Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
En un principio, yo esperaba que su presencia iría a acelerar la liberación de todos los rehenes, como había sugerido Joaquín Gómez. Reaccioné tal como reaccionaron mis compañeros al saber que yo había sido capturada. Sin embargo, con el paso del tiempo, debíamos rendirnos ante la evidencia: la captura de los estadounidenses había complicado aún más la situación de los rehenes. Todos sentíamos que ellos serían los últimos en recuperar la libertad, y cada uno quería pensar que su destino no estaba ligado al de ellos. Esta idea había hecho carrera en las mentes: cada tanto, uno de mis compañeros estadounidenses comentaba: «Por lo menos tú tienes a Francia, que lucha por ti. Pero en mi país todo el mundo ignora lo que nos pasó».
La visita a Colombia de Jo Rosano les dio valor. Todos opinábamos que ella era la única que había puesto a mover las cosas en el lado estadounidense. Mamá y Jo se conocieron y se habían simpatizado inmediatamente. Se comprendían mutuamente sin saber cómo, pues Jo no hablaba español y el inglés de Mamá era el recuerdo de una estadía en Washington al comienzo de su matrimonio. Pero las dos eran de origen italiano. Eso lo explicaba todo.
Marc venía entre semana, al amanecer, y nos sentábamos juntos a esperar los mensajes de La Carrilera, con la esperanza de oír algo, pero fue en vano. Solo nos llegaban pedazos de información a través de Mamá. Habían almorzado juntas. Se habían vuelto a encontrar para planificar acciones en común.
Jo volvió frustrada de su conversación con el embajador de los Estados Unidos. Había sido duro y grosero, según decía. Mamá me contaba en su mensaje que no la sorprendía: «Cuando yo fui a verlo para pedirle apoyo para el acuerdo humanitario, me respondió que no era una prioridad para su gobierno; que ellos consideraban a los rehenes como enfermos terminales y que no había nada más que hacer salvo esperar». Mamá estaba indignada. Marc estaba a mi lado. Habíamos pegado las orejas al radio y oíamos juntos lo que decía Mamá. Marc no entendía todo, porque mi madre hablaba muy rápido y el español de él todavía era rudimentario. En cierta forma era un alivio, porque yo no quería que él oyera todo lo que yo había oído.
—Mamá dice que tu madre fue a cenar en casa de ella y que van a desarrollar acciones conjuntas. Tu madre vio al embajador de Estados Unidos.
—¿Y qué pasó?
—Pues, nada. Seguramente va a llamar el sábado, en Las voces del secuestro. Es muy largo. Si tenemos suerte, las pasan al micrófono temprano y no tendremos que esperar toda la noche.
Por lo general, yo terminaba cediendo al sopor entre las diez y las doce de la noche. Me daba miedo no despertarme a tiempo. Sin reloj, había adoptado la costumbre de guiarme oyendo los programas anteriores. Reconocía el que pasaban justo antes del nuestro. Era una hora dedicada a los tangos. En ese momento me decía que debía estar alerta y me pellizcaba para no dormirme.
Esa noche, me desperté tras un sueño intranquilo, como todos los sábados. Prendí la radio y busqué los tangos en la oscuridad. Marc todavía no había llegado. Me sentía bien despierta, pero estaba equivocada: recaía en un sueño fulminante sin darme cuenta.
Marc llegó un poco después. Oyó el susurro de la radio y pensó que yo estaba oyendo el programa, acostada en mi caleta, y que le pasaría la radio si su madre llamaba. Esperó así, sentado en la oscuridad, durante horas.
Me desperté sobresaltada. Acababan de dar la hora en la radio: eran las dos de la mañana. ¡Me había perdido la mitad del programa! Me levanté como un resorte y me sorprendí al ver a Marc en la oscuridad, esperando con paciencia. Yo estaba desorientada.
—¿Por qué no me despertaste?
—¡Yo pensé que estabas oyendo el programa!
—Seguramente nos perdimos todas las llamadas.
Estaba muy enojada conmigo misma. Nos instalamos con las cabezas pegadas a lado y lado de la radio. Cada mensaje duraba dos minutos. Yo oía atentamente, con la esperanza de obtener una pista que me revelara si Mamá ya había llamado. El programa era lento y algunos participantes protestaban porque algunas familias monopolizaban el tiempo al aire. Herbin Hoyos, el director del programa, se excusó de mil formas y les pidió a quienes estaban esperando que prepararan unos mensajes muy cortos para acelerar el programa. Luego leyó una lista de personas que faltaban por pasar: ¡Mamá y Jo estaban en espera!
Marc estaba medio dormido. La espera había sido muy larga y los ojos se le cerraban a su pesar. Le apreté el brazo:
—¡Ya, las van a pasar en unos minutos!
En efecto, la voz de Mamá me llegó con muchas interferencias, pero todavía comprensible. Estaba emocionada. Me anunció que próximamente viajaría a Holanda a recibir un premio en mi nombre. El mensaje fue interrumpido y otra persona tomó la palabra. Hubo otra espera larga hasta que le tocó el turno a Jo. Marc estaba prácticamente dormido en la silla. Lo desperté en el momento en que su madre pasó al micrófono. Con el cuerpo tensado por la emoción, se aferró al radio. Le tomé la otra mano y se la acaricié. Era un gesto de Mamá. Lo repetí instintivamente, para hacerle comprender a Marc que yo estaba con él, para compartir ese instante que sabía sería muy intenso.
