iluminó con cuidado, las grabó y luego las envió a su cadena para que los telespectadores pudieran verlas…
Madre egoísta que ignora a su hijo
30/3/97
«¿Traes una vida a este mundo y luego le das la espalda? Deja que te enseñe lo que sucede cuando Dios te da la espalda a ti, hija mía…».
Finalmente su pulgar se detuvo sobre la película que quería:
Fulana amante del senador
28/7/98
Sqweegel extrajo la funda del estante y la llevó a la zona de visionado del piso de abajo. Era una sala de cine casera completamente insonorizada y construida mucho antes de que aquellas cosas se pusieran de moda. No tenía ni discos digitales de última generación ni vídeos: nada se podía comparar a la autenticidad de las imágenes del celuloide a veinticuatro fotogramas por segundo.
Tras encender el proyector y cargar el rollo de la película, Sqweegel se sentó en un gastado sillón de acero que había en el centro de la habitación y dejó que las imágenes de la pantalla lo empaparan.
Con la respiración entrecortada por la anticipación, Sqweegel se sacó la polla del traje de asesino y empezó a acariciársela. Muy lentamente al principio.
Pero, a medida que la película fue avanzando, empezó a mover el puño arriba y abajo con más urgencia, más viólentamente, sin apartar los ojos de la pantalla.
Hacía tiempo que no veía esta película. Se le había olvidado lo buena que era.
Se le había olvidado qué aspecto tenían las vísceras de la mujer.
Sqweegel le dio la vuelta a la cinta y volvió a verla desde el principio. Sabía que la pondría docenas de veces antes del amanecer. Había visto tantas grabaciones de cámaras de vigilancia durante los últimos meses que necesitaba una pequeña diversión; algo así como una limpieza mental. Un recordatorio de quién era y lo que podía hacer en nombre del Señor.
La cuenta atrás de la película parpadeó en la pantalla: 10, 9, 8…
Para ver la película de 8 mm,
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e introduce la siguiente clave:
snuff
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Base del Cuerpo de Marines de Quantico/División de Casos especiales/Sala de operaciones
Lunes/7.30 horas, hora del este
La película de ocho milímetros dio varias vueltas en la bobina antes de acabarse y dar paso a una pantalla en blanco. Nadie dijo nada, ni siquiera pasados unos segundos. En la habitación reinaba un silencio absoluto. No se les podía culpar por ello.
Tom Riggins examinó las caras de las personas que tenía ante sí. Unos minutos antes, estaban entusiasmadas. Ilusionadas por haber sido convocadas a una reunión secreta en la legendaria División de Casos especiales de Quantico con todos los gastos pagados. Algunas de ellas se comportaban como si les diera igual, pero Riggins sabía que no era así. La curiosidad las estaba matando. Era algo con lo que él contaba.
Unos minutos antes, eran como niños a punto de realizar un examen parcial. Concentrados. Decididos a triunfar. Pero ahora…