Este gesto, que también tenía con mis hijos, me ayudaba a concentrarme en las palabras de Jo, a grabármelas. En la intensidad de la escucha, Marc y yo estábamos unidos. Nuestras disputas ya no tenían ninguna importancia. Sabía exactamente lo que estaba viviendo Marc en ese momento. Recordaba el efecto que había tenido en mí el primer mensaje de Mamá. Esa voz suave que me envolvía, su timbre, su calidez, todo el placer terrestre que me producía reencontrar su entonación, la sensación de seguridad y bienestar que me había invadido.
Cuando Mamá había terminado de hablar, yo seguía metida en esa burbuja mágica que su voz había construido a mi alrededor, y me daba cuenta de que no lograba recordar lo que acababa de decir.
Mientras hablaba la madre de Marc, yo reconocía esa misma expresión, ese dolor de la ausencia que se transformaba en beatitud, esa necesidad de absorber cada palabra como un alimento esencial, una capitulación fina! antes de sumergirse sin recato en aquella plenitud efímera. Cuando la voz desapareció, Marc se aferró a mi mirada con ojos de niño. En ese segundo comprendí que él había hecho el mismo viaje que yo. Luego, como si se despertara de repente, me preguntó:
—Espera, ¿qué fue lo que dijo mi mamá?
Retomé, uno por uno, cada momento del mensaje, la forma que ella había escogido para dirigirse a su hijo en la distancia, los títulos de amor con que lo había cubierto, su llamado a la fuerza y a la valentía ante la adversidad, su certeza de que él era resistente y vital, y su fe absoluta en Dios, que le pedía aceptar su voluntad como una prueba de crecimiento espiritual. En palabras de Jo, era Dios quien lo haría volver al hogar.
Marc no me oía a mí sino que oía la voz de su madre en él, en su cabeza, como una grabación a la que hubiera tenido acceso a través mío. Durante algunos instantes, volvió a hacer el mismo viaje de nuevo. Cuando terminé, Marc estaba iluminado y su memoria, otra vez ausente.
—Perdóname, sé que puedo parecer tonto, pero ¿puedes repetirme el mensaje otra vez?
Yo estaba dispuesta a repetirlo cien veces si me lo hubiera pedido. Esta era una experiencia anonadadora: las palabras de una madre son mágicas y nos penetran íntimamente, incluso a nuestro pesar. ¡Ah, si lo hubiera comprendido antes! Habría sido menos exigente, más paciente, más tranquilizadora en mi relación con mis propios hijos… Pero me aliviaba la idea de que las palabras dichas a mis hijos debían de haberlos tocado de una manera igualmente intensa.
Durante la semana, Marc me pidió que le repitiera el mensaje de Jo, y cada vez lo hice con la misma felicidad. Note que, después de eso, la mirada de Marc se hizo más suave: no solo la que ponía sobre el mundo, sino también la mirada que ponía sobre mí.
Guillermo, el enfermero, llegó una mañana con el diccionario enciclopédico Larousse que tanto había esperado. Me llamó, me puso el libro en las manos y me dijo:
—Aquí le manda Sombra.
Giró sobre sus talones y se fue.
Quedé boquiabierta. Lo había pedido de manera incesante. Mi mejor argumento siempre había sido que el Mono Jojoy me lo había prometido. Nunca creí que lo fueran a mandar. Me imaginaba que estábamos escondidos en los confines de la tierra, y que era impensable hacerlo llegar. No pude contener mi alegría y mi alboroto cuando, por fin, lo tuve en mis manos.
La llegada del diccionario transformó mi vida: no sólo desterraba el aburrimiento, sino que me permitía utilizar de manera productiva ese tiempo que tenía de sobra y que no sabía cómo aprovechar.
Había conservado uno de los cuadernos del campamento de Andrés, y quería retomar mis averiguaciones, recuperar información perdida y aprender. Si podía «aprender», no perdería el tiempo. Eso era lo que más me angustiaba en mi situación de rehén. La pérdida del tiempo era para mí el más cruel de los castigos. La voz de Papá me acosaba: «Nuestro capital de vida se cuenta en segundos. Una vez que esos segundos se han ido, nunca más los vuelves a recuperar».
Cierto día, durante mi campaña presidencial, Papá se había sentado junto a mí para ayudarme a elaborar un plan de trabajo y a trazar los planteamientos generales de las transformaciones que yo soñaba llevar a cabo. Sacó un bloc de notas, garabateó algo y afirmó: «Sólo vas a tener ciento veintiséis millones ciento cuarenta y cuatro mil segundos en tu mandato. ¡Piensa bien, porque no tendrás ni uno más!».
Su reflexión me obsesionaba. Cuando me privaron de mi libertad, me arrebataron sobre todo el derecho a disponer de mi tiempo. Era un crimen irreparable. Nunca jamás podría recuperar esos millones de segundos para siempre perdidos.
El diccionario era para mí el mejor paliativo. Era como una especie de universidad en lata. Yo me paseaba por él siguiendo mi capricho y encontraba respuestas a todas las preguntas que había tenido en lista de espera en mi vida. Ese libro era vital para mí, pues me permitía fijarme una meta a corto plazo y me liberaba de esa culpabilidad subyacente a mi estado, de encontrarme dilapidando los mejores años de mi vida.
Sin embargo, mi felicidad despertó envidias. No acababa yo de recibir el diccionario cuando uno de mis compañeros de cárcel vino a decirme que, como la guerrilla me había dado el libro, no me pertenecía a mí sino que debía ser puesto a disposición de todos. El principio me parecía acertado. Cuando nos reunimos a esperar la llegada de las ollas, invité al resto de mis compañeros a usar el diccionario.
—Va a estar disponible por la mañana. Yo lo uso por la tarde. Lo único que deben hacer es cogerlo y volver a ponerlo en su lugar.
Lucho me advirtió:
—No se te haga raro si se las arreglan para quitártelo.
Sin embargo, en el transcurso de los días siguientes la tensión disminuyó. El diccionario le servía a los unos y a los otros. A Orlando se le ocurrió la idea de hacerle al diccionario un forro impermeable. Gloria me había regalado la tela de un equipo viejo que iba a desechar. En ese momento, Guillermo apareció.
—Deme el diccionario. Lo necesito.
El tono en que me habló me dejó perpleja.
—Sí, claro. ¿Cuánto tiempo lo necesita?
—Una semana.
—Mire, en este momento trabajo con él. Lléveselo el fin de semana, si quiere.
Me miró desde lo alto pero al fin terminó cediendo. Volvió a traer el libro al lunes siguiente, y me dijo:
—No lo dañe. El próximo viernes vengo por él.
La semana siguiente volvió con una táctica distinta.
—Los militares necesitan el diccionario.
—Sí, no hay problema. Tómelo y pídales que me lo manden con el recepcionista, por favor.
Pero esta vez no devolvió el diccionario.
Había un nuevo comandante en el campamento. Era un hombre maduro, de más de cuarenta años, canoso, de mirada dura. Se llamaba Alfredo. Todo el mundo creía que a Sombra lo iban a despedir pero finalmente los dos comandantes terminaron cohabitando de una manera que parecía funcionar, a pesar de los roces evidentes entre ambos.
El comandante Alfredo quería conocer a los prisioneros. Sombra y él se sentaron juntos, durante toda una tarde, a recibirnos en lo que Sombra llamaba su «oficina». Yo abordé el tema sin demora:
Me gustaría saber si puedo disponer del diccionario como yo quisiera. Guillermo me ha dado a entender que no. De hecho, él lo tiene ahora: no me lo ha devuelto.
Sombra parecía molesto. Alfredo lo miró con intensidad, como un ave rapaz que sobrevuela a su presa.
—El diccionario es suyo —declaró Sombra, para cortar por lo sano. Supuse que no quería darle motivos a Alfredo de pasarle un informe al Mono Jojoy.
Eso me bastaba. Al día siguiente, Guillermo llevó el diccionario. Me lo entregó con una Sonrisa:
—El que ríe de últimas, ríe mejor.
Su amenaza no logró opacar mi satisfacción. Volví a dedicar varias horas a la lectura apasionante del diccionario, con ganas de conocer, de entender, de encontrar, como en un juego de pistas.
Agosto de 2004
Lucho y yo nos habíamos vuelto inseparables. Entre más lo conocía, más lo quería. Era una persona sensible, dotada de una gran sagacidad y de un sentido del humor a toda prueba. Su inteligencia y su espíritu eran para mí tan vitales como el oxígeno. Por si fuera poco, era el ser más generoso del mundo, una perla singular en la cárcel de Sombra. Yo había depositado en él toda mi confianza, y con él no dejábamos de pensar en la manera de escaparnos.
Orlando nos habló al respecto una tarde. Nos propuso que huyéramos juntos. Lucho y yo sabíamos que eso era imposible. Estábamos convencidos de que él no se atrevería jamás y tampoco estábamos seguros de atrevernos, nosotros mismos. Además, Orlando era un hombre alto y corpulento. Nos costaba trabajo imaginarlo pasando desapercibido por debajo de la malla de acero y los alambres de púas.
No obstante, de tanto discutirlo empezamos a considerar hipótesis y a hacer planes. Llegamos a la conclusión de que necesitaríamos meses, o incluso años, para salir de esta selva y que deberíamos aprender a vivir en ella sin más recurso que nuestro ingenio.
Nos dimos, entonces, a la tarea de elaborar equipos como el de Lucho. Sombra había instalado en el campamento una talabartería, dedicada a la fabricación y reparación de morrales y equipos para la tropa. Cuando planteamos nuestra solicitud, cayó en terreno fértil: por una parte, había suficiente material y, por otra, en caso de evacuación, tendríamos cómo transportar nuestras cosas.